J. Robb - Una muerte extasiada

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Tres hombres aparecen muertos con una sonrisa en los labios. Los presuntos suicidas no tienen nada en común, ni aparentes motivos para querer quitarse la vida, La teniente Eve Dallas pone en tela de juicio la tesis del suicidio y las autopsias le dan la razón. En los cerebros de las tres víctimas se detectan pequeñas quemaduras. En su investigación, Eve se adentra en el inquietante mundo de la realidad virtual donde los mismos mecanismos concebidos para despertar el deseo pueden inducir a la mente a su propia destrucción.

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– Le doy una semana, eso es todo. Si no tiene las respuestas para entonces, cerraremos los expedientes. Ella contuvo el aliento.

– ¿Y el jefe?

– Hablaré con él personalmente. Consígame algo, Dallas, o prepárese para seguir adelante.

– Gracias, señor.

– Puede retirarse -dijo él, y añadió cuando ella alcanzó la puerta-: Oh, si piensa volverse a salir de la esfera oficial para… investigar, ándese con cuidado. Y déle recuerdos a su marido.

Ella se ruborizó ligeramente. Whitney había adivinado la fuente, y ambos lo sabían. Eve murmuró algo y salió. Había esquivado el golpe, se dijo mesándose el cabello. Luego, murmurando una maldición, corrió hasta la parada de aerodeslizador más próxima. Iba a llegar tarde a la vista.

Casi era el final de su turno cuando regresó a su oficina y encontró a Peabody recostada ante su escritorio con una taza de café en la mano.

Eve se apoyó contra la jamba de la puerta.

– ¿Cómoda, oficial?

Peabody dio un brinco, derramó un poco de café y carraspeó.

– No sabía a qué hora volverías.

– Eso parece. ¿Algún problema con tu ordenador?

– Oh, no. Pensé que era más rápido introducir los nuevos datos directamente en el tuyo.

– Eso es un buen argumento, Peabody. No lo sueltes. -Eve se acercó a su Autochef y pidió un café. Era la mezcla de Roarke en lugar del veneno que servían en toda la planta, lo que explicaba que Peabody estuviera cómodamente instalada ante el escritorio de su superior.

– ¿Alguna novedad?

– El capitán Feeney ha comprobado todas las comunicaciones de los internexos de Devane. No parece haber ninguna conexión, pero está todo aquí. Tenemos su agenda personal con todas las citas y la mayoría de datos de la última revisión médica que se hizo.

– ¿Algún problema en ella?

– Ninguno. Era adicta al tabaco y se ponía inyecciones anticáncer con regularidad. No tenía ningún síntoma de enfermedad; ni física, ni emocional, ni mental. Tenía tendencia al estrés y al exceso de trabajo, lo que contrapesaba con calmantes y tranquilizantes. Según todos los informes cohabitaba felizmente con su pareja, aunque ésta solía estar fuera del planeta. Tienes también el nombre del pariente más próximo, el hijo de su anterior relación.

– Sí, ya he hablado con él. Trabaja en las oficinas de Tattler de New Los Ángeles. Viene para aquí. -Eve ladeó la cabeza-. ¿Cómoda, Peabody?

– Sí, teniente. Oh, lo siento. -Se apresuró a ponerse de pie y se acomodó en una silla a su lado-. ¿Qué tal la reunión con el comandante?

– Tenemos una semana -respondió Eve con brusquedad mientras se sentaba-. Aprovechémosla al máximo. ¿El informe del forense de Devane?

– Aún no está listo.

Eve se volvió hacia su telenexo.

– Veamos si podemos darle un pequeño empujón.

Eve llegó a casa tambaleándose. No había comido nada, cosa de lo que se alegró ya que había terminado la jornada en el depósito de cadáveres contemplando los restos de Cerise Devane.

Hasta el estómago de una policía veterana podía revolverse.

Y no iba a sacar nada de allí, nada en absoluto. Dudaba que ni siquiera el equipo de Roarke lograra reconstruir lo suficiente de Devane para ser de alguna ayuda.

Al entrar casi tropezó con el gato, que estaba espatarrado en el umbral, y reunió energías para agacharse y cogerlo en brazos. Él la miró echando fuego por sus ojos de dos colores.

– No te pisarían si pusieras tu culo gordo en otra parte, amigo.

– Teniente.

