Dean Koontz - Nocturno

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Christopher Snow conoce la noche como nadie, pues la extraña enfermedad cutánea que padece lo hace peligrosamente vulnerable a la luz solar y lo ha condenado a vivir veintiocho años en perpetua oscuridad.
No es, sin embargo, de noche cuando avisan a Chris de que su padre está agonizando, aunque sí suceden durante la oscuridad todos los acontecimientos que se precipitan con su muerte: el descubrimiento casual por parte de Chris de que el cadáver de su padre ha sido cambiado por otro, las asombrosas revelaciones de una enfermera sobre experimentos genéticos en los que estaría implicada la difunta madre de Chris, la aparición de extraños seres tan inteligentes como agresivos, que rondan en la noche. Un mal oscuro impregna la sociedad, y Chris sólo cuenta con su novia, Sasha, y su amigo Bob para hacerle frente…
Nocturno, crónica de una noche de premoniciones, descubrimientos y revelaciones demasiado espantosas, es a la vez un thriller, una fantástica aventura, un canto a la amistad y una conmovedora historia del triunfo sobre las propias limitaciones. Una novela inquietante y oscura, matizada por una poderosa intriga y un irresistible sentido del humor.

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Un reflector de gran potencia. El círculo se alejó e iluminó las lejanas lomas hacia el este y el norte.

¿De dónde habían sacado ese complejo pertrecho en tan poco tiempo?

¿Era Sandy Kirk el gran jefe de una milicia antigubernamental con centro de operaciones en búnkeres secretos atestados de armas y municiones en las profundidades de la funeraria? No, aquello no sonaba a real. Tales cosas eran un ingrediente de la vida de esta época, sucesos corrientes en una sociedad que pierde sus valores, pero esto otro parecía sobrenatural. Era un territorio por el cual el torrencial y salvaje río de los acontecimientos de la tarde todavía no había atravesado.

Tenía que saber lo que estaba sucediendo allá arriba. Si no investigaba, me iba a sentir peor que un estúpido ratón en el laberinto de un laboratorio.

Salí bruscamente de la maleza y me dirigí hacia la derecha de la rambla, crucé el suelo resbaladizo de la cavidad y luego trepé por la extensa ladera de la colina, porque el proyector de luz parecía haberse originado en esa dirección. Mientras ascendía, el foco iluminó otra vez la zona de mas arriba -de hecho siguió en dirección noroeste, como yo había supuesto- y luego pasó a gran velocidad por tercera vez, iluminando con su brillo la cima de la colina hacia la cual yo me dirigía.

Tras arrastrarme los penúltimos diez metros con las manos y las rodillas, me deslice serpenteando sobre el vientre los diez finales En la cima, me enrosqué en un afloramiento de rocas castigadas por la intemperie que me proporcionaron un poco de protección y alcé la cabeza con cautela.

Un Hummer negro -o un Hymvee quizá, la versión militar original del vehículo antes de haber sido elevado de categoría para venderlo a los civiles- estaba en una colina próxima a la mía, inmediatamente a sotavento de un gigantesco roble. Aunque sólo tenía encendidas las luces traseras, el Hummer poseía una silueta inconfundible una furgoneta cuadrada, pesada, de transmisión en las cuatro ruedas, con gigantescos neumáticos, capaz de atravesar cualquier terreno.

Entonces vi los dos reflectores ambos eran de asidero, uno del conductor y el otro del pasajero del asiento delantero y ambos tenían unas lentes del tamaño de una bandeja de ensalada.

El conductor apagó su luz y puso el Hummer en marcha. La gran furgoneta salió de debajo de las extensas ramas del roble y cruzo velozmente el prado alto como si atravesara una autopista, dirigiendo hacia mí su parte trasera. Desapareció en el borde extremo, reapareció saliendo de una hondonada y ascendió rápidamente por una ladera más alejada, conquistando sin esfuerzo las colinas costeras.

Los hombres que iban a pie, con las linternas y quizá las pistolas, habían alcanzado las hondonadas. Para evitar que me ocultara en los terrenos elevados y para obligarme a bajar a donde los rastreadores pudieran encontrarme, el Hummer patrullaba por la cima de las colinas.

– ¿Quien es esta gente? -murmure.

Los reflectores del Hummer se proyectaban como látigos, barrían las colinas mas alejadas, iluminaban un mar de hierba en una brisa vaga cuyo flujo menguaba y se acrecentaba. Una ola tras otra rompía al otro lado del suelo ascendente y lamía los troncos de las islas de robles.

