En el extremo sureste del césped, había hecho media docena de agujeros de distinto diámetro y profundidad y tuve la precaución de no meter un tobillo en ninguno de ellos. En paralelo a este cuadrante del césped había desparramados terrones de tierra y césped que había arrancado con sus garras.
– ¿Orson?
No respondió. Ni siquiera hizo una pausa en su actividad frenética.
Me mantuve apartado de él para evitar la rociada de porquería que retiraba con sus patas delanteras y me puse frente al hoyo que estaba haciendo.
– Eh, tío -dije.
El perro siguió con la cabeza inclinada, el hocico en el suelo, olisqueando inquisitivamente mientras cavaba.
La brisa se había detenido y la luna llena colgaba como el balón perdido de un niño en las ramas más altas de las melaleucas.
Sobre nuestras cabezas, los chotacabras volaban en picado y a gran velocidad gritando «pint-pint-pint» cuando capturaban en el aire hormigas voladoras y mariposas nocturnas de primavera.
– ¿Has encontrado buenos huesos? -pregunte a Orson observando su trabajo.
Dejó de cavar pero no dio muestras de reconocerme. Olisqueo con apremio la tierra fresca, cuyo aroma llegaba hasta mí.
– ¿Quien te ha dejado salir?
Sasha podía haberlo sacado para que hiciera sus necesidades, pero después lo hubiera devuelto a la casa.
– ¿Sasha? -pregunte a pesar de todo.
En caso de que Sasha fuera la que lo había dejado suelto para hacer todos aquellos estragos en el terreno, Orson no iba a delatarla. Y él no iba a mirarme a los ojos para que leyera la verdad en ellos.
Abandonó el agujero que acababa de hacer, volvió al anterior, lo olisqueo y se puso a trabajar de nuevo, buscando relacionarse con perros de China.
Quizá sabía que papa había muerto. Los animales saben estas cosas, como Sasha me había comentado antes. Quizá su laborioso trabajo de excavación era la manera que tenía Orson de sacudirse la pena.
Deje la bicicleta en el suelo y me agache frente al fanático excavador. Lo sujete por el collar y con suavidad le obligue a prestarme atención.
– ¿Que pasa contigo?
Había en sus ojos la oscuridad de la tierra devastada, no la brillante oscuridad del cielo cubierto de estrellas. Eran profundos e inescrutables.
– Tengo dos plazas, muchacho -le dije- Quiero que vengas con migo.
Lanzó un gemido y torció la cabeza mientras contemplaba toda la devastación a su alrededor, como diciendo que no quería dejar sin acabar toda su gran labor.
– Voy a ver a Sasha y no quiero que te quedes aquí solo.
Levantó las orejas, aunque no por la mención del nombre de Sasha o por cualquier cosa que yo acabara de decir. Torció su poderoso cuerpo por donde lo tenía agarrado y se quedo mirando la casa.
Cuando solté el collar, avanzo por el césped y luego se detuvo a poca distancia del porche. Se quedo allí atento, con la cabeza levantada, completamente inmóvil, alerta.
– ¿Que pasa, colega? -murmuré.
A una distancia de quince o veinte pies, sin brisa y en el silencio de la noche, apenas pude oír su gruñido.
Antes, cuando salí de casa, había cerrado todos los interruptores, dejando detrás de mí las habitaciones a oscuras. Todo estaba oscuro y no vi ningún rostro fantasmal en ninguno de los paños.
Pero Orson sintió algo, porque empezó a alejarse de la casa. De pronto dio la vuelta rápidamente y con la agilidad de un gato vino disparado hacia mí.
Aparte la bicicleta de su lado y la dejé sobre las ruedas.
Con la cola baja, aunque no entre las patas, las orejas aplastadas contra la cabeza, Orson se dirigió a la puerta trasera.
Confiando en los sentidos del perro, me reuní con él junto a la puerta. La propiedad está rodeada por una valla de cedro plateado tan alta como yo y la puerta también es de cedro. Sentí el frío de la aldabilla en los dedos. La corrí despacio y maldije en silencio el chirrido de la bisagra.
