– Hola, Noah, apuesto a que cuando moriste en 1984 los enterradores no iban armados -dije en voz baja.
Me puse en pie y me dirigí a la lápida contigua donde había apoyado la bicicleta bajo la mirada vigilante del ángel de granito.
Orson dejó escapar un gruñido sordo. De repente se puso tenso y alerta. La cabeza levantada y las orejas en punta. Aunque había poca luz, me pareció que tenía el rabo encajado entre las patas.
Seguí la dirección de su mirada negra como el carbón y vi a un hombre alto y de hombros anchos caminar entre las lapidas. Hasta en aquellas suaves sombras, era una colección de ángulos y bordes recortados, un esqueleto con traje negro, como si uno de los vecinos de Noah hubiera saltado de su ataúd para ir de visita.
El hombre se detuvo en la misma fila de tumbas en la que Orson y yo nos encontrábamos y consultó un curioso objeto que llevaba en la mano izquierda. Parecía un teléfono móvil, con una pantallita iluminada.
Dio una palmadita en la almohadilla de cierre. La música espectral de notas electrónicas recorrió brevemente el cementerio, pero eran diferentes de los tonos de teléfono.
Justo cuando una bufanda de nubes se retiro de la luna, el extraño se acerco a la cara la pantalla verde manzana para ver mejor el dato que le suministraba, y aquellas dos tenues luces me revelaron lo suficiente para identificarlo. No pude ver sus cabellos rojos ni sus ojos castaños, pero hasta de perfil el rostro descarnado y los finos labios eran estremecedoramente familiares. Jesse Pinn, el ayudante de la funeraria.
No nos había visto a Orson y a mí aunque estábamos solo a diez o doce metros a su izquierda.
Jugamos a ser de granito. Orson no volvió a gruñir aunque el susurro de la brisa entre los robles hubiera enmascarado fácilmente su gruñido.
Pinn alzó el rostro del aparato que tenía en la mano, dirigió la mirada hacia la derecha, hacia St Bernadette y luego volvió a consultar la pantalla. Después se encamino hacia la iglesia.
Ignorante de nuestra presencia, aunque estábamos a poco mas de diez metros de distancia.
Miré a Orson .
El me miro a mí.
Olvidadas las ardillas, seguimos a Pinn.
El enterrador se dirigió apresuradamente a la parte trasera de la iglesia, sin mirar hacia atrás. Descendió un tramo ancho de escalones de piedra que conducían a la puerta del sótano.
Le seguí de cerca para no perderlo de vista. Me detuve al llegar a unos diez pies de la parte superior de los escalones y lo vigilé desde una esquina.
Si se volvía y miraba hacia arriba, me hubiera visto antes de que hubiera podido ocultarme, pero no me preocupaba demasiado. Parecía tan concentrado en lo que tenía entre manos que la convocatoria de las trompetas celestiales y la barahúnda de los muertos levantándose de sus tumbas no hubieran desviado su atención.
Estudió el misterioso aparato que tenía en la mano, lo desconectó y se lo metió en un bolsillo interior de la americana. Sacó un instrumento de otro bolsillo, pero la luz era demasiado débil para que yo pudiera ver de qué se trataba, a diferencia del primero, este otro no llevaba incorporada ninguna parte luminosa.
Por encima del susurro del viento y de las hojas de los robles, oí una serie de crujidos y ruidos de roces. Les siguió un chasquido, otro chasquido y luego un tercero.
Al cuarto chasquido, creí reconocer el sonido: era el resorte de la recámara de una pistola Lockaid. Esta arma tiene unas balas finas que deslizas suavemente en la ranura del pistón, bajo los pasadores del seguro. Cuando tiras del percutor, un resorte plano de acero salta hacia arriba y aloja algunas de las balas en la línea de tiro.
Hace unos años, Manuel Ramírez me hizo una demostración con una Lockaid. Las pistolas con recámara de resorte sólo se vendían a entidades relacionadas con la ley, y la posesión de una de ellas por un civil era ilegal.
