Delante, esperándola, vio a Calloway. Al señor Davison. A Gully. Al sheriff Montez.
Y a Doc. Estaba allí. Un poco apartado de los demás. Alto. Ancho de hombros. El cabello despeinado por el viento.
Vio de reojo cómo los hombres del equipo de las fuerzas especiales empujaban a Dos hacia el interior de una furgoneta fuertemente custodiada. La puerta se cerró de un portazo y la camioneta salió a toda velocidad del aparcamiento con un rechinar de neumáticos. Juan estaba tendido en una camilla y lo asistía el personal sanitario.
Lo había ya pasado de largo cuando volvió a fijar su atención en él. Había empezado a pelear contra el enfermero que intentaba insertarle una aguja intravenosa en la parte superior de la mano esposada. Como un loco en una camisa de fuerza, agitaba el cuerpo, la cabeza, los brazos. Movía la boca, formando palabras, y se preguntó por qué aquello le resultaba tan sorprendente.
Entonces se dio cuenta de que estaba gritando en inglés.
Pero él no hablaba inglés, pensó estúpidamente. Sólo español.
Más aún, aquellas palabras no tenían sentido porque gritaba con toda la fuerza que sus pulmones le permitían:
– ¡Tiene un rifle! ¡Allí! ¡Alguien! ¡Oh, Dios, no!
Tiel registró aquellas palabras una décima de segundo antes de que Juan saltase de la camilla, aterrizase horizontalmente sobre el asfalto y se levantara volando. Se abalanzó sobre el hombre, atizándole en el pecho un golpe con el hombro y mandándolo al suelo.
Pero no antes de que Russell Dendy disparara con un rifle de caza.
Tiel oyó un estrépito de cristales rotos y se volvió enseguida para ver cómo la puerta del establecimiento caía hecha añicos sobre la figura de Ronnie derrumbándose en el suelo. No llegó a recordar si después de aquello gritó o no. No llegó a recordar cómo recorrió a toda velocidad la distancia que la separaba de la puerta de la tienda, o cómo cayó arrodillada a pesar de los cristales.
Lo que sí recordó era que Juan gritaba, para salvar su vida:
– ¡Martínez, agente secreto del Tesoro! ¡Martínez, agente del Tesoro, en servicio secreto!
El desinfectante que la enfermera le aplicaba en las manos y en las rodillas escocía. Los cristales rotos habían traspasado el tejido de los pantalones, que habían sido cortados por encima de las rodillas.
Tiel no se había dado cuenta de los cortes hasta que la enfermera empezó a retirar las esquirlas de cristal con unas pinzas diminutas. Sólo entonces habían empezado a dolerle. Pero el dolor carecía de importancia. Le interesaba más lo que sucedía a su alrededor que lo que pasaba en las heridas superficiales que había sufrido.
Sentada en una camilla -se había negado a entrar en la ambulancia-, intentaba ver más allá de la mujer que estaba ocupándose de ella. Era una escena caótica. Bajo el pálido resplandor del amanecer, las luces de una docena de vehículos de policía y ambulancias creaban un vertiginoso calidoscopio de brillos centelleantes y coloristas. El personal médico (los que no habían corrido en ayuda de Ronnie) se ocupaba de ella, del agente del Tesoro Martínez y de Cain.
Se había negado el acceso a la zona a los medios de comunicación, pero los helicópteros de la prensa zumbaban en el aire como insectos monstruosos. Estacionado en una altiplanicie que dominaba el valle conocido como Rojo Flats, se encontraba un convoy de vehículos de la televisión. Las antenas para transmitir vía satélite que coronaban sus techos reflejaban la luz del sol naciente.
Normalmente, aquélla habría sido el tipo de escena en el que Tiel McCoy florecía. Estaría en su elemento. Pero cuando miró por la lente de la videocámara para realizar su reportaje en directo, la conocida subida de adrenalina no estaba allí.
