No hice demasiado ruido tampoco. Las astas verticales estaban sólidamente unidas a las horizontales, cuando recibió mi impacto, la verja emitió un sonido breve y sordo.
Me apoye en el hierro.
Un sabor amargo me molesto. Tenía la boca tan seca que no podía escupir.
Sentí un picor en la sien derecha. Alce la mano hasta la cara. Tenía tres espinas clavadas en la piel. Las extraje.
Durante la carrera colina abajo debí de haber pasado rozando un rosal silvestre aunque no recordaba haberlo hecho.
Es posible que, como respiraba sin pausa, la suave fragancia de las rosas fuera demasiado tenue, y quedara camuflada por un cierto hedor a podrido. De nuevo podía oler la crema antisolar, casi tan intensa como cuando me la había aplicado -pero ahora con un punto de acidez- porque el sudor había revitalizado el olor de la loción.
Me dominaba el absurdo y firme convencimiento de que mis seis perseguidores podían descubrirme por el olor como si fueran sabuesos. Por el momento me encontraba a salvo solo porque estaba con el viento a favor.
Agarrándome con fuerza a la reja, cuya vibración sentí en las manos y en los huesos, miré hacia lo alto de la colina. La partida de persecución se dirigía desde la terraza mas elevada hacia la segunda.
Seis guadañas de luz se agitaban entre las rosas. Porciones de celosías, brevemente iluminadas y distorsionadas por aquellas brillantes y largas espadas, parecían huesos de dragones muertos.
Los jardines presentaban la dificultad de tener mas lugares en los que ocultarse que los prados abiertos de arriba. Sin embargo, los perseguidores avanzaban ahora a mayor velocidad.
Escale la verja y me balanceé en la cima, procurando que la chaqueta o la pernera de los téjanos no se quedaran enganchados en las afiladas puntas. Más allá se extendía el campo abierto: valles en sombra, la curva ascendente de hileras de colinas iluminadas por la luna, grupos de robles negros aquí y allá, apenas visibles.
Cuando me dejé caer al otro lado de la verja la hierba, exuberante debido a las recientes lluvias de invierno me cubrió hasta la rodilla. Aspire el aroma del verde jugo procedente de las hojas aplastadas bajo mis zapatos.
Seguramente Sandy y sus ayudantes revisarían todo el perímetro de la propiedad, así es que rodeé la parte inferior de la colina, para alejarme de la funeraria. Quería salir del alcance de sus linternas antes de que llegaran a la verja.
Pero me alejé también de la ciudad, lo cual no era conveniente. No encontraría ayuda en una zona desierta. Cada paso hacia el este era un paso hacia el aislamiento, y en una zona aislada yo era tan vulnerable como cualquiera, más vulnerable que la mayoría.
Por suerte la época del año estaba de mi parte. Si hubiera sido pleno verano la hierba estaría tan dorada como el trigo y tan seca como el papel. Mi avance hubiera quedado marcado por una franja de tallos hollados.
Esperaba que la hierba fuera lo bastante flexible para combarse y recuperarse detrás de mí, ocultando toda huella de mi paso por aquel lugar. De todas formas, lo más probable es que un rastreador con dotes de observación diera conmigo.
Aproximadamente unos sesenta metros más allá de la verja, al fondo del declive, el prado se interrumpía con unos arbustos más frondosos. Una barrera de espesa hierba de metro y medio de altura se mezclaba con lo que debían de ser barbas de cabra y densos grupos de aureolas.
Avancé apresuradamente a través de esta vegetación y me metí en una profunda rambla. Pocas cosas prosperaban porque la temporada de tormentas había puesto al descubierto la espina dorsal del lecho de roca de la parte inferior de las colinas. Y como hacía más de dos semanas que no llovía, el curso rocoso estaba seco.
Me detuve para recuperar el aliento. Luego me incliné sobre la maleza y aparté la hierba para comprobar hasta dónde habían descendido mis perseguidores.
