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J. Robb: Una muerte inmortal

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J. Robb Una muerte inmortal

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Una top model muere brutalmente asesinada Para investigar el caso la teniente Eve Dallas debe sumergirse en el clamoroso mundo de la pasarela y no tarda en descubrir que no es oro todo lo que reluce. Tras la rutilante fachada de la alta costura los desfiles y las fiestas encuentra una devoradora obsesión por la eterna juventud y el éxito, rivalidades encarnizadas, profundos rencores y frustraciones. Un excelente caldo de cultivo para el asesinato en especial si se añade a la mezcla un desenfrenado consumo de las mas sofisticadas drogas.

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– Que se estaba ocultando; lo suficientemente preo?cupado, asustado o involucrado para dejar pasar unos días.

– Exacto. No lo bastante desesperado como para acudir a mí, pero sí preocupado como para ocultar un par de cosas debajo del colchón.

– Donde a nadie se le ocurriría buscarlas -ironizó Pea?body.

– Sí, en algunas cosas no era muy listo. ¿Qué cree que será esa sustancia?

– Algo ilegal.

– Nunca he visto una ilegal de ese color. Es nueva -reflexionó Eve. La luz decreció a gris y sonó un piti?do-. Creo que ya estamos limpias. Pongámonos ropa nueva y vamos a ver qué hay en ese disco.

– ¿Qué diablos es esto? -dijo Eve mirando ceñuda su pantalla.

– Parece una fórmula.

– Eso ya lo veo, Peabody.

– Sí, señor. -Retrocedió un poco.

– Mierda. Odio la ciencia. -Confiando en la suerte, Eve miró a su ayudante-. ¿A usted qué tal se le da?

– En eso ni siquiera soy competente.

Eve estudió la mezcla de números, cifras y símbolos y cerró los ojos.

– Mi unidad no está programada para esto.-Tendré que llevar la fórmula al laboratorio. -Tamborileó sobre la mesa con impaciencia-. Me huelo que es de esos pol?vos que encontramos, pero ¿cómo es posible que un tipo de segunda como Boomer le echara el guante a algo así? ¿Y quién era su otro preparador? Usted sabía que Boomer era mío, ¿cómo se enteró?

Bregando con la vergüenza, Peabody miró las cifras que había en la pantalla.

– Aparecía en varias listas confeccionadas por usted de informes interdepartamentales sobre casos cerrados.

– ¿Tiene por costumbre leer informes interdeparta?mentales, agente?

– Los suyos sí, señor.

– ¿Por qué?

– Porque usted es la mejor, señor.

– ¿Me está haciendo la pelota, Peabody, o es que quiere quitarme el puesto?

– Habrá sitio para mí cuando la asciendan a capitán, señor.

– ¿Qué le hace suponer que quiero una capitanía?

– Sería estúpido no desearlo, y usted no lo es, señor.

– Está bien, dejémoslo. ¿Suele examinar otros infor?mes?

– De vez en cuando.

– ¿Tiene idea de quién puede ser el preparador de Boomer en Ilegales?

– No, señor. Nunca he visto su nombre vinculado a ningún policía. Los soplones suelen tener un solo prepa?rador.

– A Boomer le gustaba variar. Salgamos a la calle. Vi?sitaremos algunos de sus locales preferidos, a ver qué sa?camos. Solo disponemos de un par de días, Peabody. Si alguien le espera en casa, dígale que estará muy atareada.

– No tengo compromisos de esa clase, señor. Dis?pongo de todo el tiempo del mundo.

– Bien. -Se puso en pie-. Entonces en marcha. Ah, Peabody, hemos estado desnudas una al lado de la otra. Déjese de «señor», ¿quiere? Llámeme Dallas.

– Sí, señor, teniente.

Eran más de las tres de la madrugada cuando entró por la puerta, tropezó con el gato que había decidido montar guardia en el vestíbulo, soltó un juramento y giró a cie?gas en busca de la escalera.

En su mente había docenas de impresiones: bares a media luz, locales de striptease, las calles brumosas don?de desahuciadas acompañantes con licencia se buscaban la vida. Todo eso y más se cocía en la poco apetitosa existencia de Boomer Johannsen.

Nadie sabía nada, como es lógico. Nadie había vis?to nada. La única afirmación que había obtenido en cla?ro de su incursión a la parte más miserable de la ciudad era que nadie había sabido de Boomer en más de una semana.

Pero evidentemente alguien había hecho algo más que verle. Eve estaba agotando el tiempo de que dispo?nía para averiguar quién- y por qué.

