Dean Koontz - Nocturno

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Christopher Snow conoce la noche como nadie, pues la extraña enfermedad cutánea que padece lo hace peligrosamente vulnerable a la luz solar y lo ha condenado a vivir veintiocho años en perpetua oscuridad.
No es, sin embargo, de noche cuando avisan a Chris de que su padre está agonizando, aunque sí suceden durante la oscuridad todos los acontecimientos que se precipitan con su muerte: el descubrimiento casual por parte de Chris de que el cadáver de su padre ha sido cambiado por otro, las asombrosas revelaciones de una enfermera sobre experimentos genéticos en los que estaría implicada la difunta madre de Chris, la aparición de extraños seres tan inteligentes como agresivos, que rondan en la noche. Un mal oscuro impregna la sociedad, y Chris sólo cuenta con su novia, Sasha, y su amigo Bob para hacerle frente…
Nocturno, crónica de una noche de premoniciones, descubrimientos y revelaciones demasiado espantosas, es a la vez un thriller, una fantástica aventura, un canto a la amistad y una conmovedora historia del triunfo sobre las propias limitaciones. Una novela inquietante y oscura, matizada por una poderosa intriga y un irresistible sentido del humor.

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Me serví otra copa de brandy de albaricoque.

– Entonces busque el asa de este cajón que está junto a la nevera -siguió- Aquí está la bandeja con los cuchillos.

Sin desviar su atención de la mesa, tal como había hecho aquella noche de Navidad, Angela se subió las mangas del jersey y buscó a tientas el cajón, para mostrarme el que contenía los cuchillos. Sin apartarse, se ladeó y me lo mostró.

– No iba a atacarlo, solo iba a coger algo con que poder defenderme si él lo hacía. Pero antes de que pudiera poner la mano sobre uno de los cuchillos, el mono se puso de pie sobre la mesa y empezó a chillar otra vez.

Buscó a tientas el asa del cajón.

– Cogió una manzana del bol y me la lanzo -dijo-, realmente la aplastó contra mí. Me dio en la boca y me partió el labio -cruzó los brazos delante de la cara como si estuviera de nuevo siendo atacada- Intenté protegerme. El mono me lanzó otra manzana, luego la tercera, con la fuerza suficiente para romper un cristal si hubiera habido alguno en su trayectoria.

– ¿Quieres decir que sabía lo que había en el cajón?

– Tenía que ver con la intuición, sí -dijo bajando los brazos y abandonando la postura defensiva.

– ¿Y no intentaste coger un cuchillo otra vez?

Hizo un gesto negativo con la cabeza.

– El mono se movía como un rayo. Podía saltar de la mesa y lanzarse sobre mí al mismo tiempo que yo abría el cajón y me iba a morder la mano antes de que pudiera agarrar el mango de un cuchillo. Y yo no quería que me mordiera.

– Aunque no le saliera espuma por la boca, debía de estar rabioso -convine.

– Peor aún -dijo con expresión enigmática, subiéndose de nuevo las vueltas del jersey.

– ¿Peor que la rabia? -pregunté.

– Así es que me quedé delante de la nevera, con el labio sangrando, asustada, procurando pensar qué hacer, cuando Rod llego del trabajo, entró por la puerta de atrás, silbando, y se encontró con el fregado. Sin embargo no hizo nada de lo que yo esperaba que hiciera. Se sorprendió… pero no se sorprendió. Le sorprendió ver aquí al mono, claro, pero no le sorprendió el mono. Lo que le alarmó fue verlo aquí ¿Comprendes lo que quiero decir?

– Creo que sí.

– Rod, maldita sea, conocía a ese mono. No dijo «¿Un mono?» Ni dijo «¿De dónde demonios ha salido este mono?» Sino, «Oh, Jesús». Sólo «Oh, Jesús». Hacía frío aquella noche, amenazaba lluvia, llevaba un impermeable, sacó una pistola de uno de los bolsillos, como si eso fuera lo más normal. Quiero decir que venía del trabajo, de uniforme, pero no se lleva un arma en el despacho. Estamos en tiempos de paz. No estamos en zona de guerra, gracias a Dios. Estaba destinado a las afueras de Moonlight Bay, trabajaba en una oficina, rellenaba cuestionarios y se quejaba de aburrimiento, hacía su trabajo y esperaba la jubilación, y de pronto resulta que lleva una pistola cuya existencia yo ignoraba hasta ese momento.

El coronel Roderick Ferryman, oficial del Ejército de Estados Unidos, estaba destinado en Fort Wyvern, que durante mucho tiempo había sido una de las máquinas económicas que impulsaron el condado. La base había sido cerrada hacía dieciocho meses y permanecía abandonada, uno de los muchos centros militares que se desmantelaron cuando acabó la Guerra Fría. Aunque yo conocía a Angela desde niño -y desde hacia mucho menos a su marido-, nunca había sabido qué era exactamente lo que hacía el coronel Ferryman en el ejército.

