Joseph Finder - Poderes Extraordinarios

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En el mundo del espionaje, poderes extraordinarios es un término que se utiliza para referirse al permiso que se le otorga a un agente secreto de mucha confianza para que en circunstancias extremadamente especiales viole las órdenes de su empleador si es absolutamente necesario para cumplir el objetivo de una misión de suma importancia.
Poderes extraordinarios es una novela de suspenso escrita por un novelista catalogado como uno de los mejores escritores de thrillers del mundo, Joseph Finder, graduado en la universidad de Yale y Harvard.
La novela narra la historia de Ben Ellison, quien se encarga de investigar el accidente que terminó con la vida de su suegro, director de la CIA en el momento más exitoso de su carrera. Pero, aparentemente, no se trata de un accidente. Ben utilizará sus poderes de percepción extrasensorial para buscar al ex jefe de la KGB, el único que puede revelar la verdad. Pero mientras Ben lleva a cabo su investigación, un asesino le asecha.
Joseph Finder describe una conspiración concebida en el corazón de la inteligencia norteamericana. Una fortuna perdida, de origen soviético y habilidades parapsicológicas condimentan una trama muy atrapante.
El libro tiene un valor tremendo, es muy bueno. Además, su autor afirma que si bien ciertas cosas de la novela son parte de la ficción, la historia está basada en hechos históricos muy misteriosos y poco conocidos, pero existen registros muy interesantes que demuestran su veracidad. A medida que se avanza en la lectura, Joseph Finder presenta artículos periodísticos que respaldan su afirmación.
Se trata de una verdadera obra de arte, te la recomiendo.
Te dejo el link de la página oficial del autor para que encuentres más información si es de tu interés.

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Me di vuelta para mirarlo y le dije:

– Doctor Pasqualucci, mis fuentes me dicen que usted trata a cierto Vladimir Orlov, alguien de la Unión Soviética, y eso me concierne.

Esta vez me espetó las palabras.

– Como ya le dije… siéntase libre de ir a ver a otro cardiólogo. Hasta puedo recomendarle uno.

– Pero, doctor, lo único que digo es que me preocupa que el archivo del señor Orlov, o sus fichas, o algo parecido estén aquí en su consultorio. Supongo… Si hay un robo por… digamos, interés de parte de alguna agencia de inteligencia, ¿mis archivos y mis fichas también son vulnerables? Quiero saber qué precauciones personales toma usted.

El doctor Pasqualucci me miró como un halcón furioso, la cara toda roja, y yo empecé a recibir sus pensamientos con claridad sorprendente.

Una hora más tarde, ya estaba maniobrando el Lancia a través del tránsito ruidoso, enloquecido, ensordecedor, hacia las afueras de Roma, por la calle del Trullo, y después por la calle S. Guiliano, una sección desolada y moderna de la ciudad. Unos pocos metros más allá localicé el bar y me detuve.

Era uno de esos bares para todo uso, un bar con todo lo demás incluido, un edificio pintado de blanco con una puerta a rayas amarillas, muebles de jardín de plástico blanco apilados al frente, y un cartel de la marca de café Lavazza con la inscripción: ROSTICCERIA-PIZZERIA-PANINOTECA-SPAGHETTERIA.

Faltaban veinte minutos para las diez y el lugar estaba lleno de obreros y adolescentes en camperas de cuero, que tomaban algo en el bar. Un tocadiscos aullaba una vieja canción estadounidense que reconocí: Quiero bailar con alguien. Descubríque era Whitney Houston.

Mi contacto de la cia, Charles Van Aver -el hombre que me había llamado al hotel antes- no estaba allí. Era demasiado temprano y seguramente estaba en el auto, en el estacionamiento. Me senté en un banquito de plástico en la barra y pedí un Averna. Miré la multitud. Uno de los adolescentes jugaba a las cartas en un juego que parecía involucrar la necesidad de tirar las cartas contra la mesa. Una gran familia se había reunido alrededor de una mesa demasiado chica, a hacer un brindis. Nada de Van Aver y -excepto yo- todos parecían pertenecer a ese medio.

En el consultorio del cardiólogo había confirmado definitivamente lo dicho por el doctor Mehta: que una persona bilingüe piensa en los dos lenguajes, una especie de mezcla extraña. Los pensamientos del doctor Pasqualucci eran una mezcla retorcida, una fusión de italiano e inglés.

Mi italiano no era fluido pero bastaba para permitirme entender lo que pensaba.

Escondida en el suelo de su depósito, una pequeña habitación que evidentemente contenía elementos de limpieza, escobas y cepillos, papel de fotocopias, discos de computadora, cintas de máquinas de escribir y cosas semejantes, había una caja de seguridad reforzada con cemento. Tenía muestras de sustancias secretas, archivos de un desagradable caso de mala práctica en el que había estado involucrado hacía diez años y varios ficheros de pacientes. Esos pacientes eran políticos italianos de primer nivel, y de partidos rivales, el jefe ejecutivo de uno de los grandes imperios automotrices de Europa, y Vladimir Orlov.