Las luces de la alcoba estaban a medias. Se había des?pojado ya de la blusa cuando advirtió que la cama estaba vacía. Tuvo una punzada de desilusión, un débil e incó?modo tirón de miedo.

Habrá tenido que ausentarse, pensó. Ahora se diri?gía a un punto cualquiera del universo colonizado. Po?día estar fuera varios días.

Mirando tristemente la cama, se despojó de los za?patos y el pantalón. Tanteando en un cajón, sacó una ca?miseta y se la puso.

Qué patética soy, se dijo, mira que quejarme porque Roarke ha tenido que salir por trabajo. Por no estar allí para que ella se le arrimara. Por no estar allí para espantar las pesadillas que parecían acosarla con mayor intensi?dad y frecuencia a medida que sus recuerdos empezaban a atosigarla.

Estaba demasiado cansada para soñar, se dijo. De?masiado cansada para meditar. Pero era lo bastante fuer?te para recordar todo lo que no quería recordar.

De pronto la puerta se abrió.

– Creía que habías tenido que irte -dijo Eve con alivio.

– Estaba trabajando. -Roarke se acercó. En la pe?numbra de la habitación su camisa negra contrastaba con el blanco de ella. Le levantó la barbilla y la miró a los ojos-. Teniente Dallas, ¿por qué trabajas siempre hasta caer rendida?

– Este caso tiene una fecha límite. -Tal vez estaba ex?hausta, o tal vez el amor empezaba a ser más sencillo, el caso es que acarició con sus manos el rostro de Roarke-. Me alegro de tenerte aquí. -Al cogerla él en vilo y llevarla hacia la cama, sonrió-. No me refería a eso.

– Voy a arroparte para que duermas.

Era difícil discutir cuando los ojos ya se le estaban cerrando.

– ¿Recibiste mi mensaje?

– ¿Ese tan preciso que decía «Llegaré tarde»? Sí. -Roarke la besó en la frente-. Date la vuelta.

– Enseguida. -Eve forcejeó con el sueño-. Sólo he te?nido un momento para contactar con Mavis. Quiere quedarse en el viejo apartamento un par de días. Dice que no piensa ir al Blue Squirrel. Telefoneó allí y averi?guó que Leonardo ha pasado por el local una docena de veces buscándola.

– La maldición del amor verdadero.

– Mmm. Mañana intentaré tomarme una hora de tiempo personal para ir a verla, pero puede que no lo consiga hasta pasado mañana.

– No te apures por ella. Ya iré yo a verla, si quieres.

– Gracias, pero no creo que ella quiera hablar conti?go. Me ocuparé de eso tan pronto averigüe en qué estaba metido Boomer. Sé muy bien que él no podía leer ese disco.

– Claro que no -la tranquilizó él, confiando en que se durmiera.

– Tampoco sabía mucho de números. Pero de fór?mulas científicas… -Repentinamente se incorporó, cho?cando casi con la nariz de Roarke-. Tu unidad servirá.

– ¿Cómo dices?

– Los del laboratorio me han dado largas. Llevan mucho retraso y esto es de baja prioridad. Vaya. -Eve bajó de la cama-. Necesito llevar la delantera. Esa uni?dad tuya tiene capacidad para hacer análisis científicos, ¿verdad?

– Por supuesto. -Él suspiró y se puso en pie-. Su?pongo que ahora…

– Podemos acceder a los datos desde mi unidad. -Le cogió de la mano y se lo llevó hacia el falso panel que ocultaba el ascensor-. No tardaremos mucho.

Eve le explicó el problema a grandes rasgos mientras subían. Para cuando Roarke introdujo el código para entrar en la sala privada, ella estaba totalmente despierta.

El equipo era complejo, carecía de licencia y era, por supuesto, ilegal. Como Roarke, Eve usó el código dacti?lar para el acceso y luego se colocó detrás de la consola en forma de U.

– Tú puedes sacar los datos más rápido que yo -le dijo a él-. Está en Código Dos, Amarillo, Johannsen. Mi contraseña es…

– Por favor. -Si iba a tener que jugar a policías de ma?drugada, no quería ser insultado. Roarke se sentó a los controles y manipuló algunos discos-. Ya estamos en la Central -dijo y sonrió al ver que ella fruncía el entre?cejo.

– Y para eso tanto sistema de seguridad.

– ¿Necesitas algo más antes de que empiece, con tu unidad?

– No -dijo ella poniéndose detrás de él. Manejando un teclado con una sola mano, Roarke cogió una de las de ella y se la llevó a los labios para mordisquearle los nudillos-. No te hagas el chulo.

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