J. Robb - Una muerte extasiada

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Una muerte extasiada: краткое содержание, описание и аннотация

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Tres hombres aparecen muertos con una sonrisa en los labios. Los presuntos suicidas no tienen nada en común, ni aparentes motivos para querer quitarse la vida, La teniente Eve Dallas pone en tela de juicio la tesis del suicidio y las autopsias le dan la razón. En los cerebros de las tres víctimas se detectan pequeñas quemaduras. En su investigación, Eve se adentra en el inquietante mundo de la realidad virtual donde los mismos mecanismos concebidos para despertar el deseo pueden inducir a la mente a su propia destrucción.

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Jadeando, conteniendo las náuseas que le habían causado los huesos del hombre al clavársele en el estómago, Eve se apartó el cabello de los ojos soplando. Peabody también estaba de rodillas con el explosivo en una mano, el arma en la otra.

– No podía apuntar, así que fui por el explosivo. Pensé que podrías ocuparte de él.

– Estupendo. -A Eve le dolía todo el cuerpo, y el corazón empezó a latirle con fuerza al ver a su ayudante con la bomba en una mano-. No te muevas.

– No lo hago. Sólo respiro.

– Llamaré a la maldita brigada de desactivación de explosivos. Y buscaré un contenedor blindado.

– Iba a hacerlo yo… -Peabody se interrumpió y palideció-. Oh, mierda, Dallas, se está calentando.

– ¡Tírala! ¡Tírala y cúbrete! -Eve arrastró consigo al hombre inconsciente hasta detrás del mostrador, se colocó encima de él y le sujetó los brazos detrás de la nuca.

Llegó la explosión seguida de una oleada de calor, y haciendo llover Dios sabe qué encima de ella. El extintor de incendios automático se puso en marcha rociando la estancia de agua helada y conectando una alarma para advertir a los empleados y clientes que debían desalojar con calma y de forma ordenada el edificio.

Eve dio las gracias a quien fuera que la había escuchado por no sentir demasiado dolor, y porque al parecer todavía conservaba unidas todas las partes del cuerpo.

Tosiendo a causa de la espesa nube de humo, salió arrastrándose de detrás del mostrador en ruinas.

– Por Dios, Peabody. -Volvió a toser, se frotó los ojos irritados y siguió arrastrándose por el húmedo y ahora mugriento suelo. Algo caliente le quemó la mano y le hizo soltar una maldición-. Vamos, Peabody, ¿dónde demonios estás?

– Aquí… -llegó la débil respuesta, seguida de un acceso de tos-. Estoy bien, creo.

Se cogieron las manos a través de la cortina de humo y agua, y se miraron los ennegrecidos rostros. Entonces Eve alargó la mano y le dio unos golpecitos en la cabeza.

– Tenías el pelo en llamas -explicó con suavidad.

– Oh, gracias. ¿Cómo está ese cabrón?

– Sigue inconsciente. -Eve se sentó sobre los talones y se hizo a sí misma un examen. No sangraba, y conservaba la mayor parte de la ropa, aunque destrozada-. ¿Sabes, Peabody? Creo que este edificio es de Roarke.

– Entonces probablemente se cabreará. El humo y el agua causan grandes estropicios.

– A quién se lo dices. Digamos que ha sido un día aciago. Los agentes pueden hacerse cargo de la situación. Esta noche hay fiesta en casa.

– Sí. -Peabody torció el gesto al arrancarse la destrozada manga del uniforme-. Tengo muchas ganas de ir. -Luego se volvió y entornó los ojos-. Dallas, ¿cuántos pares de ojos tenías al entrar aquí?

– Sólo uno.

– Mierda, pues ahora tienes dos. Creo que una de las dos tiene un problema.

No hubo tiempo para limpiar. Después de sacar a Peabody de los escombros y dejarla en manos de los asistentes sanitarios, Eve tuvo que dar un informe al oficial al mando del equipo de seguridad, y repitió los mismos datos a la brigada de desactivación de explosivos. Entre ambos informes acosó a los asistentes sanitarios con preguntas sobre el estado de Peabody y frenó sus intentos de examinarle las heridas.

Roarke ya estaba vestido para la fiesta cuando ella cruzó corriendo la puerta. Interrumpió su conversación con Tokio e hizo salir al equipo de floristas que colocaban hibiscos rosas y blancos en el vestíbulo.

– ¿Qué demonios te ha ocurrido?

– No hagas preguntas. -Pasó por delante de él y subió las escaleras a todo correr.