Aunque Jesse Pinn pudiera exhibir una expresión de condolencia en su jeta tan convincente como podría serlo la de Sandy Kirk, incineraba víctimas de asesinato en un horno crematorio y ayudaba a encubrir crímenes capitales, de modo que no era verosímil que le molestaran unas leyes restrictivas sobre la propiedad de una Lockaid. Quizá tenía límites. A lo mejor, por ejemplo, no empujaría a una monja por un barranco sin una razón. No obstante, al recordar el rostro afilado de Pinn y el brillo de estilete de sus ojos castaño rojizo cuando se había acercado a la ventana del crematorio aquella noche, no hubiera dado un duro por la monja.
El enterrador tuvo que empujar el percutor del arma cinco veces para pasar todas las balas. Tras forzar la puerta cautelosamente, devolvió la Lockaid a su bolsillo.
Cuando empujo la puerta hacia dentro, la ventana baja del sótano estaba iluminada. Su silueta quedó perfilada mientras se quedaba durante medio minuto escuchando en el umbral, con los hombros huesudos ladeados hacia la izquierda, la cabeza medio colgando hacia la derecha y el cabello levantado por el viento levantado como la paja. De pronto, se movió como un espantapájaros animado que hubiera perdido la cruz del soporte y entró tras empujar la puerta, dejándola medio cerrada de tras de él.
– Quédate -murmuré a Orson .
Bajé los escalones y mi siempre obediente perro me siguió.
Al acercar la oreja a la puerta, no oí nada procedente del sótano.
Orson metió el hocico en la abertura de unos cincuenta centímetros, olisqueó, y aunque le di un ligero golpecito en la parte superior de la cabeza, él no se retiró.
Inclinándome hacia el perro, asomé la nariz por la abertura, no para olisquear sino para ver lo que había dentro. Eludiendo la luz directa fluorescente, vi una habitación de poco más de seis por doce metros con paredes y techo de cemento, revestida con los accesorios que servían a la iglesia y el ala añadida de las aulas de la escuela dominical: cinco calderas de gas, un calentador grande de agua, los paneles de la electricidad y una maquinaria que no reconocí.
Jesse Pinn había recorrido las tres cuartas partes de esta primera habitación y se aproximaba a una puerta cerrada situada en la pared más alejada, dándome la espalda.
Me alejé de la puerta y me saqué del bolsillo de la camisa la funda de las gafas. El cierre de velero se abrió con un sonido que me hizo pensar en el pedo de una serpiente, aunque no sé por qué, porque en mi vida había oído tirarse un pedo a una serpiente. La flamante imaginación a la que antes me he referido había dado un giro hacia lo escatológico.
Cuando me puse las gafas y me asomé otra vez, Pinn había desaparecido en la segunda habitación del sótano. La puerta del extremo permanecía abierta a medias y se veía luz en su interior.
– El suelo es de cemento -murmuré- Mis Nikes no harán ruido, pero tus uñas sí. Quédate aquí.
Empujé la puerta que tenía ante mí y entré en el sótano.
Orson se quedó fuera, al pie de los escalones. Quizás obedeció esta vez porque le había dado una razón lógica para hacerlo.
O quizá, debido a algo que había husmeado, sabía que seguir adelante era imprudente. Los perros poseen un olfato mil veces más agudo que el nuestro y les aporta más datos que todos los sentidos humanos combinados.
Con las gafas de sol estaba a salvo de la luz y veía lo suficiente para navegar por la habitación. Evité el centro y permanecí cerca de los calentadores y de los otros equipamientos, donde podía meterme en un hueco y esperar oculto si oía volver a Jesse Pinn.
El tiempo y el sudor habían disminuido la efectividad de la crema protectora en la cara y en las manos, pero contaba con la capa de hollín para protegerme. Las manos parecían enfundadas en guantes de seda negra y pensé que también llevaba una máscara en la cara.
Читать дальше