Alex Kava - Bajo Sospecha
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– ¿Es que no lo sabe?
Sintió la presión creciente de la hoja. Maggie tomó aire y reprimió el impulso de tragar saliva mientras otro reguero de sangre se deslizaba por su cuello, entre sus senos.
– Eso ha sido una insolencia -la regañó.
– Lo siento -dijo Maggie con cuidado, sin mover la boca ni la barbilla. Podía hacerlo; podía seguirle el juego. Debía mantener la calma, equilibrar aquella lucha-. El mal olor me está mareando. ¿No podríamos hablar de esto fuera?
– No, lo siento. Ése es el problema. Mucho me temo que no va a salir de aquí. ¿Qué le parece su nuevo hogar? -le hizo darse la vuelta para que examinara el agujero con la linterna lápiz mientras el cuchillo le arañaba la piel-. ¿O debería decir su tumba?
El hielo volvió a propagarse por sus venas. Tranquila, necesitaba mantenerse tranquila. Si lograba desechar la imagen de Albert Stucky abriéndole el abdomen… Si lograba hacer que aquel chiflado redujera la presión… Una pequeña sacudida y estaría notando el sabor del metal en la boca.
– Da igual… que se deshaga de mí -dijo despacio-. En la oficina del sheriff saben quién es usted. No tardarán en aparecer.
– Vamos, agente O'Dell, no use faroles conmigo. Sé que le gusta hacer las cosas por su cuenta. Por eso se metió en líos con el señor Stucky, ¿no? Y lo único que tiene de mí es su absurdo perfil psicológico. Imagino lo que dice. Mi madre abusaba de mí cuando era pequeño, ¿verdad? Me convirtió en un marica, así que ahora asesino a niños pequeños -el intento de risa sonó como la carcajada aguda de un maníaco.
– En realidad, no creo que su madre abusara sexualmente de usted -se devanaba los sesos con frenesí para recordar la escueta historia familiar que había encontrado sobre el padre Keller. Sí, su madre lo había criado sola, al igual que las madres de sus víctimas. Pero había muerto cuando Keller era todavía joven… un accidente fatal. ¿Por qué no lograba recordar los detalles? ¿Por qué le costaba tanto trabajo pensar? Era el hedor, la presión del cuchillo, el tacto de su propia sangre-. Creo que lo quería -prosiguió Maggie al ver que él guardaba silencio-.Y que usted la quería a ella. Pero sí que abusaron sexualmente de usted -una contracción nerviosa le indicó que estaba en lo cierto-. Un pariente… quizá un amigo de su madre… No, un padrastro -recordó de repente.
El cuchillo se le escurrió, sólo unos milímetros, pero lo bastante para dejarla respirar. Estaba tranquilo, esperando, escuchando. Maggie tenía su atención. Era su oportunidad.
– No, no es homosexual, pero su padrastro lo hizo dudar de sí mismo, ¿verdad? Le hizo pensar que, tal vez, podía serlo.
El brazo que le rodeaba la cintura se relajó, y Maggie advirtió que empezaba a respirar rápidamente.
– No mata a niños pequeños para divertirse. Intenta sal-varios porque le recuerdan a ese niño asustado y vulnerable de su pasado. Le recuerdan a usted. ¿Cree que, salvándolos a ellos, podría salvarse usted?
El silencio se prolongaba. ¿Habría ido demasiado lejos? Intentó concentrarse en la mano con la que él sostenía el cuchillo. Si le hundía el codo en el pecho, tal vez podría agarrar el cuchillo antes de que la rebanara. Debía mantenerlo distraído. Prosiguió.
– Salva a esos pobres niños del mal, ¿verdad? Infligiendo su propia maldad, los transforma en mártires. Es todo un héroe. Incluso podría decirse que su maldad es perfecta.
El asesino volvió a rodearle con fuerza la cintura y a apretarla contra él. Se había pasado de la raya. El cuchillo ascendió hasta su garganta, en aquella ocasión, a lo largo, de modo que la afilada hoja le presionaba de extremo a extremo la piel. Con un rápido movimiento, podría degollarla.
