Dean Koontz - Nocturno

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Christopher Snow conoce la noche como nadie, pues la extraña enfermedad cutánea que padece lo hace peligrosamente vulnerable a la luz solar y lo ha condenado a vivir veintiocho años en perpetua oscuridad.
No es, sin embargo, de noche cuando avisan a Chris de que su padre está agonizando, aunque sí suceden durante la oscuridad todos los acontecimientos que se precipitan con su muerte: el descubrimiento casual por parte de Chris de que el cadáver de su padre ha sido cambiado por otro, las asombrosas revelaciones de una enfermera sobre experimentos genéticos en los que estaría implicada la difunta madre de Chris, la aparición de extraños seres tan inteligentes como agresivos, que rondan en la noche. Un mal oscuro impregna la sociedad, y Chris sólo cuenta con su novia, Sasha, y su amigo Bob para hacerle frente…
Nocturno, crónica de una noche de premoniciones, descubrimientos y revelaciones demasiado espantosas, es a la vez un thriller, una fantástica aventura, un canto a la amistad y una conmovedora historia del triunfo sobre las propias limitaciones. Una novela inquietante y oscura, matizada por una poderosa intriga y un irresistible sentido del humor.

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– ¿Grande?

– Probablemente estas pensando en un mono de organillero, una de esas cositas diminutas y encantadoras. Los rhesus no son así.

– ¿Cómo son?

– Probablemente miden unos sesenta centímetros y pueden pesar once kilos.

Un mono de ese tamaño parecería enorme si te lo encontraras inesperadamente encima de la mesa de la cocina.

– Te debiste quedar sorprendida -dije.

– Más que sorprendida. Un poco asustada. Se lo fuertes que son esos jodidos para su tamaño. En general son pacíficos, pero si te encuentras uno con una vena de loco, entonces es un peligro real.

– No es el tipo de mono que quieres como mascota -comenté.

– Dios, no. Nadie normal lo querría, al menos según mi opinión. Bueno, admitiré que el rhesus a veces puede ser encantador, con su carita pálida y ese collarín de piel. Pero ese no era encantador -era evidente que lo estaba viendo en su interior- No, ese no.

– ¿De dónde había salido?

En lugar de responder, Angela se enderezo en la silla, irguió la cabeza y aguzo el oído. No escuché nada fuera de lo habitual.

Al parecer ella tampoco. Sin embargo, cuando volvió a hablar estaba tensa. Sus finas manos sujetaban el vaso de cordial como garras.

– No sé cómo entró en la casa. No fue un mes de diciembre muy caluroso. Ni las ventanas ni las puertas estaban abiertas.

– ¿No lo oíste entrar en la habitación?

– No. Hacía ruido con las bandejas de las galletas y con los cuencos de la pasta. Sonaba música en la radio. Pero hacía uno o dos minutos que el condenado se había sentado en la mesa, porque cuando me di cuenta que estaba ahí ya se había comido media mandarina.

Recorrió la cocina con la mirada, como si con el rabillo del ojo hubiera visto un movimiento en las sombras.

– Repugnante, un mono sobre la mesa de la cocina, esta fuera de lugar -dijo después de tranquilizarse con otro trago de brandy.

Con una mueca, paso una mano temblorosa por la madera barnizada, como si alguno de los pelos de aquel ser todavía estuvieran en la mesa cuatro años después del incidente.

– ¿Que hiciste? -la apremie.

– Di una vuelta por la cocina hasta la puerta de atrás, la abrí esperando que el mono saliera corriendo.

– Pero él estaba entretenido con la mandarina, se sentía muy cómodo donde estaba -aventure.

– Sí. Miró hacia la puerta abierta y luego a mí, parecía que se estuviera riendo. Con aquel ruidito como de risita disimulada.

– Te juro que he visto reír a algún perro. Probablemente los monos también lo hacen.

Angela hizo un brusco movimiento con la cabeza.

– No recuerdo a ninguno de ellos riendo en el laboratorio. Claro que considerando que allí sus vidas eran… no tenían razón alguna para estar de buen humor.

Miró con desasosiego al techo, donde tres anillos superpuestos de luz temblaban como los ojos llameantes de una aparición: imágenes de los vasos rojo rubí de la mesa.

– No salió -dije para animarla a seguir.

En lugar de responder se levantó de la silla, se dirigió a la puerta de atrás y comprobó si el pestillo estaba corrido.

– ¿Angela?

Haciendo un gesto para que me callara, apartó un poco la cortina y escudriñó el patio y la entrada iluminada por la luna, la apartó con temblorosa precaución y sólo un milímetro, como si temiera descubrir un rostro espantoso al otro lado del paño mirándola.

Tenía vacío el vaso de licor. Cogí la botella, dudé, y luego la devolví a su lugar sin haberme servido.

