– Posible. Aunque tal vez, sé que no va a gustarte, pero hay que pensarlo… tal vez Sinclair era uno de ellos. Uno de los así llamados Sabios. Y tal vez hubo un desertor o algo así.
– Esa es una teoría -dije con frialdad-. Debe de haber otras.
– Sí. Tal vez Sinclair hizo un trato con Orlov, algo que tenía que ver con muchísimo dinero. Y Orlov, por avaricia o miedo, lo hizo matar. Después de todo, ¿no sería lógico que esos rufianes de Alemania del Este y Rusia hicieran algo así por su viejo jefe?
– Necesito hablar con Alex Truslow.
– No podemos comunicarnos con él. No está disponible.
– Está en Camp David. Y sé que se puede llegar a él.
– Está en tránsito, Ben. Si tienes que hablarle, prueba mañana. Pero no hay tiempo que perder. Este es un asunto urgente.
– Te piensas quedar con Molly, ¿eh? ¿Hasta que yo te entregue los bienes que me pides?
– Ben, estamos desesperados. Las cosas son demasiado vitales. -Respiró hondo. -No fue idea mía. Discutí con Charles Rossi por esto, gritamos incluso.
– Pero ahora estás de acuerdo.
– La tratan muy bien. Eso te lo juro. Ella puede confirmarlo. El hospital sabe que la llamaron por un asunto familiar de urgencia. Lo único que va a pasarle es que van a obligarla a tomar un lindo descanso de unos días. Lo necesita.
Sentí que me corría la adrenalina por el cuerpo y tuve que luchar conmigo mismo para conservar la compostura.
– Toby, creo que fuiste tú el que me dijo una vez que cuando un hormiguero está bajo ataque, las hormigas no envían a los jóvenes machos como soldados. Envían a las mujeres viejas, me dijiste. Porque si ellas mueren, no tiene importancia. Eso se llama altruismo: es mejor para la colonia, ¿cierto?
– Haremos todo lo que podamos para protegerte.
– Dos condiciones -dije.
– ¿Sí?
– Primero, es lo único que voy a hacer. Para ustedes o para cualquier otro. No pienso transformarme en conejito de Indias ni en el chico de los mandados ni en ninguna otra cosa. ¿Comprendido?
– Comprendido -dijo él, la voz firme-. Aunque espero que podamos convencerte más adelante.
No le presté atención.
– Y segundo, van a recibir la información cuando suelten a Molly. No antes. Yo voy a fijar términos y métodos. Este es mi juego y yo pongo las reglas.
– Eso no es razonable -dijo Toby, la voz más fuerte.
– Tal vez, pero ese punto no es negociable.
– No voy a permitirlo. Está contra todas las reglas de procedimiento,
– Acéptalo, Toby.
Otra larga pausa.
– Mierda, Ben. De acuerdo.
– Entonces, tenemos un trato.
Él puso las manos sobre la mesa, frente a mí.
– Te llevaremos a Roma en un par de horas -dijo-. No hay ni un minuto que perder.
