Alex Kava - Bajo Sospecha

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– ¿Qué?

– He encontrado la habitación donde lo tenía. Vi el abrigo de Timmy.

– Entonces, hay que encontrarlo -intentó ponerse en pie, pero volvió a caer en los brazos de Nick.

– Creo que hemos llegado demasiado tarde, Maggie -lo oyó decir con la voz anudada-. También he visto… Había una almohada ensangrentada.

Maggie apoyó la cabeza en el pecho de Nick y escuchó los latidos, la respiración entrecortada.

– Dios mío, Maggie, estás desangrándote. Hay que llevarte al hospital. No pienso perder a dos seres queridos en una misma noche.

La incorporó mientras él se ponía en pie a duras penas, todavía tambaleándose un poco. Maggie se aferró a él mientras trataba de ponerse de rodillas. Sentía feroces puñaladas de dolor, abrasadoras y desgarradoras, como agujas de cristal candente. Mientras se apoyaba en el brazo de Nick, se preguntó si habría oído mal. ¿Realmente acababa de decir que la quería?

– No, Maggie. Déjame que te lleve en brazos al Jeep.

– He visto cómo caminabas, Morrelli. Prefiero arriesgarme yendo por mi propio pie -se enderezó y apretó los dientes para soportar el dolor.

– Apóyate en mí.

Ya casi estaban en el Jeep cuando Maggie se acordó de la caja.

– Nick, espera. Tenemos que volver.

Christine contemplaba las estrellas. No tardó en encontrar la Osa Mayor. Era lo único que sabía reconocer en el cielo nocturno. Sobre el suave lecho de nieve y bajo la cálida aunque áspera manta de lana, apenas se percataba de que yacía en el borde de la carretera. Si conseguía dejar de escupir sangre, tal vez podría dormir.

La realidad volvió a ella con fogonazos de dolor y de recuerdos. Eddie acariciándole el pecho. Metal aplastándose contra sus piernas, aplastándole el pecho. Y Timmy, Señor, Timmy. Notó el sabor dulce de las lágrimas y se mordió el labio para contenerlas. Intentó incorporarse, pero su cuerpo se negaba a escuchar, no lograba comprender las órdenes. Le costaba trabajo respirar. ¿Por qué no podía dejar de respirar, al menos, durante unos minutos?

Las luces surgieron de la nada, doblaron la curva y sé abalanzaron sobre ella. Oyó el chirrido de los frenos. La grava acribilló el metal, los neumáticos patinaron. La luz la cegaba. Cuando dos sombras alargadas salieron del vehículo y se acercaron a ella, imaginó a alienígenas con cabezas abultadas y ojos saltones. Después, comprendió que eran los sombreros lo que les agrandaba la cabeza.

– Christine. Cielos, es Christine.

Sonrió y cerró los ojos. Nunca había oído aquella clase de miedo y pánico en la voz de su padre. ¡Qué tonta era por sentirse tan complacida!

Y cuando su padre y Lloyd Benjamín se arrodillaron junto a ella, lo único que se le ocurrió decir fue:

– Eddie sabe dónde está Timmy.

Nick intentó convencer a Maggie para que se quedara en el Jeep. Ya habían cortado la hemorragia, pero había perdido mucha sangre y apenas podía mantenerse en pie ella sola. Quizá, hasta estaba delirando.

– No lo entiendes, Nick -siguió protestando. Él se sentía tentado a levantarla en brazos y arrojarla al interior del Jeep. Ya era terrible que no le dejara llevarla al hospital.

– Iré a mirar lo que hay en esa estúpida caja -dijo por fin-. Tú espera aquí.

– Nick, no -le hundió los dedos en el brazo con una mueca de dolor-. Podría ser Timmy.

– ¿Qué?

– En la caja.

Aquella posibilidad tuvo el impacto de un puñetazo. Se apoyó en el capó del Jeep, víctima de una repentina debilidad.

– ¿Por qué haría una cosa así? -logró decir, aunque se le cerraba la garganta. No quería imaginar a Timmy embutido en una caja-. No es su estilo.

– Lo que está en la caja podría estar ahí para mí.

– No te entiendo.

– ¿Te acuerdas de su última nota? Si sabe lo de Stucky, podría estar copiando sus hábitos. Nick, Timmy podría estar dentro de esa caja y, en ese caso, no deberías verlo.

