Dean Koontz - Nocturno

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Christopher Snow conoce la noche como nadie, pues la extraña enfermedad cutánea que padece lo hace peligrosamente vulnerable a la luz solar y lo ha condenado a vivir veintiocho años en perpetua oscuridad.
No es, sin embargo, de noche cuando avisan a Chris de que su padre está agonizando, aunque sí suceden durante la oscuridad todos los acontecimientos que se precipitan con su muerte: el descubrimiento casual por parte de Chris de que el cadáver de su padre ha sido cambiado por otro, las asombrosas revelaciones de una enfermera sobre experimentos genéticos en los que estaría implicada la difunta madre de Chris, la aparición de extraños seres tan inteligentes como agresivos, que rondan en la noche. Un mal oscuro impregna la sociedad, y Chris sólo cuenta con su novia, Sasha, y su amigo Bob para hacerle frente…
Nocturno, crónica de una noche de premoniciones, descubrimientos y revelaciones demasiado espantosas, es a la vez un thriller, una fantástica aventura, un canto a la amistad y una conmovedora historia del triunfo sobre las propias limitaciones. Una novela inquietante y oscura, matizada por una poderosa intriga y un irresistible sentido del humor.

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Orson mantenía el hocico cerca del suelo, donde podía respirar, pero yo tenía que aguantar la respiración y olvidar el humo que me cosquilleaba en la nariz mientras el perro me conducía a través de la casa. Me metió en algunos muebles en los que él cabía e ignoro si se estaba divirtiendo en medio de la tragedia. Cuando mi cara chocó contra el marco de una puerta, no perdí ningún diente. Sin embargo, durante el breve trayecto, le di gracias a Dios varias veces por haberme puesto a prueba con el XP en lugar de con la ceguera.

Justo en el instante en que pensaba que ya no podía seguir sin tirarme al suelo a coger un poco de aire, sentí en la cara una corriente fría, y cuando abrí los ojos, ya podía ver. Estábamos en la cocina y el fuego todavía no había llegado allí. Tampoco había humo porque la brisa que entraba por la puerta abierta se lo llevaba al comedor.

Sobre la mesa estaban las velas con sus soportes de color rojo rubí, los vasos de licor y la botella abierta de brandy de albaricoque. Parpadeé ante aquel cuadro acogedor, deseando que los acontecimientos de minutos antes hubieran sido solamente un sueño monstruoso y que Angela, perdida todavía en el jersey de su marido muerto, se sentara otra vez conmigo, volviera a llenar su copa y acabara su extraña historia.

Tenía la boca tan seca y sucia que estuve a punto de coger la botella de brandy. Bobby Halloway hubiera tenido cerveza y hubiera sido mucho mejor.

El pestillo de la puerta de la cocina estaba abierto. Aunque Orson fuera muy inteligente, era poco probable que hubiera podido abrir una puerta cerrada para buscarme, en primer lugar, no tenía llave. Era evidente que los asesinos habían escapado por allí.

Una vez en el exterior, espiré profundamente para eliminar todo vestigio de humo de los pulmones y me guarde la Glock en el bolsillo de la chaqueta. Escudriñé la parte posterior por si hubiera algún asaltante mientras me secaba las manos llenas de sudor en los téjanos.

Como bancos de peces bajo la plateada superficie de un estanque, sombras de nubes se deslizaban suavemente a través del césped iluminado por la luna.

Nada más se movía, excepto la vegetación agitada por el viento.

Agarré la bicicleta y cuando la llevaba a través del patio hacia el pasaje cubierto por el emparrado alcé la vista hacia la casa, me sorprendió que no estuviera todavía envuelta en llamas. Por el contrario, desde el exterior solo existía una mínima indicación del incendio que iba creciendo habitación tras habitación en el interior: brillantes sarmientos de llamas retorciéndose en las cortinas de dos ventanas del piso superior, blancos pétalos de humo floreciendo en los respiraderos abiertos de los aleros del ático.

A excepción de las ráfagas y los rugidos del viento intermitente, la noche estaba inexplicablemente silenciosa. Moonlight Bay no es una ciudad, aunque posee una voz nocturna distintiva: coches en marcha, la música distante de un bar de copas o un muchacho practicando con la guitarra en algún porche, el ladrido de un perro, el sonido de los grandes cepillos de la maquina limpiadora de las calles, las voces de los paseantes, la risa de los chicos del instituto reunidos fuera del Millenium Arcade abajo, en el embarcadero, y siempre el melancólico silbido como el de un tren de pasajeros o de una cadena de vagones mercancía aproximándose al cruce de Ocean Avenue… Pero entonces no, aquella noche no. Podíamos haber estado en el barrio más muerto de una ciudad fantasma en el corazón del desierto de Mojave.

