Joseph Finder - Poderes Extraordinarios

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En el mundo del espionaje, poderes extraordinarios es un término que se utiliza para referirse al permiso que se le otorga a un agente secreto de mucha confianza para que en circunstancias extremadamente especiales viole las órdenes de su empleador si es absolutamente necesario para cumplir el objetivo de una misión de suma importancia.
Poderes extraordinarios es una novela de suspenso escrita por un novelista catalogado como uno de los mejores escritores de thrillers del mundo, Joseph Finder, graduado en la universidad de Yale y Harvard.
La novela narra la historia de Ben Ellison, quien se encarga de investigar el accidente que terminó con la vida de su suegro, director de la CIA en el momento más exitoso de su carrera. Pero, aparentemente, no se trata de un accidente. Ben utilizará sus poderes de percepción extrasensorial para buscar al ex jefe de la KGB, el único que puede revelar la verdad. Pero mientras Ben lleva a cabo su investigación, un asesino le asecha.
Joseph Finder describe una conspiración concebida en el corazón de la inteligencia norteamericana. Una fortuna perdida, de origen soviético y habilidades parapsicológicas condimentan una trama muy atrapante.
El libro tiene un valor tremendo, es muy bueno. Además, su autor afirma que si bien ciertas cosas de la novela son parte de la ficción, la historia está basada en hechos históricos muy misteriosos y poco conocidos, pero existen registros muy interesantes que demuestran su veracidad. A medida que se avanza en la lectura, Joseph Finder presenta artículos periodísticos que respaldan su afirmación.
Se trata de una verdadera obra de arte, te la recomiendo.
Te dejo el link de la página oficial del autor para que encuentres más información si es de tu interés.

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Cinco: Rossi no estaba seguro de que su experimento hubiera tenido éxito en mí. Por lo tanto, yo estaba a salvo mientras no dejara que se supiera lo que me había pasado.

Seis: Que me atraparan era sólo cuestión de tiempo. Y yo no conocía sus propósitos ulteriores para mí.

Siete: Seguramente, mi vida cambiaría por completo. Estaba en peligro.

Miré el reloj y me di cuenta de que había caminado demasiado tiempo. Volví hacia la oficina.

Diez minutos después estaba otra vez en Putnam amp; Stearns, con unos pocos minutos de descanso antes de la cita. Por alguna razón, recordaba una y otra vez la cara del senador que había visto en el noticiero de la CNN. Senador Mark Sutton (Distrito de Columbia), asesinado a balazos. Ahora me acordaba: el Senador era presidente del Subcomité Seleccionado del Senado sobre Inteligencia. Y… acaso fue hace quince años… Había sido subdirector de la CIA, antes de que lo llamaran a cubrir una vacante en el Senado, y luego lo eligieron por sus propios méritos dos años después.

Y…

Y era uno de los más viejos amigos de Hal Sinclair. Su compañero de habitación en la Universidad de Princeton. Habían entrado en la CIA juntos.

Eran ya tres los muertos de la CIA: Hal Sinclair y dos de sus más íntimos confidentes.

Las coincidencias, creo yo, se dan en todas partes menos en inteligencia.

Llamé a Darlene y le pedí que hiciera pasar a mi cliente de las cuatro en punto.

14

Mel Kornstein entró en la habitación. Se había puesto un traje de Armani que parecía comprado al por mayor. No hacía casi ningún esfuerzo por ocultar su alegría. Su corbata plateada estaba manchada con una media luna amarilla de algo que tal vez era huevo.

– ¿Dónde está ese imbécil? -preguntó, dándome una mano húmeda y mirando mi oficina.

– Frank O'Leary llegará en unos quince minutos. Lo cité antes porque quería que tuviéramos tiempo de revisar algunas cosas entre los dos.

Frank O'Leary era el "inventor" de SpaceTime, el juego de computadora que era copia exacta del sorprendente SpaceTron de Mel Kornstein. Él y su abogado, Bruce Kantor, habían aceptado una reunión para iniciar el análisis de algún tipo de acuerdo. Normalmente, eso quería decir que se daban cuenta de que les convenía llegar a un acuerdo, que sabían que perderían si iban a juicio. Un juicio, dicen los abogados, es una máquina en la que uno entra siendo chancho y sale convertido en jamón ahumado. Pero yo sabía que siendo como eran, también era posible que vinieran sólo como muestra de cortesía. O para mostrar su confianza de gladiadores y tratar de sacudirnos un poco.

No me sentía en mi mejor momento. En realidad -aunque ya casi no me dolía la cabeza- me costaba mucho pensar y Mel Kornstein se dio cuenta de eso.

– ¿Está usted conmigo, abogado? -preguntó, como quejándose, en un momento en que se dio cuenta de que yo había perdido el hilo de su argumentación.