Quizás Angela tampoco lo supiera. Hasta que volvió a casa aquella víspera de Navidad.

– Rod sostenía el arma en la mano derecha con el brazo estirado y rígido, el orificio apuntando al mono y parecía más asustado que yo.

Y ceñudo. Los labios apretados. Había desaparecido todo el color de su rostro, parecía el de un muerto. Me miró, miró el labio que comenzaba a hincharse y la sangre que me cubría la barbilla, no hizo ninguna pregunta y volvió al mono, temeroso de perderlo de vista. El mono cogió la última mandarina pero no la comió. Miraba fijamente el arma. Rod dijo «Angie, ve al teléfono. Marca el número que te voy a dar».

– ¿Recuerdas el numero? -pregunte.

– Ya no importa. No esta en servicio. Lo reconocí porque tenía los mismos tres primeros dígitos que el de su despacho en la base.

– Te dio un número de Fort Wyvern.

– Sí Pero el tipo que contesto no se identifico ni dijo a qué oficina pertenecía. Sólo respondió con un «diga» y yo le dije que llamaba el coronel Ferryman. Entonces Rod cogió el teléfono con la mano izquierda y sostuvo la pistola con la derecha. Le dijo al tipo «Acabo de encontrarme al rhesus en mi casa, en mi cocina». Escuchó la respuesta sin apartar la vista del mono y luego añadió «Al infierno si lo sé, pero está aquí, delante de mí, y necesito ayuda para trasladarlo».

– ¿Y el mono lo presenció todo?

– Cuando Rod colgó el aparato, el mono apartó sus horribles ojitos del arma, clavó la vista en él, una mirada de desafío y de enfado, y luego lanzó ese sonido perverso, esa tremenda risita que te ponía la piel de gallina. Luego pareció perder todo interés en Rod y en mí y en el arma. Se comió el último gajo de la mandarina y empezó a pelar la otra.

Cuando levanté el vaso con el licor que me había servido antes pero que todavía no había probado, Angela volvió a la mesa y cogió su vaso medio vacío. Me sorprendió que hiciera chocar su vaso contra el mío.

– ¿Por quién brindamos? -pregunté.

– Por el fin del mundo.

– ¿Por fuego o por hielo?

– Por nada agradable.

Estaba tan seria como una piedra.

Sus ojos tenían el color del acero inoxidable bruñido de los cajones de la cámara frigorífica del Mercy Hospital y su mirada era demasiado fija hasta que, afortunadamente, la apartó de mí y la clavó en el vaso de licor que tenía en la mano.

– Cuando Rod colgó el aparato, me pidió que le contara lo que había pasado y yo lo hice. Me hizo cientos de preguntas, sobre la herida del labio, sobre si el mono me había tocado, me había mordido, como si le costara creer que lo había hecho con la manzana. Pero no respondió a ninguna de mis preguntas. Sólo me dijo «Angie, no quieras saber». Y yo claro que quería saber, pero entendí lo que quería decirme.

– Información privilegiada, secreto militar.

– Mi marido había participado en unos delicados proyectos, asuntos de seguridad nacional, y yo pensé que esto era lo que había detrás de todo. Me dijo que no podía hablar de ello. Ni conmigo. Ni con nadie de fuera de la oficina. Ni una palabra.

Angela siguió mirando fijamente su brandy y yo di un sorbo al mío. No me gustó tanto como antes. Esta vez detecté un amargor subyacente, que me recordó que los huesos de albaricoque son una fuente de cianuro.

Brindar por el fin del mundo hace ver las cosas por su lado más oscuro, hasta en el caso de una humilde fruta.

Apoyándome en mi incorregible optimismo, tomé otro largo trago del licor de albaricoque y me concentré en saborear el aroma que antes me había gustado.

– No habían pasado quince minutos cuando tres tipos respondieron a la llamada de Rod. Al parecer venían de Wyvern en una ambulancia o algo que les servía de pantalla, aunque no se oyó ninguna sirena. Tampoco vestían uniforme alguno. Dos de ellos entraron por la puerta de atrás que estaba abierta y luego en la cocina, sin llamar. El tercer tipo debió de abrir con una ganzúa la puerta principal y entró, silencioso como un fantasma, porque sus pasos en el comedor se oyeron a la vez que los otros dos entraban por la parte de atrás. Rod seguía apuntando al mono con la pistola (los brazos le temblaban de cansancio) y aquellos tres llevaban pistolas con dardos anestésicos.

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