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J. Robb: Una muerte extasiada

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J. Robb Una muerte extasiada

Una muerte extasiada: краткое содержание, описание и аннотация

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Tres hombres aparecen muertos con una sonrisa en los labios. Los presuntos suicidas no tienen nada en común, ni aparentes motivos para querer quitarse la vida, La teniente Eve Dallas pone en tela de juicio la tesis del suicidio y las autopsias le dan la razón. En los cerebros de las tres víctimas se detectan pequeñas quemaduras. En su investigación, Eve se adentra en el inquietante mundo de la realidad virtual donde los mismos mecanismos concebidos para despertar el deseo pueden inducir a la mente a su propia destrucción.

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– Tus reflejos funcionan perfectamente -murmuró mientras la tendía en la suave arena blanca.

Su esposa. A Roarke le gustaba repetírselo mientras ella lo montaba, se movía debajo de él o yacía exhausta a su lado. Esa mujer fascinante, esa policía consagrada, esa alma atormentada le pertenecía.

La había observado, a través del programa, en acción en aquel callejón, haciendo frente al asesino enloquecido por las drogas. Y sabía que en la vida real se enfrentaba a su trabajo con la misma determinación y coraje que había exhibido en la ilusión.

La admiraba por ello, por muchos quebraderos de cabeza que le causara. Pronto estarían de nuevo en Nueva York y él tendría que compartir con ella sus obligaciones. Pero de momento no quería compartirla con nada ni nadie.

A él tampoco le eran desconocidos los callejones que apestaban a basura y a miseria humana. Había crecido en ellos y finalmente había escapado, hasta convertirse en quien era, y entonces Eve había irrumpido en su vida, penetrante y letal como una flecha, y había vuelto a cambiarla.

Los policías habían sido en otro tiempo el enemigo, luego un divertimento, y ahora estaba unido a uno.

Apenas hacía dos semanas la había visto acercarse a él con un vestido largo y suelto de color bronce, y un ramo de flores. Los cardenales que unas horas atrás le había dejado en el rostro un asesino habían quedado disimulados bajo el maquillaje. Y en sus grandes ojos castaños que revelaban tantas cosas, había visto coraje y risa.

Allá vamos, Roarke. Casi se lo había oído decir mientras colocaba una mano sobre la de él. En la fortuna como en la adversidad, te acepto. Dios nos ampare.

Ahora ella llevaba su anillo y él el de ella. Roarke había insistido en ese punto, aunque esas tradiciones no estaban precisamente de moda a mediados del siglo XXI. Había querido tener un recordatorio tangible de lo que significaban el uno para el otro, un símbolo.

Ahora él le cogió la mano y le besó el dedo por encima de la alianza de oro grabada que había encargado para ella. Ella mantuvo los ojos cerrados mientras él estudiaba los marcados ángulos de su rostro, la boca grande, el cabello corto y castaño despeinado.

– Te quiero.

A Eve se le subieron los colores. Se conmovía tan fácilmente, pensó él. Se preguntó si tenía alguna idea de lo grande que era su corazón.

– Lo sé. -Abrió los ojos-. Empiezo a acostumbrarme.

– Estupendo.

Mientras oía el ruido de las olas lamiendo la orilla y la balsámica brisa susurrando entre las palmeras, la joven se apartó el cabello del rostro. Un hombre como él, poderoso, rico e impulsivo, podía hacer realidad tales escenas con un chasquido de los dedos. Y lo había hecho por ella.

– Me haces tan feliz.

Él le sonrió, haciendo que el estómago se le encogiera de placer.

– Lo sé.

Sin esfuerzo, la levantó del suelo y la colocó a horcajadas sobre él. Entonces le recorrió despacio el largo, delgado y musculoso cuerpo.

– ¿Estás dispuesta a admitir que te alegras de que te haya sacado a la fuerza del planeta para la última parte de nuestra luna de miel?

Ella hizo una mueca al recordar su pánico y obstinada negativa a embarcar en el transporte que los esperaba, y cómo se había reído él y, cargándola a los hombros, la había subido a bordo mientras ella lo maldecía.

– Me gustó París -respondió ella con un resoplido-. Y me encantó la semana en aquella isla. No veía razón para venir a este refugio a medio terminar y suspendido en el espacio cuando íbamos a pasar la mayor parte del tiempo en la cama.