– Sí, estoy con usted -dije, tratando de concentrarme. Había descubierto que si no quería leer los pensamientos de una persona, no lo hacía. Ahí, sentado con Kornstein, me había dado cuenta de que no me sentía bombardeado por pensamientos que cubrieran el sonido de la conversación, lo cual hubiera sido intolerable. Lo podía escuchar con tranquilidad, normalmente, y si quería "leerlo", podía enfocar la mente, decidir que lo haría.Obviamente, no es fácil de describir, pero es lo mismo que le pasa a una madre que distingue la voz de su hijo que juega en la playa entre las de docenas de chicos que juegan con él. Es un poco como escuchar la multitud de voces de una fiesta, algunas más audibles que otras. O tal vez es más exacto decir que es lo que nos pasa cuando hablamos en un teléfono inalámbrico y oímos el fantasma de las conversaciones de otros. Si uno hace el esfuerzo, oye la conversación ajena con toda claridad, pero si quiere, puede concentrarse en la suya.

Así que me descubrí escuchando la voz de Kornstein, que se alzaba cuando estaba furioso, y caía cuando se desesperaba. Por suerte, retomé un poco el hilo para cuando llegaron O'Leary y Kantor. O'Leary era alto, pelirrojo, de treinta años, con anteojos; Kantor era chiquito, compacto, de cerca de cincuenta, y medio pelado. Se acomodaron en mi oficina hundiéndose en las sillas, como si fuéramos todos viejos amigos.

– Ben -dijo Kantor, como saludo.

– Me alegro de verlo, Bruce. -El viejo discurso de amigotes entre abogados.

En ese tipo de reunión, sólo los letrados hablan. Los clientes, si es que aparecen, están únicamente para servir de referencia. Se supone que deben guardar silencio. Pero Mel Kornstein estaba sentado allí, furioso, y se negaba a darle la mano a nadie y no podía dominarse.

– Dentro de seis meses va a estar lavando platos en McDonald's, O'Leary -no pudo dejar de decir-. Espero que le guste el olor a fritanga.

O'Leary sonrió con calma y miró a Kantor con ojos que decían: ¿Piensa manejar a este lunático o no? Kantor me miró a mí y yo dije:

– Por favor, Mel, deje que Bruce y yo nos encarguemos de esto.

Mel cruzó los brazos y se hundió en la silla, rabioso.

El punto real de la reunión era determinar algo muy simple: ¿había visto Frank O'Leary un prototipo del SpaceTron mientras "desarrollaba" el juego SpaceTime? La similaridad de los juegos no estaba en duda. Pero si podíamos probar sin lugar a dudas que O'Leary había visto un SpaceTron en algún momento antes de que su inventor lo sacara al mercado, ganábamos. Era simple.

O'Leary sostenía que la primera vez que había visto un SpaceTron estaba en un negocio de venta de software. Kornstein estaba convencido de que O'Leary había conseguido un prototipo primitivo del juego, de manos de uno de los ingenieros electrónicos de su planta, alguien que se lo había vendido, aunque no podía probarlo. Y ahí estaba yo, tratando de luchar con Bruce Kantor, ese pendenciero.

Después de media hora, Kantor seguía con las quejas sobre prácticas injustas y restricciones a la ley del mercado libre. A mí me estaba costando mucho concentrarme en esa línea de argumentación. Desde la mañana, estaba medio perdido. Por otra parte, sabía que Kantor estaba tratando de perder el tiempo. Ni él ni su cliente iban a ceder ni un ápice.

Pregunté, por tercera vez:

– ¿Puede decir con toda certeza que ni su cliente ni sus empleados tuvieron acceso a ninguno de los trabajos de desarrollo que se realizaban en la firma del señor Kornstein?

Frank O'Leary siguió sentado, impasible, con los brazos cruzados, la mirada aburrida, y dejó que su abogado hiciera el trabajo pesado. Kantor se inclinó hacia adelante, sonrió con su sonrisita engañosa y dijo:

– Creo que con eso está usted tocando el fondo de la olla, Ben. Si no tiene nada más…

Y entonces oí, en ese tono suave que había empezado a reconocer, la voz de Frank O'Leary. Casi no podía distinguirla, pero llevé la cabeza hacia adelante y fingí consultar mi libreta. Lo que realmente hice fue concentrarme para oír eso y separarlo de la charla de Kantor.

Ira Hovanian, decía O'Leary.

Por Dios, si Hovanian dice algo…

– Ah, Bruce -dije-, tal vez su cliente quiera decirnos algo de un tal Ira Hovanian…

Kantor frunció el ceño, pareció enojarse y dijo:

– No sé de qué está…

Pero O'Leary lo tomó inmediatamente del brazo y le susurró algo al oído. Kantor me miró, intrigado por un momento, después giró en redondo y susurró algo más.

Consulté la libretita amarilla y volví a inclinar la cabeza y a escuchar, pero en ese momento, Kornstein me tocó en el hombro.

– ¿Qué tiene que ver Ira Hovanian con todo esto? -susurró-. ¿Y cómo se enteró usted de que existe Ira Hovanian?

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