Joseph Finder - Poderes Extraordinarios

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En el mundo del espionaje, poderes extraordinarios es un término que se utiliza para referirse al permiso que se le otorga a un agente secreto de mucha confianza para que en circunstancias extremadamente especiales viole las órdenes de su empleador si es absolutamente necesario para cumplir el objetivo de una misión de suma importancia.
Poderes extraordinarios es una novela de suspenso escrita por un novelista catalogado como uno de los mejores escritores de thrillers del mundo, Joseph Finder, graduado en la universidad de Yale y Harvard.
La novela narra la historia de Ben Ellison, quien se encarga de investigar el accidente que terminó con la vida de su suegro, director de la CIA en el momento más exitoso de su carrera. Pero, aparentemente, no se trata de un accidente. Ben utilizará sus poderes de percepción extrasensorial para buscar al ex jefe de la KGB, el único que puede revelar la verdad. Pero mientras Ben lleva a cabo su investigación, un asesino le asecha.
Joseph Finder describe una conspiración concebida en el corazón de la inteligencia norteamericana. Una fortuna perdida, de origen soviético y habilidades parapsicológicas condimentan una trama muy atrapante.
El libro tiene un valor tremendo, es muy bueno. Además, su autor afirma que si bien ciertas cosas de la novela son parte de la ficción, la historia está basada en hechos históricos muy misteriosos y poco conocidos, pero existen registros muy interesantes que demuestran su veracidad. A medida que se avanza en la lectura, Joseph Finder presenta artículos periodísticos que respaldan su afirmación.
Se trata de una verdadera obra de arte, te la recomiendo.
Te dejo el link de la página oficial del autor para que encuentres más información si es de tu interés.

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– ¿Pero quién es el otro dueño de la cuenta?

– No sé -admití-. Truslow debe de haber sospechado que Orlov había robado el dinero. Por eso me pidió que buscara a Orlov, cosa que la CIA no había podido hacer.

– ¿Y cuando lo encontraras…?

– Cuando lo encontrara, podría leerle el pensamiento, ésa era la idea. Y saber dónde habían puesto el dinero.

– Pero papá era uno de los dos dueños de la cuenta. Así que fuera como fuera, Truslow necesitaría mi firma…

– Por alguna razón, Truslow debe de haber querido que llegáramos a Zúrich. ¿Qué fue lo que dijo ese banquero…? Que si uno accede a la cuenta, el status pasa de pasivo a activo… Algo así.

– ¿Y eso qué significa?

– No sé.

Molly dudó, dejó que nos pasara un camión de dieciocho ruedas.

– ¿Y si el Proyecto Oráculo no hubiera tenido éxito?

– Entonces, tal vez no habría encontrado el oro. O tal vez sí… Pero habría llevado mucho, pero mucho más tiempo…

– ¿Lo que me estás diciendo es que Truslow usó los cinco mil millones a los que sí tenía acceso, como carnada para hacer caer el mercado de valores de Alemania?

– Tiene sentido, Molly. No puedo estar seguro, pero tiene sentido. Si la información que tenía Orlov es correcta, y los Sabios… es decir, Truslow, y seguramente Toby, y seguramente otros…

– Que manejan la CIA…

– …Sí. Si los Sabios usaron realmente la inteligencia de la CIA para reunir información sobre mercados extranjeros y así pudieron forzar de alguna forma la crisis del mercado estadounidense en 1987, seguramente fueron los mismos que fabricaron la caída en el mercado alemán.

– ¿Pero cómo?

– Colocas algunos miles de millones de dólares -marcos alemanes- de forma secreta y repentina en el mercado de valores alemán. Si se actúa con rapidez y de inmediato, con la ayuda de expertos que tienen acceso a cuentas comerciales computarizadas, se pueden adquirir grandes sumas de dinero a crédito para desestabilizar un mercado ya debilitado. Para tomar el control de activos mucho mayores. Para comprar y vender con margen, para comprar y vender usando programas computarizados comerciales, a una velocidad sólo posible en la actual era de la computación.

– Pero, ¿para qué?

– ¿Para qué? -repetí-. Mira los resultados. Vogel y Stoessel están a punto de controlar Alemania. Truslow y los Sabios controlan la CIA…

– ¿Y?

– Y… no sé…

– ¿Pero a quién van a matar?

Yo no sabía la respuesta a esa pregunta. Pero sí sabía que había una fuga, que alguien se había enterado de muchas cosas sobre la conspiración de Truslow y su gente con Stoessel y su gente, la de Alemania con los Estados Unidos. Y esa persona, fuera quien fuera, estaba a punto de testificar frente al Subcomité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia, que estaba investigando la corrupción en la CIA. "Corrupción" manejada nada menos que por el nuevo director, nada menos que por Alexander Truslow.