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Asesinan al l í der del
Partido Nacional Socialista alem á n
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POR ISAAC WOOD
DEL NEW YORK TIMES SERVICE
Bonn- Jurgen Krauss, el feroz presidente del renacido Partido Nazi de este país, principal contendiente en la carrera por la cancillería, fue asesinado a tiros esta mañana. Nadie se ha adjudicado la autoría del hecho. Eso sólo deja a dos hombres en carrera, los dos considerados de centro. A pesar de que todos expresaron sus condolencias por la muerte violenta del señor Krauss, los diplomáticos también manifestaron cierto alivio…
Yo había estado en Roma vanas veces, y nunca me había gustado. Italia es sin duda alguna uno de mis países favoritos, tal vez el favorito, pero Roma siempre me pareció sucia, congestionada y desalentadora Hermosa, sí -el Campidoglio de Michelangelo, San Pedro, la Villa Borghese, la Via Veneto, todos son impresionantes cada uno a su manera, antiguos, lujosos, opulentos, maravillosos-, pero también amenazadora, terrible a su modo. Y vaya uno donde vaya por la ciudad, siempre termina frente al monumento a Víctor Emanuel II, esa estructura espantosa en forma de máquina de escribir, de mármol blanco de Brescia, rodeada de tránsito maligno en la plaza Venecia Mussolini hablaba desde esos balcones y yo prefiero evitarlos si puedo
El día que llegué la lluvia caía con fuerza y hacía un frío desagradable Los taxis detenidos frente al aeropuerto internacional en Fiumicino parecían demasiado solitarios para aventurarse directamente hacia ellos
Así que busqué un bar y pedí un caffé lungo, lo saboreé por un rato, sintiendo cómo la cafeína luchaba contra el cansancio del vuelo Había entrado en el país con un pasaporte falso, provisto por esos magos de la documentación que conforman la sección de Servicios Técnicos de la cía (en cooperación con el Servicio de Inmigración y Naturalización de los Estados Unidos, debo decir)
Según ese pasaporte, yo era Bernard Masón, hombre de negocios estadounidense que venía por un extraño arreglo con la subsidiaria italiana de la corporación en la que trabajaba El pasaporte que me habían dado estaba muy usado y el efecto era admirable Si no hubiera sabido de dónde venía, habría pensado que lo habían usado en muchos viajes internacionales y que su dueño había sido un hombre desprolijo Pero estaba preparado así y en realidad, era nuevo
Pedí un segundo caffé lungo y un cornetto y caminé hacia el baño Era un lugar simple, negro y blanco, y muy limpio. Contra una pared, debajo de un espejo, había una fila de piletas; del otro lado, cuatro retretes con las puertas pintadas de negro brillante, altas, del piso al cielo raso. El de la izquierda estaba ocupado, y aunque el del centro estaba libre, me quedé un rato en la pileta, me lavé las manos, la cara y me peiné hasta que se abrió la puerta del retrete izquierdo. Salió un árabe diminuto, que se ajustó el cinturón contra la panza. Se fue sin lavarse las manos y yo entré en el compartimiento que había dejado y lo cerré con llave.
Bajé el asiento, me trepé sobre él y estiré la mano hasta el compartimiento de plástico cerca del techo. Se abrió con facilidad y tal como me habían prometido, ahí estaba: un bulto gordo, un sobre de manila que contenía una caja de cincuenta cartuchos automáticos para pistola Colt.45 y una hermosa pistola.45 color mate, Sig-Sauer 220, totalmente nueva y brillante del aceitado de fábrica, todo envuelto en trapos de algodón. Yo creo que la Sig es la mejor pistola que existe. Tiene miras nocturnas, cañón de cuatro pulgadas, seis ranuras, y pesa unos setecientos cuarenta gramos. Esperaba no tener que usarla.
Mi humor era un desastre. Había jurado no volver nunca a ese juego horrible, y ahí estaba. Una vez más, tendría que buscar el lado violento, oscuro de mi personalidad, que creía haber enterrado de una vez para siempre.
Envolví la pistola de nuevo, la deslicé dentro de mi bolso y dejé el sobre en el compartimiento.
Pero apenas me fui caminando hacia los taxis, sentí que algo andaba mal. Una presencia, una persona, un movimiento. Los aeropuertos son lugares caóticos, inquietos, hervideros de personas, y por lo tanto, perfectos para vigilar. Me estaban observando. Lo sentí. No puedo decir que lo oí ni que leí a alguien, demasiada gente, demasiados pensamientos, una Babel de lenguas extranjeras y mi italiano no es muy bueno. Pero lo sentí. Mis instintos, tan bien afinados en un tiempo, tan desusados luego, volvían lentamente a tomar el control.
Había alguien siguiéndome.
Un hombre compacto, robusto, de unos treinta o cuarenta años, en una chaqueta deportiva verde grisácea. Cerca de la farmacia, la cara escondida tras una copia del Corriere della sera.
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