Se había quitado la camisa hecha trizas cuando él entró en el dormitorio y cerró la puerta.

– Pienso hacerlas.

– La bomba no estaba desactivada después de todo. -Para no sentarse y manchar los muebles con lo que fuera que tenía en los pantalones, hizo equilibrios sobre un pie tratando de quitarse la bota.

Roarke respiró hondo.

– ¿Qué bomba?

– Bueno, era un explosivo de fabricación casera. Muy poco fiable. -Logró quitarse la segunda bota, luego continuó con los raídos y ennegrecidos pantalones-. Un tipo atracó una oficina de cambio a dos manzanas de la comisaría. Menudo idiota. -Arrojó los harapos al suelo y ya se encaminaba hacia la bañera cuando Roarke la cogió de un brazo.

– Por el amor de Dios. -La volvió hacia él para examinar el cardenal que se le extendía por las caderas. Era mayor que su mano abierta. Tenía la rodilla derecha pelada y unos cuantos cardenales más en brazos y hombros-. Estás hecha un asco, Eve.

– Tendrías que haber visto al tipo. Bueno, al menos disfrutará de medio metro cuadrado y un techo durante unos años, gentileza del Estado. Tengo que arreglarme.

Él no la soltó y la miró a los ojos.

– Supongo que no te molestaste en pedir al equipo médico que te echara un vistazo.

– ¿Esos carniceros? -Sonrió-. Estoy bien, sólo un poco dolorida. Puedo hacerme un tratamiento mañana.

– Tendrás suerte si mañana puedes andar. Vamos.

– Roarke… -Pero Eve se interrumpió con una mueca de dolor y cojeó, y él la sentó en la bañera.

– Siéntate. Estáte quieta.

– No hay tiempo para esto. -Se sentó y puso los ojos en blanco-. Voy a tardar un par de horas en quitarme de encima la peste y el hollín. Cielos, cómo huelen esos explosivos. -Se olió los hombros e hizo una mueca de disgusto-. Azufre. -Luego miró a Roarke-. ¿Qué es eso?

Él se acercaba con una gruesa compresa impregnada de algo rosa.

– Lo mejor que podemos hacer en estos momentos. Deja de moverte. -Le colocó la compresa en la rodilla herida sin hacer caso de sus maldiciones.

– Escuece. Por Dios, ¿te has vuelto loco?

– Empiezo a creerlo. -Con la mano libre, Roarke le sujetó la barbilla y examinó su rostro ennegrecido-. A riesgo de repetirme te diré que estás hecha un asco. Sosténte esta compresa en la rodilla. -Le apretó ligeramente la barbilla y añadió-: Hablo en serio.

– Está bien, está bien. -Eve resopló y lo hizo mientras él regresaba al armario botiquín. El escozor cada vez era menos fuerte y no quería admitir que el intenso dolor de la rodilla estaba cediendo-. ¿Qué es esta bazofia?

– Una mezcla de esto y aquello. Aliviará la hinchazón y anestesiará la herida por unas horas. -Regresó con un pequeño tubo de líquido-. Bébete esto.

– Eh, drogas no.

Él le puso una mano en el hombro.

– Eve, si no estás dolorida en estos momentos es por la adrenalina. Va a dolerte, y mucho, en muy poco tiempo. Sé lo que es estar magullado por todas partes. Ahora bebe esto.

– Estaré bien. No quiero… -Se interrumpió cuando él le tapó la nariz, le echó la cabeza hacia atrás y le vertió el líquido por la garganta-. Cabrón… -logró decir, ahogándose y golpeándolo.

– Buena chica. Ahora a la ducha. -Roarke se acercó a la bañera de cristal y ordenó un chorro de media intensidad y a unos treinta grados de temperatura.

– Me vengaré de esto. No sé cómo ni cuándo, pero lo haré. -Eve se metió cojeando en la ducha-. El muy hijo de perra me ha obligado a tomar drogas. Me trata como una maldita imbécil. -Pero gimió de alivio cuando el agua cubrió su magullado cuerpo.

Él sonrió al verla apoyar ambas manos contra la pared y poner la cabeza debajo del chorro.

– Querrás ponerte algo suelto y largo hasta el suelo. Prueba el vestido azul que Leonardo diseñó para ti.

– Oh, vete al infierno. Puedo vestirme sola. ¿Por qué no dejas de mirarme y te vas a dar órdenes a tus subalternos?

– Ahora son nuestros subalternos, querida.

Ella contuvo una risita y dio una palmada en el panel de la ducha para tener acceso al telenexo empotrado.

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