Eve cogió el gato con el otro brazo y vio a Summerset, quien, para variar, había aparecido de la nada.

– Sí, llego tarde -replicó-. Castígueme.

Él no respondió con su habitual comentario mordaz. Había visto las imágenes en el canal de noticias y la había observado en el tejado. Le había visto la cara.

– ¿Querrá cenar?

– No, gracias. -Quería acostarse y se encaminó a las escaleras.

– Teniente. -Summerset esperó a que ella soltara un juramento y volviera la cabeza con un gruñido-. Una mujer que camina por un tejado es o muy valiente o muy estúpida.

El gruñido se convirtió en una sonrisa burlona.

– No es preciso que me diga en qué categoría me ha puesto.

– No, no es preciso. -Él la observó subir y pensó que esa mujer tenía muchísimo coraje.

No había nadie en el dormitorio. Pensó en hacer un registro de la casa por ordenador para localizar a Roarke, pero cayó de bruces en la cama. Galahad se escabulló de sus brazos y se subió a su trasero para enroscarse e instalarse cómodamente en él.

Roarke la encontró allí espatarrada unos minutos más tarde, muerta de agotamiento y con un gato en forma de salchicha guardándole las espaldas.

Se limitó a observarla. Él también había visto las imágenes del informativo. Le habían dejado paralizado, con la boca seca y el estómago revuelto. Sabía con qué frecuencia ella se enfrentaba a la muerte, a la de ella y a la de los demás, pero se repetía que lo aceptaba. Sin embargo esa mañana había observado impotente cómo ella se paseaba al borde del abismo. La había mirado a los ojos y había visto agallas, y miedo. Y había sufrido.

Ahora estaba en casa, una mujer con más huesos y músculos que curvas, con un cabello que pedía a gritos unas tijeras y unas botas de tacones gastados.

Se acercó, se sentó en el borde de la cama y le cogió la mano que descansaba en la colcha.

– Sólo estoy cargando las pilas -murmuró ella.

– Eso ya lo veo. Iremos a bailar en unos momentos.

Ella consiguió soltar una risita.

– ¿Puedes sacar de mi trasero esa cosa?

Solícito, Roarke cogió a Galahad y le acarició el pelaje erizado.

– Has tenido una jornada dura, teniente. Has salido en todos los medios de comunicación.

Ella se dio la vuelta, pero permaneció con los ojos cerrados.

– Me alegro de no haberlo visto. Entonces ya sabes lo de Cerise.

– Sí, tenía puesto el canal 75 mientras preparaba mi primera reunión de esta mañana. Lo vi en directo.

Eve percibió la tensión de su voz y abrió los ojos.

– Lo siento.

– Me dirás que estabas haciendo tu trabajo. -Roarke dejó el gato a un lado y le apartó el cabello de la mejilla-. Pero fuiste más lejos, Eve. Podría haberte arrastrado consigo.

– Yo no estaba dispuesta a acompañarla. -Eve le cogió la mano que él había apoyado en su mejilla-. Mientras estaba allí recordé algo. Me vi de niña en un mugriento albergue de vagabundos, delante de una ventana que él acababa de hacer añicos. Entonces sí pensé en saltar y terminar de una vez con todo. Pero decidí no hacerlo y no he cambiado de idea.

Galahad bajó del regazo de Roarke y se extendió cuan largo era sobre el estómago de Eve. Roarke sonrió.

– Parece que los dos queremos tenerte aquí por más tiempo. ¿Qué has comido hoy?

Ella se mordió el labio.

– ¿Qué es esto, un interrogatorio? La comida no está en un puesto muy alto en mi lista. Acabo de regresar del depósito. El impacto contra el cemento después de una caída de setenta pisos tiene resultados poco atractivos en la carne y los huesos.

– Imagino que no habrá suficientes restos que analizar para compararlo con los demás.

A pesar de la desagradable imagen, Eve sonrió, se incorporó y le dio un sonoro y rápido beso.

– Eres un lince, Roarke. Es una de las cosas que más me gustan de ti.

– Creía que era mi cuerpo.

– También está alto en la lista -respondió ella mientras él se levantaba y se acercaba al Autochef empotrado-. No, no habrá suficientes restos, pero tiene que haber una conexión. Tú también lo ves, ¿no?

Roarke esperó a recibir la bebida de proteínas que había pedido.

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