Un testigo secreto iba a hacer estallar todo en dos días. Si él (o ella) no era asesinado antes…

En el aeropuerto de Echterdingen busqué una aerolínea privada y encontré un piloto que estaba por irse a casa para la noche. Le ofrecí el doble de lo que le daban normalmente para que me llevara a París y él se resignó, volvió a ponerse el uniforme, y nos llevó a un pequeño avión. Pidió permiso para aterrizar por anticipado, y después de un momento, despegamos.

A eso de las dos de la mañana, llegamos al Aeropuerto Charles de Gaulle, pasamos por la aduana a toda velocidad y tomamos un taxi a París. Nos bajamos en el Duc de Saint-Simon, sobre la calle Saint Simón, en el séptimo distrito, despertamos a la empleada que dormía en la recepción y le pedimos una habitación. A la empleada no le hizo gracia que la molestáramos a esa hora. Molly insistió en acompañarme a mi misión nocturna, pero en realidad no tenía muchas ganas, estaba medio descompuesta por el embarazo, y la disuadí con rapidez.

Para mí, París no era sólo una de las grandes capitales del mundo: se había transformado en el escenario de mis pesadillas más recurrentes. París no era la Ile de la Cité y la Rive Gauche y la calle Royale. Era la calle Jacob, esa calle estrecha, oscura, llena de ecos, donde habían muerto asesinados Laura y mi futuro hijo, y James Tobias Thompson III había quedado paralizado de por vida en una secuencia de hechos que se repetía y se repetía en mi mente, convertida en un rito grotesco y artificial. París se había transformado en sinónimo de tragedia.

Y sin embargo, allí estaba otra vez: no había tenido opción.

Ahora me descubrí en el pasillo que daba al estudio deprimente de un fotógrafo en un segundo piso sobre la calle Séze. Más abajo había frentes de negocios pintados de negro con carteles que decían sex shop y video y sexodromo y lingerie látex cuir y las cruces brillantes y verdes de la Grande Pharmacie de la Place.

Lo que parecía haber sido una vez un departamentito de un dormitorio se había convertido un poco al azar en una combinación desagradable de estudio fotográfico y negocio de alquiler de vídeos, de pornografía. Me senté sobre una silla de plástico a esperar que Jean terminara el trabajo. Jean -nunca supe su apellido y no me interesa conocerlo- tenía un negocio paralelo de producción de excelentes documentos falsos, pasaportes y licencias y permisos, sobre todo para operadores independientes y ladrones de poca monta. Yo había tenido la oportunidad de tratar con él varias veces durante mis meses en París, y me parecía confiable y bueno en lo suyo.

¿Podía confiar en él? Bueno, nada es seguro en esta vida. Pero Jean tenía todos los motivos del mundo para ser confiable. Su vida dependía de su reputación en cuanto a discreción y confiabilidad, y un solo acto de traición habría manchado esa reputación para siempre.

Yo me había pasado cuarenta y cinco minutos mirando una aburrida revista de cine y estaba harto de inspeccionar las cajas de vídeo vacías de los estantes. Había más fetiches e historias de los que yo me hubiera imaginado en la pornografía ("Golpes" y "Duro" y "Trisex" y otras desviaciones de las que nunca había oído hablar), y todo eso era fácil de conseguir en cajitas de vídeo.

Era más de medianoche. El fotógrafo había cerrado con llave la puerta de entrada y había corrido las persianas para impedir que molestara el escaso tránsito que había a esta hora de la noche. Desde la habitación interior, oí el crujido de las máquinas de revelado.

Por fin, apareció desde el cuarto oscuro. Era un hombrecito calvo con cara de mago, de aspecto demasiado maduro para su edad, ojos siempre preocupados y anteojos de aro de metal dorado. Olía a permanganato de potasio, una sustancia que usaba para envejecer artificialmente los documentos.

Voilá -dijo, apoyando los documentos en el mostrador con un gesto florido. Sonrió con orgullo. El trabajo no le había resultado difícil: había trabajado con los documentos que había preparado la CIA para mi esposa y para mí, reciclándolos, usando las mismas fotografías y alterando los números cuando le pareció necesario. Nos había provisto de un par de pasaportes canadienses y de dos pares de pasaportes estadounidenses. Molly y yo teníamos todos los documentos que podíamos necesitar como ciudadanos estadounidenses o canadienses.

Examiné los documentos con cuidado. Era un trabajo meticuloso. Y a un precio que era increíblemente alto, por supuesto. Pero yo no podía darme el lujo de protestar.

Asentí, le pagué y me fui a la calle. Ahí estaba el gemido de los neumáticos, el olor acre de los humos de los motores diesel. Incluso a esa hora de la noche, la gente vagaba por las calles de Pigalle buscando gratificaciones rápidas y baratas. Me crucé con una banda de zaparrastrosos, tal vez chicos de la universidad, vestidos a la última moda de los sesenta en Francia: camperas de cuero con inscripciones en inglés en blanco o marrón, carteles con tonterías como "American Fútbol" que parecían totalmente falsos, cabello largo, pantalones vaqueros enrollados y zapatos altos de aspecto ortopédico como los que usan las enfermeras Alguien pasó en una motocicleta enorme, una Honda África Twin 750

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