Joseph Finder - Poderes Extraordinarios

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En el mundo del espionaje, poderes extraordinarios es un término que se utiliza para referirse al permiso que se le otorga a un agente secreto de mucha confianza para que en circunstancias extremadamente especiales viole las órdenes de su empleador si es absolutamente necesario para cumplir el objetivo de una misión de suma importancia.
Poderes extraordinarios es una novela de suspenso escrita por un novelista catalogado como uno de los mejores escritores de thrillers del mundo, Joseph Finder, graduado en la universidad de Yale y Harvard.
La novela narra la historia de Ben Ellison, quien se encarga de investigar el accidente que terminó con la vida de su suegro, director de la CIA en el momento más exitoso de su carrera. Pero, aparentemente, no se trata de un accidente. Ben utilizará sus poderes de percepción extrasensorial para buscar al ex jefe de la KGB, el único que puede revelar la verdad. Pero mientras Ben lleva a cabo su investigación, un asesino le asecha.
Joseph Finder describe una conspiración concebida en el corazón de la inteligencia norteamericana. Una fortuna perdida, de origen soviético y habilidades parapsicológicas condimentan una trama muy atrapante.
El libro tiene un valor tremendo, es muy bueno. Además, su autor afirma que si bien ciertas cosas de la novela son parte de la ficción, la historia está basada en hechos históricos muy misteriosos y poco conocidos, pero existen registros muy interesantes que demuestran su veracidad. A medida que se avanza en la lectura, Joseph Finder presenta artículos periodísticos que respaldan su afirmación.
Se trata de una verdadera obra de arte, te la recomiendo.
Te dejo el link de la página oficial del autor para que encuentres más información si es de tu interés.

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– ¿Qué te olvidaste?

La tomé del brazo.

– Vamos.

Sacudí la cabeza, me di vuelta y caminé por la calle hacia el hotel. En el Austin, al que eché una mirada rápida y furtiva, había un joven de anteojos en un traje oscuro, que aceleró con rapidez y se perdió al fondo de la calle.-¿Te olvidaste los documentos o algo? -preguntó Molly cuando yo puse la llave en la cerradura. Me puse un dedo sobre los labios.

Ella me miró, preocupada.

Cerré la puerta y le puse llave. Luego tiré el maletín de cuero sobre la mesa. Le saqué los documentos, luego lo llevé a la luz, y vacié cada uno de los compartimientos, pasando los dedos por cada pliegue, revisándolo bien.

Molly formó una palabra con los labios: ¿Qué?

Yo dije en voz alta:

– Nos siguen.

Ella me miró, con una pregunta en los labios.

– No te preocupes, Molly. Ahora sí puedes hablar.

– Claro que nos siguen -dijo ella, exasperada-. Nos siguen desde…

– ¿Desde cuándo?

Ella se detuvo, frunció el ceño.

– No sé.

– Piensa. ¿Desde cuándo?

– Por Dios, Ben, tú eres…

– El experto, sí. Lo sé. Y sí, es cierto. Había alguien esperándome cuando llegué a Roma. Me siguieron en Roma, casi todo el tiempo. Los perdí en Toscana, creo.

– En Zúrich…

– Exactamente. Nos siguieron hasta el Banco y después también. Es probable que nos siguieran en Munich aunque es difícil de saber. Pero estoy segurísimo de que no me siguieron anoche.

– ¿Cómo lo sabes?

– Bueno, la verdad es que no puedo estar absolutamente seguro. Pero fui muy pero muy cuidadoso y caminé un rato antes de encontrarme con el de los documentos. Si hubo alguna indicación, no la vi, eso sí puedo decírtelo. Y estoy entrenado para ver esas señales. No importa lo mucho que te hayas dedicado a las patentes… ese entrenamiento no se olvida.

– ¿Qué me quieres decir con todo esto?

– Que te siguieron a ti.

– Ey, ¿entonces se supone que la culpa es mía? Nos fuimos juntos del aeropuerto, tomaste un taxi y lo hiciste dar veinte vueltas… dijiste que estabas seguro de que no nos seguían. Y yo no salí del hotel.

– A ver, dame tu cartera.

Ella me la dio y yo dejé caer el contenido sobre la cama. Ella me miraba, los ojos llenos de preocupación. Revisé todo con cuidado, inspeccioné la cartera misma, el forro y también las suelas y los tacos de los zapatos de los dos, aunque eso me parecía difícil porque nunca los habíamos dejado. No.

Nada.

– Supongo que soy como tu gato negro -dijo ella.

– Más bien como una campanilla en el cuello de una oveja -dije, distraído-. Ah.

– ¿Qué pasa?

Me le acerqué y le saqué la cadena del cuello, pasándola sobre su cabeza. Abrí la cajita de oro y miré adentro, el camafeo de marfil.

– Por Dios santo, Ben, ¿qué estás buscando? ¿Un micrófono o qué?

– Supuse que valía la pena mirar ahí también. -Empecé a devolvérselo pero en la mitad del gesto, se me ocurrió otra cosa.

Lo abrí de nuevo y miré con cuidado la tapa misma.

– ¿Qué dice la inscripción? -pregunté.

Ella cerró los ojos, tratando de recordar.

– Nada. La inscripción está atrás, afuera.

– Correcto -dije-. Y por eso fue tan fácil.