Luego, la gran furgoneta se puso otra vez en movimiento y retozó en un terreno menos acogedor. Las luces delanteras se agitaban, un reflector osciló violentamente a lo largo de la cima de una colina, luego se metió en una hondonada, salió de nuevo y se dirigió hacia el este y el sur a otro punto ventajoso.

Me pregunte si estas actividades serían visibles desde las calles de Moonlight Bay, en las colinas más bajas y en el llano, cerca del océano. A pocos ciudadanos se les ocurriría salir y mirar hacia arriba, en un ángulo que revelara el suficiente movimiento como para atraer su curiosidad.

Quienes avistaran los reflectores pensarían que unos adolescentes o los alumnos de un colegio, en un vulgar cuatro por cuatro, perseguían a un alce o un ciervo en la costa: un deporte ilegal aunque no sangriento con el que la mayoría era tolerante.

Poco después el Hummer dio un giro hacia mí. A juzgar por sus pautas anteriores, podía llegar a la colina en dos movimientos.

Me refugié en la parte baja de la ladera, en la hondonada por la que antes había trepado exactamente donde ellos me querían. No tenía otra elección.

Hasta ese momento había confiado que podría escapar. Ahora mi confianza estaba menguando.

8

Me dirigí al prado y a la rambla y continué en la misma dirección hacia la que me había encaminado antes de que los reflectores me obligaran a subir a la cima de la colina. Sólo había dado unos pasos cuando me detuve, sorprendido por algo con unos brillantes ojos verdes que permanecía a la expectativa en el sendero frente a mí.

Un coyote.

Semejantes a los lobos aunque más pequeños y con un hocico más estrecho, estos animales esbeltos y larguiruchos pueden ser peligrosos. Cuando la civilización invadió su territorio, fueron literalmente aniquilados con la excusa de proteger los patios traseros de los barrios residenciales próximos a las colinas. De vez en cuando oyes que un coyote ha atacado a un niño. Aunque sólo raramente atacan a personas adultas, yo no confiaría demasiado en su limitación o en mi tamaño superior si me encontrara con un grupo, o hasta con un par de ellos, en su territorio.

Mi visión nocturna todavía se estaba recuperando del deslumbramiento de los reflectores, y hubo unos instantes tensos antes de que percibiera que aquellos brillantes ojos verdes estaban demasiado cerca para ser los de un coyote. Además, a menos que aquella bestia estuviera dispuesta a saltar con el pecho contra el suelo, me dirigía su maligna mirada desde una posición demasiado baja para ser la de un coyote.

Cuando mi visión se adaptó a las sombras de la noche y a la luz de la luna, descubrí que lo que tenía ante mí era un indefenso gato. No un puma, lo cual hubiera sido mucho peor que un coyote y razón suficiente para provocar un terror genuino, sino un simple gato casero: gris o beige claro, imposible de determinar bajo aquella luz.

La mayoría de los gatos no son estúpidos. Aunque persigan a un ratón de campo o a los lagartos del desierto, nunca se aventuran en el territorio de un coyote.

Pero lo cierto es que cuando conseguí verla con más claridad, aquella criatura particular parecía estar en un estado de alerta exagerado. Sentada en posición erecta, con la cabeza enderezada, las orejas erguidas, me estudiaba con intensidad.

Cuando di un paso hacia él, el gato se puso de cuatro patas. Y cuando avancé otro paso, se alejó de mí, salió corriendo por el sendero plateado por la luna y se perdió en la oscuridad.

En otro lugar de la noche, el Hummer se puso otra vez en movimiento. Los chirridos y gruñidos se hicieron cada vez más fuertes.

Aceleré el paso.

Cuando había recorrido unos cien metros, el Hummer no se había alejado más, sino que rondaba por algún lugar próximo. Su motor sonaba como un lento y profundo jadeo. Arriba, la predadora mirada de las luces rastreaba su presa en la noche.

Mientras buscaba la siguiente ramificación de la hondonada, descubrí al gato esperándome. Estaba sentado en el cruce, inmóvil.

Cuando me dirigí al sendero de la izquierda, el gato corrió hacia el de la derecha. Dio unos cuantos pasos, se detuvo y volvió hacia mí sus ojos de linterna.

Aquel gato debía de estar perfectamente enterado de la existencia de los rastreadores, no tanto de los que ocupaban el ruidoso Hummer sino de los hombres que iban a pie. Debió de percibir, con sus agudos sentidos, las feromonas de la agresividad que iban derramando a su paso. La inminente violencia. Seguramente deseaba evitar a aquella gente tanto como yo. Llegado el caso, prefería elegir la vía de escape que escogiera el animal que la que pudiera elegir yo.

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