Se la quedó mirando. Tenía la cara manchada de sangre y tierra, y el pelo lleno de telarañas. Apretaba sus hermosos labios a fin de contener el dolor, y encogía los hombros suaves y lisos en su intento de mantenerse en pie. Y, aun así, quería protegerlo.

Nick giró sobre los talones y empezó a subir la loma.

– Nick, espera.

No le hizo caso. Ella no lo seguiría, no podría hacerlo sin su ayuda.

Vaciló en la entrada de la cueva. Después, se obligó a bajar los peldaños. El hedor impregnaba toda la oquedad. Encontró una barra de acero y el revólver de Maggie, y se guardó éste en el bolsillo de la chaqueta. Después, con la barra y la linterna bajo el brazo, levantó la caja y subió despacio los peldaños. Los músculos se negaban a obedecerlo, pero aguantó hasta que salió del agujero infernal y pudo respirar otra vez aire fresco.

Maggie estaba allí, esperando, apoyada en una lápida. Estaba aún más pálida que antes.

– Déjame -insistió, alargando el brazo hacia la barra.

– Puedo hacerlo, Maggie -Nick introdujo la barra debajo de la tapa y empezó a usarla como palanca. Los clavos chirriaron y resonaron en la negrura silenciosa. A pesar de la brisa y del frío, el hedor de la muerte dominaba los sentidos. En cuanto la tapa cedió, volvió a vacilar. Maggie se acercó, alargó el brazo y abrió la caja.

Los dos dieron un paso atrás, pero no fue por el hedor. Cuidadosamente guardado y envuelto en una tela blanca se encontraba el delicado cuerpo de Matthew Tanner.

Timmy no tenía adonde huir ni dónde esconderse. Resbaló por la orilla, acercándose al agua. ¿Podría cruzar el río a nado, flotar corriente abajo? Examinó las aguas negras y tempestuosas que corrían veloces junto a él. La corriente era demasiado fuerte, demasiado rápida y demasiado fría.

El desconocido se había detenido para terminarse el cigarrillo, pero no había alterado su rumbo. En el silencio, Timmy lo oía balbucir para sí, pero no podía descifrar lo que decía. De vez en cuando, daba patadas a las piedras para arrojarlas al agua, salpicando a Timmy.

Tendría que probar a refugiarse otra vez en el bosque. Al menos, allí podría esconderse. No sobreviviría si se zambullía; los estremecimientos de frío ya casi eran convulsiones El agua sería aún peor.

Timmy levantó un poco la cabeza. El desconocido estaba encendiendo otro cigarrillo. Aquél era el momento de echar a correr. Se abrió paso por la ribera, arrojando piedras y tierra al agua a su paso, ruidos explosivos que lo delataban. Ni siquiera había alcanzado la carretera cuando el tobillo le falló. Cayó a cuatro patas, se puso en pie a duras penas y, de pronto, se elevó por los aires. Pataleó y arañó el brazo que le rodeaba la cintura. Otro brazo le ciñó el cuello.

– Tranquilízate, mocoso.

Timmy empezó a chillar y a aullar. El brazo se cerró aún más en torno a él, dejándolo sin aire, ahogándolo. Cuando el coche apareció en la carretera serpenteante, el desconocido siguió inmovilizando a Timmy. El coche se detuvo delante de ellos, pero el desconocido no hizo ademán de moverse ni de huir. Los faros cegaban a Timmy, pero reconoció al ayudante Hal. ¿Por qué no lo soltaba el desconocido? El cuello le dolía mucho. Volvió a clavarle las uñas en el brazo. ¿Por qué no salía huyendo?

– ¿Qué está pasando aquí? -inquirió el ayudante Hal. El y otro ayudante salieron del coche y se acercaron despacio. Timmy seguía sin comprender por qué no desenfundaban sus pistolas. ¿No se daban cuenta de lo que pasaba? ¿No sabían que el desconocido lo estaba lastimando?

– Encontré al niño escondido en el bosque -les dijo el desconocido, alborozado, orgulloso-. Se podría decir que lo he rescatado.

– Ya lo veo -dijo el ayudante Hal.

No, era mentira. Timmy quería decirles que era mentira, pero no podía respirar, no podía hablar con aquel brazo asfixiándolo. ¿Por qué ponían caras de creer al desconocido? Era el asesino. ¿Por qué no se daban cuenta?

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