– ¿Fácil?

Yo llevaba una herramienta de joyero en mi llavero. La tomé e inserté el pequeñísimo destornillador en la tapa. Un disco de oro, del tamaño de una moneda de veinticinco centavos y de muy poco espesor. Al costado le colgaba un cablecito casi tan delgado como un cabello.

– No es un micrófono -dije-. Es un transmisor. Un artefacto en miniatura con un alcance de unos diez o quince kilómetros. Emite una señal.

Molly me miraba con la boca abierta.

– Lo tenías puesto cuando la gente de Truslow te capturó en Boston, ¿verdad?

Ella se tomó un rato para contestar.

– Sí…

– Y después, cuando te mandaron a Italia, ¿te lo devolvieron con el resto de las cosas?

– Sí…

– Bueno, entonces se entiende por qué querían que estuvieras conmigo. A pesar de todas las precauciones, siempre supieron dónde estábamos. Por lo menos, mientras lo tuviste puesto…

– ¿Y ahora también?

Yo le contesté despacio, porque no quería alarmarla más de lo necesario.

– Sí, podría decirse que saben dónde estamos ahora.

55

La pequeña Banque de Raspail, elegante, hermosa como una joya en el 128 del Boulevard Raspail en París, en el séptimo distrito, era un Banco mercantil privado muy chico. Parecía, poseer una clientela exclusiva de parisinos ricos, discretos, que deseaban un excelente servicio personal, y no les parecía posible conseguirlo en los Bancos abiertos a las masas, que no se bañan cuatro veces por día.

El interior era una propaganda de la exclusividad del lugar: no había ni un cliente a la vista. Y en realidad, no se parecía a un Banco. Alfombras pálidas de Aubusson cubrían el suelo; había sillas Biedermeier reunidas en grupos contra las paredes, tapizadas en seda muy cara; bustos frágiles de aspecto italiano y lámparas en forma de urna sobre mesas del mismo estilo. Grabados arquitectónicos en marcos dorados colgaban en cuadrantes precisos sobre las paredes, completando el efecto de elegancia, lujo y solidez. Yo, por supuesto, no habría puesto mi dinero en un Banco que gastaba tanto en decoración pero, claro, no soy francés.

Molly y yo sabíamos que operábamos bajo una terrible presión en cuanto al tiempo. Quedaban dos días hasta el asesinato y todavía no sabíamos quién era la futura víctima.

Y ahora ellos - ellos eran los agentes de Truslow y tal vez también los agentes que trabajaban para Vogel y el consorcio alemán- ya sabían dónde estábamos. Sabían que estábamos en París. Tal vez no supieran por qué, tal vez no supieran nada de la nota críptica de Sinclair en cuanto a la Banque de Raspail. pero sí sabían que estábamos en la ciudad por alguna razón.

Y aunque yo no me había permitido hablar del asunto con Molly, sabía que había grandes posibilidades de que nos mataran.

Era cierto que por mi habilidad síquica, yo valía mucho para la inteligencia estadounidense pero en ese momento, era, antes que nada, una amenaza. Sabía lo que estaba haciendo la gente de Truslow en Alemania, o por lo menos, parte de lo que hacían. No tenía pruebas documentales, ninguna prueba, nada sólido: si quería sacarlo todo a la luz, digamos llamando a The New York Times, nadie me creería. Pensarían que era un lunático de la peor clase. Pero por una cuestión de seguridad, Molly y yo teníamos que morir. Ese era el único camino lógico para la gente de Truslow.

Pero si lo conseguíamos… si determinábamos en menos de dos día quién iba a morir en Washington, si impedíamos el asesinato, si lo frustrábamos, si lo hacíamos público con testigo y todo, y dejábamos entrar la luz del sol por las ventanas de la conspiración… entonces sí estaríamos a salvo. Por lo menos, eso creía en ese entonces.

El reloj seguía marcando las horas.

¿Pero quién podía ser? ¿Quién era ese testigo sorpresa? ¿Un ayudante de Orlov, un ruso, alguien que sabía la verdad? ¿O tal vez un amigo de Hal Sinclair, alguien en quien Sinclair había confiado?

Incluso pensé brevemente en la posibilidad más extraordinaria de todas. ¿Toby? Después de todo, ¿quién sabía tanto como él? ¿Era Toby el que aparecería de pronto frente al Senado, y testificaría contra Truslow? ¿Era él el que haría volar la conspiración por los aires?

Ridículo. ¿Por qué hacerlo?

Asustados, en tensión, casi sin capacidad para seguir pensando, Molly y yo habíamos discutido en el Duc de Saint-Simon, hasta que finalmente se nos ocurrió un plan razonable. Teníamos que dejar el hotel tan pronto como fuera posible, en lo posible en menos de un minuto. Pero no podíamos dejar de ir al Boulevard Raspail: teníamos que ver qué había dejado allí su padre. No podíamos arriesgarnos a dejar de lado ninguna pieza del rompecabezas. Tal vez no conseguiríamos nada; la caja podía estar vacía; tal vez no habría ninguna caja a su nombre en el Banco. Pero teníamos que estar seguros. Siga el oro, me había pedido Orlov al morir. Lo habíamos hecho. Y las huellas del oro llevaban inexorablemente a ese banquito privado en París.

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