– Ésa es diarrea mental de psicólogos. No sabe lo que dice -el grave sonido gutural emergía de un lugar profundo de su ser-. Albert Stucky debió destriparla cuando tuvo oportunidad. Ahora, tendré que acabar el trabajo por él. Necesitamos más luz -la arrastró a la entrada del túnel y sacó una lámpara-. Enciéndala -la hizo ponerse de rodillas, manteniendo el cuchillo en su garganta, y le arrojó una caja de cerillas-. Enciéndala para que pueda mirar.
«Quiero que mires», oyó decir Maggie a Albert Stucky, como si estuviera de pie en el rincón en sombras, esperando. «Quiero que veas cómo lo hago».
Maggie tenía la sensación de que sus dedos pertenecían a otra persona. Los tenía insensibles, pero encendió la lámpara al primer intento. El resplandor amarillo llenó el pequeño espacio. Tenía el cuerpo entero entumecido. La sangre había dejado de fluir por sus venas. Su mente estaba paralizada, desconectada del dolor. Reconocía los síntomas; era Albert Stucky por segunda vez. Su cuerpo reaccionaba a aquel terror abrumador dejando de funcionar.
Costaba trabajo respirar el aire viciado e impregnado del olor de carne podrida. Hasta sus pulmones se negaban a funcionar. La hoja del cuchillo seguía presionándole la garganta. Al asesino le temblaba un poco la mano. ¿Sería de enojo o de miedo? ¿Acaso importaba?
– ¿Por qué no gime ni grita? -era enojo.
Maggie no contestó, no podía contestar. Hasta la voz la había abandonado. Pensó en su padre, en aquellos cálidos ojos castaños que le sonreían mientras le ponían la cadenita con la medalla en torno al cuello.
– Te protegerá por dondequiera que vayas. No te la quites nunca, ¿de acuerdo, Maggie, cariño?
«Pero no te protegió a ti, papá», quiso decirle. «Y tampoco protegió a Danny Alverez».
El desconocido la agarró del pelo y tiró para ponerla en pie, sin por ello separar el cuchillo del cuello. Fluyó más sangre entre sus senos.
– ¡Di algo! -le gritó por detrás-. Suplícame. Reza.
– Hazlo de una vez -dijo Maggie por fin, en voz baja y con mucho esfuerzo, teniendo que forzar la voz, los labios, la garganta magullada y herida.
– ¿Qué? -parecía sinceramente sorprendido.
– Hazlo de una vez -logró repetir, en aquella ocasión con más fuerza.
– ¿Maggie? -la voz de Nick resonó en lo alto de la escalera.
El desconocido giró en redondo, sobresaltado, arrastrando a Maggie con él. Como si contemplara la escena desde un rincón, Maggie se vio cerrando la mano en torno a la muñeca del asesino. Logró desasirse justo cuando él retiraba la mano y le daba un tajo. El metal desapareció en su chaqueta, rasgando tela y carne al salir. La empujó con fuerza, lanzándola contra la pared de tierra con un sonoro golpe seco.
Nick bajó corriendo las escaleras con su chorro de luz justo cuando la sombra negra agarraba la lámpara y desaparecía por el agujero. El estante de madera osciló y cayó al suelo.
– ¿Maggie? -la luz la cegaba.
– Por el túnel -lo señaló mientras trataba de ponerse de rodillas. Un latigazo de dolor la hizo sentarse otra vez-. No dejes que se escape.
Nick desapareció por el agujero, dejándola en la oscuridad más absoluta. No necesitaba luz para saber que estaba sangrando. Sus dedos no tardaron en localizar el tajo pegajoso del costado. Se metió la mano en el bolsillo, sacó la cadena con la medalla y frotó la superficie lisa con forma de cruz. En muchos sentidos, el fresco metal le recordaba a la hoja del cuchillo. El bien y el mal… ¿realmente era tan delgada la línea que los separaba? Después, se metió la cadena por la cabeza y en torno al cuello ensangrentado.
Nick intentaba no pensar. Sobre todo, desde que el túnel había empezado a torcerse y a estrecharse, obligándolo a gatear. Ya no podía ver la sombra enmascarada delante de él; las sacudidas de luz de su linterna sólo mostraban oscuridad. Había raíces rotas brotando de la tierra, a veces colgando delante de él, adhiriéndose a su cara como telarañas. Le costaba trabajo respirar. Cuanto más se adentraba en el túnel, menos aire había. Lo poco que quedaba estaba viciado y rancio, le quemaba los pulmones e intensificaba el dolor del pecho.
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