Había intentado provocar su habitual nivel de entusiasmo, pero sabía que no lo tenía y sólo esperaba que el público que la veía no se diera cuenta de ello, o que si se daba cuenta, atribuyera su falta de brío a la dura experiencia por la que había pasado.
El reportaje tenía un telón de fondo dramático. Había tenido que hablar a gritos al micrófono mientras el helicóptero de cuidados intensivos se elevaba para transportar a Ronnie Davison al centro hospitalario más cercano, donde le esperaba un equipo para tratar la herida de bala que había recibido en el pecho. El terrible viento generado por las aspas en rotación le hacía entrar arena en los ojos. Atribuyó a aquella arena sus poco profesionales lágrimas.
Tan pronto como finalizó su improvisado resumen de los acontecimientos sucedidos a lo largo de las últimas seis horas, devolvió lánguidamente el micrófono inalámbrico a Kip, quien le dio un beso en la mejilla y le dijo «Estupendo», antes de salir corriendo para filmar más secuencias, aprovechando el acceso que tenía a la escena gracias a su relación con Tiel.
Sólo después de concluir aquel trabajo había consentido que le examinaran las manos y las rodillas ensangrentadas. Ahora, hablando con la enfermera, dijo:
– Tiene que saber alguna cosa.
– Lo siento, señorita McCoy. No sé nada.
– O no quiere contármelo.
La mujer le lanzó una mirada esquiva.
– No sé nada. -Tapó la botella de desinfectante-. Debería ir al hospital y dejar que alguien le examinara con más atención estas manos. Podría haber esquirlas de cristal…
– No hay nada. Estoy bien. -Saltó de la camilla. Las rodillas le dolían cada vez más por los diversos cortes, pero ocultó a la enfermera su mueca de dolor-. Gracias.
– Tiel, ¿estás bien? -Gully se acercaba corriendo y resoplando-. Esos desgraciados no me dejaban pasar hasta que te hubiesen revisado las manos y las rodillas. El vídeo ha quedado estupendo, pequeña. Lo mejor que has hecho en tu vida. Si eso no te da el puesto en Nine Live, entonces es que la vida no es justa y abandono el negocio de la televisión.
– ¿Tienes noticias sobre el estado de Ronnie?
– Nada de nada.
– ¿Y de Sabra?
– Nada. Nada desde que el vaquero la entregó a ese tal doctor Giles y se largaron en el helicóptero.
– Hablando de Doc, ¿está por aquí?
Gully no la escuchó. Movía la cabeza y murmuraba:
– Ojalá hubieran dejado a Dendy en mis manos. Con un par de minutos me bastaba para que ese tipo odiara estar vivo.
– Me imagino que lo habrán arrestado.
– El sheriff ha enviado a tres comisarios -los tipos con pinta más ruin que he visto nunca- para que le metan de culo en la cárcel.
Pese a que lo había visto con sus propios ojos, seguía resultándole imposible creer que Dendy hubiera disparado contra Ronnie Davison. Le expresó su malestar a Gully.
– No comprendo cómo ha podido pasar.
– Nadie le prestaba atención. Le había montado un buen espectáculo a Calloway. Llorando, suplicándole. Había admitido que la cosa se le había ido de las manos. Nos indujo a creer que había comprendido que había actuado mal, que todo estaba perdonado y que lo único que quería era que Sabra estuviese a salvo. El mentiroso cabrón.
Las emociones reprimidas de Tiel salieron entonces a la superficie y se puso a llorar.
– Es culpa mía, Gully. Le prometí a Ronnie que no le pasaría nada si salía, que si se rendía saldría ileso de ésta.
– Eso es lo que todos le prometimos, señorita McCoy.
Se volvió al oír una voz familiar y sus lágrimas se secaron al instante.
– Estoy muy enfadada con usted, agente Calloway.
– Tal y como su colega acaba de explicarle, me creí el acto de arrepentimiento de Dendy. Nadia sabía que llevaba con él una escopeta de caza.
– No sólo eso. Podría haberme avisado sobre ese personaje de Huerta cuando salí con el bebé.
Читать дальше