Cuatro de ellos se acercaban a la verja. Los haces de luz de sus linternas cortaron el cielo, tartamudearon entre las estacas puntiagudas y apuñalaron accidentalmente el suelo cuando se encaramaron y pasaron al otro lado de la verja.
Pensé con desaliento que eran rápidos y ágiles.
¿Irían todos armados, como Sandy Kirk?
Considerando su agudo instinto animal, su rapidez y su persistencia, quizá no era necesario que fueran armados. Si me capturaban, podían dejarme fuera de combate con las manos.
Me pregunté si me arrancarían los ojos.
La rambla -y el amplio declive en el que discurría- subía colina arriba hacia el nordeste y descendía colina abajo hacia el suroeste. Como me encontraba casi en el extremo nordeste de la ciudad, no encontraría ayuda si continuaba subiendo la colina.
Me encaminé hacia el suroeste, siguiendo la rambla flanqueada de matorrales, con la intención de volver a la zona poblada tan rápidamente como me fuera posible.
En el sombrío y hueco canal que tenía ante mí, la luna lustrosa brillaba suavemente en el lecho de roca como el hielo lechoso en una laguna invernal. La envolvente cortina de hierba silvestre parecía congelada.
Dominando el temor de caer en las piedras desprendidas o de romperme un tobillo en un agujero, me metí en la noche dejando que la oscuridad me empujara como el viento empuja un barco de vela. Corrí a toda velocidad por el declive sin sentir los pies en el suelo, como si estuviera patinando sobre roca helada.
Tras recorrer doscientos metros, llegué a un lugar donde las colinas se enlazaban unas a otras, dando como resultado una ramificación del hueco. Sin apenas reducir la carrera, elegí el camino de la derecha porque me dirigiría directamente a Moonlight Bay.
Me encontraba a poca distancia de la intersección cuando vi unas luces que se aproximaban. A un centenar de metros delante de mí, el hueco giraba y desaparecía hacia la izquierda, dando una vuelta completa alrededor de la colina. La fuente de luz de los rastreadores se encontraba detrás de aquella curva y observé que se trataba de la luz de unas linternas.
Ninguno de los hombres de la funeraria había tenido tiempo de salir del jardín de rosas y adelantarme con tanta rapidez. Estos eran otros.
Querían atraparme haciendo una pinza. Me dio la sensación de que me perseguía un ejército, un pelotón surgido del mismo suelo.
Me detuve.
Consideré la posibilidad de bajar a las rocas, a la protección del prado con la hierba de la altura de un hombre y de la espesa maleza que se agrupaba en la rambla. Pero aunque no dejara muchas huellas de mi paso entre aquella vegetación, estaba casi seguro de que los pocos signos de mi paso serían descubiertos por mis perseguidores. Atravesarían la maleza y me capturarían o me dispararían cuando subiera por el espacio abierto de la falda de la colina.
Aumentó el brillo de los haces de luz en la curva que tenía delante. Las tiras de la alta hierba del prado llamearon como formas bellamente cinceladas en una bandeja de plata fina.
Retrocedí hasta la Y en la cavidad y tomé la ramificación de la izquierda, que había despreciado minutos antes. Al cabo de ciento ochenta o doscientos metros encontré otra Y; quería ir hacia la derecha -hacia la ciudad- pero como temí entrar en el juego de sus conjeturas, tomé la ramificación de la izquierda que me iba a adentrar en la zona despoblada de las colinas.
Desde algún lugar en lo alto y a gran distancia, del lado oeste, llegó el gruñido de un motor, al principio distante pero luego, de pronto, más cercano. El ruido del motor era tan fuerte que pensé que procedía de una aeronave en vuelo rasante. No se parecía al estruendoso tartamudeo de un helicóptero, sino más bien al rugido de un aeroplano de ala fija.
Luego una luz deslumbrante barrió la cima de las colinas a mi izquierda y a mi derecha, pasó directamente a través de la cavidad, a dieciocho o veinte metros por encima de mi cabeza. El foco era tan brillante, tan intenso, que parecía poseer peso y textura, como el chorro de calor blanco de una sustancia fundida.
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