– Estabas asustada. -Le había encantado verla atemorizada ante la perspectiva de su primer viaje fuera del planeta, y había sido un placer para él distraerla durante la mayor parte del trayecto.

– No es cierto. -Aterrorizada, pensó ella-. Estaba con toda razón indignada de que hubieras hecho planes sin consultarme.

– Me parece recordar a alguien absorto en un caso y diciéndome que hiciera los planes que quisiera. Estabas muy guapa de novia.

Esas palabras la hicieron sonreír.

– Era el vestido.

– No; eras tú. -Le acarició el rostro-. Eve Dallas, me perteneces.

Eve desbordaba amor, que parecía llegarle en inesperadas oleadas que la dejaban temblorosa.

– Te quiero. -Bajó el rostro hacia él y lo besó-. Parece como que eres mío.

Era medianoche cuando cenaron. En la terraza bañada por la luz de la luna del alto y casi terminado edificio del Gran Hotel Olympus, Eve escarbaba en la langosta rellena y contemplaba la vista.

Con Roarke ocupándose de ello, el Olympus estaría en pleno funcionamiento dentro de un año. De momento lo tenían para ellos solos, si ignoraban a los obreros de la construcción, arquitectos, ingenieros y otros colaboradores que ocupaban la enorme estación espacial.

Desde la pequeña mesa de cristal donde se hallaban sentados se alcanzaba a ver el centro del refugio. Las luces encendidas para los trabajadores nocturnos y el débil zumbido de las máquinas hablaban de jornadas de veinticuatro horas. Las fuentes y las antorchas y arco iris simulados que brotaban de los surtidores de agua eran para ella, Eve lo sabía.

Él había querido que ella viera lo que estaba construyendo para que empezara a hacerse una idea del mundo al que pertenecía ahora que era su esposa.

Esposa. Eve exhaló un suspiro, y bebió un sorbo del champán que él le había servido. Iba a tardar en comprender cómo había pasado de ser Eve Dallas, teniente de homicidios, a esposa de un hombre que, según afirmaban algunos, tenía más dinero y poder que Dios.

– ¿Algún problema?

Ella parpadeó y esbozó una sonrisa.

– No. -Con concentración, hundió un trozo de langosta en la mantequilla derretida (mantequilla auténtica, no artificial, para la mesa de Roarke), y lo saboreó-. ¿Cómo me enfrentaré al cartón que hacen pasar por comida en la cantina cuando vuelva al trabajo?

– De todos modos comes golosinas. -Le llenó hasta arriba la copa de champán y arqueó una ceja al verla entornar los ojos.

– ¿Tratas de emborracharme, amigo?

– Desde luego.

Ella se echó a reír, algo que él la veía hacer cada vez con mayor facilidad y más a menudo, y encogiéndose de hombros alzó la copa.

– ¡Qué demonios! No voy a hacerte un desaire. -Bebió de un trago el caro champán como si se tratara de agua y añadió-: Y cuando esté borracha te echaré un polvo que tardarás en olvidar.

El deseo que él había creído saciado por el momento volvió a despertar.

– En ese caso nos emborracharemos los dos -repuso él, llenándose la copa hasta el borde.

– Me gusta este lugar.

Se levantó de la mesa y llevó la copa hasta el grueso muro de mármol. Debía de haber costado una fortuna extraerlo de una cantera y llevarlo allí, pero era Roarke, después de todo.

Inclinándose, contempló el espectáculo de la luna reflejada en el agua y observó los edificios de cúpulas y torres, todos relucientes y elegantes para albergar a la gente deslumbrante y los juegos deslumbrantes que habían ido a jugar.

El casino ya estaba terminado y relucía como una esfera dorada en la oscuridad. Una de las doce piscinas estaba iluminada y el agua brillaba de color azul cobalto. Entre los edificios serpenteaban pasillos aéreos que parecían hilos plateados. Ahora estaban vacíos, pero imaginó cómo estarían dentro de seis meses, un año: atestados de gente envuelta en seda y reluciente de joyas. Acudirían allí para ser mimados entre las paredes de mármol del balneario, con sus baños de barro e instalaciones para embellecer al cuerpo, sus especialistas de voz melosa y sus solícitos androides. Acudirían a perder fortunas en el casino, beber licor selecto en los clubes y acostarse con los cuerpos firmes y suaves de prostitutas con licencia.

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