Más allá de la puerta hay un sendero de tierra batida bordeado de casas por un lado y un estrecho bosquecillo de viejos eucaliptos australianos por el otro. Mientras atravesaba la puerta pensé que quizás alguien nos estaba esperando, pero el sendero estaba desierto.
Hacia el sur, más allá del bosquecillo de eucaliptos, hay un campo de golf y luego el Moonlight Bay Inn y el Country Club. A aquellas horas de un viernes por la noche, visto a través de los troncos de los altos árboles, el campo de golf era tan negro y ondulante como el mar, y el brillo de las ventanas ambarinas del hotel parecía el de los portales de un magnífico crucero con destino al lejano Tahití.
A la izquierda, el sendero ascendía por la colina y se dirigía hacia el centro de la ciudad, y finalmente acababa en el cementerio contiguo a la iglesia católica de St. Bernadette. A la derecha, bajaba hacia los llanos, el puerto y el Pacífico.
Cambié de marcha y pedaleé colina arriba, hacia el cementerio, con el perfume de los eucaliptos recordándome la luz en la ventana de un crematorio y a una joven y bella madre yaciendo muerta sobre la camilla de la funeraria, pero con el buen Orson trotando junto a la bicicleta y con los tenues acordes de la música de baile del hotel del campo de golf, y con el llanto de un bebe en la casa de uno de nuestros vecinos a mi izquierda, el peso de la Glock en el bolsillo y los chotacabras sobre mi cabeza capturando insectos con sus afilados picos: la vida y la muerte reunidas en la trampa de tierra y cielo.
Quería hablar con Angela Ferryman porque su mensaje en el contestador automático me pareció lleno de prometedoras revelaciones. Y me sentía inclinado a recibirlas.
Pero primero tenía que llamar a Sasha, que esperaba recibir noticias de mi padre.
Me detuve en el cementerio de St. Bernadette, uno de mis lugares favoritos, un refugio de oscuridad en las inmediaciones de uno de los lugares más iluminados de la ciudad. Los troncos de seis robles gigantes se elevan como columnas, soportando un techo formado por las ramas entrecruzadas, y el silencioso espacio inferior se extiende en pasillos semejantes a los de una biblioteca, las lápidas sepulcrales son como hileras de libros que llevan los nombres de quienes han sido borrados de las páginas de la vida, que pueden haberse olvidado en otros lugares pero son recordados aquí.
Orson merodeaba cerca, olisqueando el rastro de las ardillas que, durante el día, reunían bellotas entre las tumbas. No era un cazador persiguiendo a su presa, sino un colegial satisfaciendo su curiosidad.
Cogí el teléfono móvil que llevaba colgado del cinturón y marqué el número del móvil de Sasha Goodall. Respondió a la segunda llamada.
– Papá se fue -mis palabras significaban más de lo que ella imaginaba.
Antes de que mi padre muriera, Sasha ya había expresado su pena. Ahora bajó la voz y manifestó un dolor tan bien controlado que sólo yo debí de oírla.
– ¿Ha… ha sido fácil?
– Sin dolor.
– ¿Estaba consciente?
– Sí. Hemos podido despedirnos.
«No tengas miedo».
– La vida apesta -dijo Sasha.
– Estas son las reglas -repuse-. Para entrar en el juego, tenemos que avenirnos a abandonarlo un día.
– Sigue apestando. ¿Estás en el hospital?
– No. Por ahí. Vagando. Descargando energía ¿Y tú dónde estás?
– En el Explorer. Voy a almorzar al Pinkie’s Diner y a trabajar un poco en mis notas para el espectáculo.
Le tocaba estar en el aire al cabo de tres horas y media.
– Podría comprar algo y comemos juntos por ahí.
– La verdad es que no tengo hambre -repuse con sinceridad-. Te veré más tarde.
– ¿Cuando?
– Ve a tu casa por la mañana, cuando salgas del trabajo. Estaré allí. Si te parece bien.
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