Sandra Brown - Punto Muerto

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La periodista Tiel McCoy suspende sus bien merecidas vacaciones cuando por la radio de su coche oye que un joven llamado Ronnie Davidson ha secuestrado a la adolescente Sabra Dendy, hija de uno de los hombres más ricos del país. Decidida a ocuparse del suceso, la casualidad quiere que se vea envuelta en un atraco con rehenes llevado a cabo por Ronnie y Sabra, cuya verdadera y sorprendente historia pone a prueba su objetividad periodística y sus más arraigadas creencias vitales…

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– Sí, señora.

– Y baterías cargadas -añadió Gladys, como si estuviese enrollando a la altura del tobillo su calcetín de deporte. Lo miró bien y entonces, después de decidir que le gustaba más tal y como estaba antes, volvió a desenrollarlo. Está todo preparado para ponerla en marcha. Prepárese. Tenemos a punto un plan para distraerle.

– Espere…

Antes de que Tiel pudiese terminar la frase, Vern se arrancó a toser. Gladys se levantó de un salto, dejó su bolsa sobre el mostrador al alcance de Tiel y empezó a darle golpes a su esposo en la espalda.

– ¡Oh!, Señor. Vern, que no te dé uno de esos ataques de ahogo. Mira que atragantarte ahora con tu propia saliva. ¡Por el amor de Dios!

Tiel echó un vistazo a su contacto y vio dónde había quedado la bolsa. Entonces, mientras todo el mundo, incluyendo a Ronnie, observaba al anciano respirando con dificultad y boqueando en un esfuerzo por recuperar el ritmo de su respiración y cómo Gladys lo sacudía como si de una alfombra se tratara, hurgó en la bolsa en busca de la cámara.

Conocía lo bastante bien las videocámaras caseras como para saber dónde estaba el interruptor de encendido. Lo activó y pulsó la tecla de grabación. La depositó entonces en la estantería, encajada entre cartones de tabaco y rezando para que pasase desapercibida. No albergaba grandes esperanzas sobre la calidad de la película, pero pensó que los vídeos de aficionados habían sido de un valor incalculable en el pasado, incluyendo la película de ocho milímetros del asesinato de JFK y el perturbador vídeo de la paliza de Rodney King en Los Angeles.

La tos de Vern fue menguando. Gladys pidió permiso a Ronnie para ir a buscarle una botella de agua.

Tiel guardó en el bolso el líquido limpiador de las lentes de contacto y la solución hidratante y a punto estaba de retirar la mano cuando vio de refilón, en el interior del bolso, su grabadora. A veces, en las entrevistas, utilizaba la minúscula grabadora para complementar la grabación del vídeo. Así, después, si quería escuchar la entrevista para redactar el guión, no tenía que buscar una sala de edición donde poder visionar el vídeo. Podía escucharla de nuevo en la pequeña grabadora.

No la había llevado consigo intencionadamente. Era una herramienta de trabajo, no un objeto de vacaciones. Pero allí estaba, escondida en el fondo del bolso, mirándola como un ídolo a la espera de ser desenterrado. Se la imaginó irradiando una brillante aura dorada.

Palpó el aparato grabador y lo deslizó en el bolsillo de sus pantalones justo en el momento en que Sabra lanzaba un grito agudo. Desesperado. Ronnie miró a su alrededor en busca de Tiel.

– Voy -le dijo.

Después de levantar el pulgar en dirección a los ancianos actores, corrió junto a Sabra.

Doc parecía preocupado.

– Los dolores no son tan frecuentes, pero cuando sufre uno es muy agudo. ¿Dónde demonios está ese médico? ¿Por qué tardan tanto?

Tiel secó la frente sudorosa de Sabra con unas gasas que había humedecido con agua fresca.

– ¿Resultará efectivo cuando esté aquí? ¿Qué será capaz de hacer en estas circunstancias?

– Esperemos que tenga cierta experiencia con partos de nalgas. O a lo mejor puede convencer a Ronnie y Sabra de que no hay más remedio que hacer una cesárea.

– Y si no fuera éste el caso…

– Pues muy mal -dijo apesadumbrado-. Para todos los implicados.

– ¿Se las apañará sin una jeringa de aspiración?

– Espero que el médico traiga una. Debería.

– ¿Y si no ha dilatado…?

– Cuento con que la naturaleza siga su curso. A lo mejor el bebé da la vuelta solo. Eso ocurre…

Tiel acarició la cabeza de la chica. Sabra parecía adormilada. No habían empezado aún las fases finales del parto y estaba agotada.