Mientras el doctor Pasqualucci me ponía el estetoscopio en el pecho y escuchaba, yo agonizaba dilucidando cómo podía hacerle pensar el número de combinación de la caja, y cómo podría llegar a ella, cuando de pronto, oí algo, un zumbido no del todo claro, una onda corta de radio que venía hacia mí y a veces se desvanecía, y las palabras:

Volte-Basse

y Castelbianco

Y otra vez: Volte-Basse… Castelbianco y Orlov…

Y supe que eso era lo único que necesitaba.

Pero Van Aver no había aparecido. Yo tenía su fotografía en mi memoria: un hombre grande, de cara roja, un sureño bebedor de sesenta y ocho años. Usaba el cabello blanco tan largo que se le curvaba sobre el cuello, por lo menos en las últimas fotos de la Agencia. Tenía la nariz grande y marcada por venas, propio de los alcohólicos. Un alcohólico, decía Hal Sinclair, es una persona que bebe más o menos lo mismo que tú y que no te cae bien.

A las diez y cuarto, pagué la cuenta y me deslicé hacia afuera por la puerta del frente del bar restaurante. El estacionamiento estaba oscuro pero vi la variedad típica de Fiat Pandas, Fiat Ritmos, Ford Fiestas, Peugeots y un Porsche negro. Después de los ruidos del bar, me gustaba la quietud del estacionamiento oscuro. Respiré una vez el aire frío que parecía más limpio y más tonificante en esa parte de Roma.

En la última fila de autos había un Mercedes brillante color oliva, licencia de Roma 17017. Y ahí estaba, dormido en el asiento del conductor, tirado hacia adelante, como un viejo. Yo hubiera esperado que tuviera el motor encendido, que estuviera impaciente por llevarme a Toscana en el viaje de tres horas de autopista, pero no, el auto estaba a oscuras. Y la luz del interior tampoco estaba encendida. Van Aver, supuse, dormía en las vastas cantidades de alcohol que según su ficha personal era su costumbre consumir. Un alcohólico, sí, pero un hombre que conocía a todos, que se movía bien en muchos medios. Por esas cualidades, se le toleraban sus pecadillos.

El parabrisas estaba empañado. Cuando me acerqué pensé en si sería prudente insistirle en manejar yo mismo o si lo ofendería en su ego. Me deslicé dentro del auto y traté de oír sus pensamientos, algo que se había convertido en un acto casi automático. Quería oír esos fragmentos interesantes de la gente que duerme.

Pero no había nada. Un silencio completo. Me pareció extraño, ilógico…

… y un segundo después, me sacudió una ola vertiginosa y desesperada de adrenalina.

Vi cómo se curvaba el largo cabello blanco de Van Aver contra su cuello, contra el suéter de cuello alto color azul marino, la boca abierta en lo que parecía un ronquido y debajo, el cuello abierto de un extremo al otro, grotesco. Una mancha terrible de color rojo oscuro se le deslizaba por las solapas de la chaqueta; el cuello pálido, arrugado, seguía soltando el lago rojo de sangre que mis ojos al principio se negaban a aceptar. Vi que estaba muerto y salté para salir del auto cuanto antes.

32

Corrí hacia la calle del Trullo, con el corazón en la boca, y encontré allí el auto alquilado. Estuve manoseando la llave un rato hasta que finalmente conseguí abrirlo y hundirme en el asiento delantero. Respiré despacio, una y otra vez, hasta que conseguí tranquilizarme.

El problema era que de pronto me habían arrojado otra vez a la época de la pesadilla, estaba otra vez en París. Descubrí que recordaba cosas todo el tiempo, casi como en un caleidoscopio. Me volvía a la mente la calle Jacob, los dos cuerpos, uno de ellos el de mi amada Laura… una y otra y otra vez.

Sea cual sea la mística del trabajo clandestino de inteligencia, generalmente no incluye asesinatos ni acciones violentas. Esos momentos son las excepciones, nunca la regla, y aunque en el escenario de la Guerra Fría, todos estábamos entrenados para enfrentarnos con eventuales derramamientos de sangre, la sangre en sí casi nunca entraba en nuestras vidas.

La mayor parte de los que trabajan en la clandestinidad ven muy poca violencia durante sus carreras; mucho estrés y mucha ansiedad, sí, pero muy poca violencia directa. Y cuando la encuentran, si la encuentran, reaccionan como cualquier otra persona: todo eso les da asco, los llena de repulsión, se dejan dominar por el instinto del tipo de pelea-o-huida. La mayoría de los agentes que tiene la mala suerte de encontrarse con mucha sangre al comienzo de la carrera se quema pronto y se retira en pocos años.

Pero a mí me pasaba algo distinto. La exposición a la sangre y a la violencia tocaba un resorte muy adentro en mi interior. Apagaba algo: el horror esencial de todo ser humano frente a la violencia. En lugar de horrorizarme, me convertía en una persona furiosa, decidida, lógica, tranquila. Era como si me dieran un sedante por vía intravenosa.

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