– No era una risa, Chris. Era ese sonido espantoso que no podría describirte. Era un maligno… un cloqueo maligno, perverso. Oh, sí, ya se lo que estás pensando, que solo era un animal, un mono, que no podía ser bueno o perverso. Malo quizá, pero no perverso. Porque los animales pueden tener mal carácter, pero no son conscientes de la malevolencia. Esto es lo que estás pensando. Bueno, pues yo te digo que ese mono era algo más que malo. Aquella risa tenía el sonido más frío que había oído en mi vida, más frío y más repugnante y perverso -dijo Angela mientras volvía de la puerta.

– Te entiendo -le aseguré.

En lugar de volver a su silla, se dirigió al fregadero. Cada milímetro de cristal de las ventanas de encima del fregadero estaba cubierto con las cortinas, pero ella tiro de los paneles de tela amarilla para asegurarse bien de que estábamos libres de ojos escrutadores.

– Cogí la escoba, creyendo que tiraría a esa cosa al suelo y luego hacia la puerta. Quiero decir que no iba a empezar a repartir golpes, sino que lo conseguiría barriendo hacia ella ¿Comprendes?

– Claro.

– Pero no se intimidó -dijo- Exploto rabiosa. Tiró la mandarina a medio comer, agarró la escoba e intento arrancármela. Como yo no la solté, esa cosa empezó a escalar la escoba derecha a mis manos.

– Caray.

– Ese mono era muy ágil. Rapidísimo. Con los dientes prominentes, chillando, escupiendo, venía directo hacia mí, así que solté la escoba y el mono cayó al suelo con ella, yo retrocedí y choqué con la nevera.

Chocó con la nevera y el sonido de las botellas llegó desde los estantes del interior.

– Estaba en el suelo, justo delante de mí. Lanzo la escoba a un lado Chris, estaba furioso. Una furia que no guardaba proporción con lo que había sucedido. No estaba herido, ni siquiera le había tocado con la escoba y no iba a hacerle ningún disparate.

– Has dicho que los rhesus son pacíficos.

– Ese no. Tenía los labios abiertos y enseñaba los dientes, chillaba, corría hacia mi y luego se apartaba, volvía otra vez, brincaba arriba y abajo, desgarrando el aire, mirándome con mucho odio, golpeando el suelo con los puños.

Las mangas de su jersey se habían desenrollado parcialmente y metió las manos dentro para ocultarlas. El recuerdo del mono era tan vivo que al parecer temía que se arrojara contra ella y le mordiera la punta de los dedos.

– Parecía un troll -dijo-, un gremlin, algo malvado salido de un libro de cuentos. Y aquellos ojos amarillo oscuro.

Casi podía verlos yo también. Ardientes.

– Entonces, de pronto, subió de un salto a los armarios, encima del mostrador que estaba a mi lado, en un abrir y cerrar de ojos. Aquí -señaló-, junto a la nevera, a unos centímetros de donde yo estaba, al nivel de los ojos cuando volví la cabeza. Entonces me lanzó un silbido, un silbido perverso que olía a mandarinas. Estaba muy cerca. Ya sé…

Se interrumpió otra vez para escuchar los sonidos de la casa. Volvió la cabeza hacia la izquierda para mirar hacia la puerta abierta, hacia el comedor sin luz.

Su paranoia era contagiosa. Claro que lo que me había sucedido desde el atardecer me hacía vulnerable al contagio.

Me erguí en la silla y alcé la cabeza para poder escuchar bien cualquier sonido.

Los tres anillos de luz brillaban tenuemente y en silencio en el techo. Las cortinas colgaban silenciosamente de las ventanas.

– Su respiración olía a mandarina. Silbó y volvió a silbar. Sabía que podía matarme si quería, matarme, aunque fuera sólo un mono y pesara la cuarta parte que yo. Mientras estaba en el suelo, hubiera podido quizá darle una patada a ese pequeño hijo de puta, pero ahora estaba a la altura de mi cara -añadió Angela poco después.

Pude imaginar con facilidad todo su temor. Una gaviota, protegiendo su nido en un barranco junto al mar, zambulléndose repetidamente en el cielo nocturno con chillidos iracundos y un fuerte batir de alas, picándote la cabeza y arrancándote mechones de pelo, es una fracción del peso del mono que ella describía, pero no menos terrorífico.

– Pensé en correr hacia la puerta abierta -dijo-, pero temí que aquello le hiciera enfadarse más. Así que me quedé aquí inmóvil. La espalda apoyada en la nevera. Mirando fijamente a aquella cosa odiosa. Después de un rato, cuando se aseguró de que me había intimidado, saltó del mostrador, atravesó la cocina, cerro la puerta de atrás de golpe, volvió a encaramarse a la mesa y cogió la mandarina que no había acabado.

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