– Suerte que puede echar estas siestecitas.

– Su cuerpo sabe que más tarde necesitará de todas sus fuerzas.

– Me gustaría que no tuviese que sufrir.

– Sufrir es una putada, de acuerdo -dijo, casi para sus adentros-. El médico puede darle una inyección que le alivie el dolor. Algo que no perjudique al feto. Pero sólo hasta cierto punto. Cuanto más cerca esté el momento del parto, mayor riesgo supone la administración de fármacos.

– ¿Y la epidural? ¿No la administran en las fases finales del parto?

– Dudo que el médico intente un bloqueo en estas condiciones, a no ser que esté lo bastante seguro.

Después de un momento de reflexión, dijo Tiel:

– Creo que seguir por la vía natural es una locura. Supongo que pensar esto me convierte en una desgracia para la mujer en general.

– ¿Tiene hijos?

Cuando sus ojos conectaron con los de ella, notó como si acabaran de pincharla justo debajo del ombligo.

– ¡Oh!, no. -Bajó rápidamente la vista-. Sólo digo que si algún día los tengo, cuando los tenga, quiero fármacos con una F mayúscula.

– La entiendo perfectamente.

Y Tiel tuvo la impresión de que así era. Cuando volvió a mirarlo, él volvía a prestar atención a Sabra.

– ¿Tiene usted hijos, Doc?

– No.

– Antes hizo un comentario sobre las hijas que me llevó a pensar…

– No. -Rodeaba con la mano la muñeca de Sabra, el pulgar buscando el punto exacto para contar las pulsaciones-. Ojalá tuviese un manguito para conocer la tensión arterial. Y espero que traiga un fetoscopio.

– ¿Qué?

– Sirve para controlar el latido fetal. Hoy en día, los hospitales utilizan modernos aparatos de ultrasonidos. Pero con un fetoscopio nos apañaríamos.

– ¿De dónde ha sacado toda esta formación médica?

– Lo que de verdad me preocupa -dijo, desoyendo su pregunta- es si le practicará o no una episiotomía.

Tiel puso mala cara sólo de pensar en la incisión y en la delicada zona donde debía realizarse.

– ¿Cómo la haría?

– No será agradable, pero si no la practica, la chica podría rasgarse y eso sería más desagradable si cabe.

– Todo esto que dice no es nada bueno para mis nervios, Doc.

– Me imagino que todos hemos tenido días mejores para nuestros respectivos nervios. -Volvió a levantar la cabeza y la miró-. Por cierto, me alegro de que esté aquí.

La mirada era intensa, sus ojos tan atractivos como antes, pero esta vez ella no se amedrentó y no apartó la vista.

– No estoy haciendo nada constructivo.

– El simple hecho de estar con ella ya es mucho. Cuando le venga un dolor, anímela a no luchar contra él. La tensión de los músculos y del tejido que rodea el útero sólo sirve para aumentar las molestias. El útero está hecho para contraerse. Debería dejar que hiciese su trabajo.

– Eso es muy fácil de decir.

– Sí, es fácil de decir -admitió, con una débil sonrisa-. Respire con ella. Inspire profundamente por la nariz y suelte el aire por la boca.

– A mí también me irán bien esas respiraciones profundas.

– Lo está haciendo usted muy bien. Ella se siente a gusto con usted. Neutraliza su timidez.

– Antes admitió que le daba vergüenza estar con usted.

– Comprensible. Es muy joven.

– Ha dicho que no tiene usted aspecto de médico.

– No, me imagino que no.

– ¿Lo es usted?

– Soy ranchero.

– ¿Es entonces un vaquero de verdad?

– Crío caballos, tengo un rebaño de reses. Conduzco una furgoneta. Todo eso me convierte en un vaquero.

– Entonces, ¿cuándo aprendió…?

El sonido del teléfono interrumpió su conversación. Ronnie cogió el auricular.

– ¿Diga? Soy Ronnie Davison. ¿Dónde está el médico?

Hizo una pausa para escuchar. Tiel adivinó por su expresión que lo que estaba escuchando no le gustaba.

– ¿El FBI? ¿Cómo es posible? -Y entonces explotó: ¡Yo no la he secuestrado, señor Calloway! Era una fuga. Sí, señor, ella también es lo que más me preocupa. No. No. Se niega a ir a un hospital.

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