Al parecer el ruido del disparo que había hecho en la sala no había llamado la atención.

Bajo el arco del enrejado, en medio de la suave fragancia del jazmín, con la bicicleta cuyas ruedas producían suaves chasquidos acompasados y mi corazón latiendo no tan suavemente, corrí tras Orson hacia la puerta de entrada. Dio un salto y abrió el pestillo con la pata, un truco que ya le había visto hacer antes. Juntos seguimos la acera hacia la calle, con paso apresurado pero sin correr.

Estuvimos de suerte: no hubo testigos. Ningún automóvil se acercaba o se alejaba por la calle. Tampoco iba nadie a pie.

Si un vecino me hubiera visto salir corriendo a la calle justo cuando las llamas rodeaban la casa, el jefe Stevenson hubiera podido utilizarlo como excusa para ir por mí. Y dispararme si me resistía al arresto. O hacerlo tanto si me resistía como si no.

Me monté en la bici, me mantuve en equilibro apoyando un pie en el suelo y me volví hacia la casa. El viento hacia temblar las hojas de los enormes magnolios y, a través de las ramas, vi las llamas lamiendo varias ventanas de ambos pisos.

Lleno de angustia y de excitación, de curiosidad y de temor, de lástima y de profunda preocupación, me embale por la acera y me dirigí hacia una calle con poca iluminación. Resollando con fuerza, Orson corría a mi lado.

Estábamos en las proximidades de un edificio cuando oí unas explosiones procedentes de las ventanas de la casa Ferryman. El violento calor las había hecho estallar.

16

Las estrellas entre las ramas, la luz de la luna entre las hojas, los robles gigantes, una oscuridad profunda, la paz de las lápidas y, para uno de nosotros dos, el siempre intrigante olor de las ocultas ardillas volvimos al cementerio contiguo a la iglesia católica de St. Bernadette.

Apoyé la bici en una lápida de granito rematada con la cabeza aureolada de un ángel también de granito. Me senté -sin aureola- y apoye la espalda en otra piedra coronada con una cruz.

A varias manzanas de distancia, las sirenas enmudecieron repentina mente cuando los vehículos de los bomberos llegaron a la residencia de los Ferryman.

No había llegado en bicicleta a casa de Bobby Halloway porque sufría un persistente ataque de tos que me dificultaba el pedaleo. Orson, con paso tambaleante, se quitó de encima el olor pertinaz del incendio con una serie de violentos estornudos.

En compañía de una multitud demasiado muerta para que se la ofendiera, regurgite una flema espesa que sabía a hollín y la escupí entre la superficie de raíces retorcidas del roble mas próximo, con la esperanza de no matar a un vigoroso árbol que había sobrevivido doscientos años a terremotos, tormentas, incendios, insectos, enfermedades y -más recientemente- la pasión de la América moderna por levantar como mínimo una tienda de donuts en todas las esquinas. El gusto que tenía en la boca no debía de ser muy diferente a comer briquetas de carbón en un caldo de líquido de arranque.

Como había permanecido en la casa en llamas menos tiempo que su imprudente dueño, Orson se recupero mucho antes. Mientras yo me dedicaba a carraspear y escupir, el iba y venía entre las tumbas más próximas, olisqueando con diligencia en busca de roedores arborícolas de cola tupida.

Entre toses y expectoraciones, le decía a Orson que no se perdiera de vista, y él a veces levantaba su noble y negra cabeza y hacía ver que escuchaba; de vez en cuando movía la cola para darme ánimos, aunque era frecuente su impotencia para desviar la atención del rastro de las ardillas.

– ¿Qué demonios ha pasado en la casa? -pregunté- ¿Quién la ha matado, por qué han jugado conmigo, qué ha sido todo eso de las muñecas, por qué no me han rebanado el cuello y me han quemado con ella?

Orson sacudió la cabeza y yo jugué a interpretar su respuesta. No lo sabía. Meneaba la cabeza con desconcierto. Desorientado. Estaba desorientado. No sabía por qué no me habían rebanado el cuello.

– No creo que haya sido la Glock. Quiero decir que eran mas de uno, al menos dos, probablemente tres, así es que podían haberme vencido si hubieran querido. Y aunque a ella le cortaran el cuello, debían de ir armados. Porque son unos hijos de puta serios, unos depravados asesinos. Arrancan los ojos para divertirse. Y si no tienen remilgos en llevar armas, no les iba a intimidar la Glock.

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