Sandra Brown - Único Destino

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Las cartas que Kyla escribía a su marido, el sargento Richard Stroud, hablaban de otro mundo, de un amor que se extendía por océanos enteros y unía a la joven pareja para siempre. Pero la tragedia acabó con el matrimonio demasiado pronto y Kyla se quedó sola con su hijo recién nacido. Richard le dejó sólo una caja de metal que contenía sus cartas de amor.
Trevor Rule había sido el mejor amigo de Richard y al que el difunto le había dejado las cartas de su esposa. Con cada línea que leía, Trevor se enamoraba más y más de la mujer dulce y apasionada que las había escrito. Ahora tenía que hacerla ver lo que sentía y convencerla de que ambos tenían derecho a ser felices superando la tragedia de la muerte de Richard.
Pero Trevor ocultaba un secreto que podría poner en peligro el amor por el que tanto estaba luchando.

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George se mostró impresionado con la casa y muy orgulloso de su hijo. Kyla fue a acostar a Aaron, y después de un rato, ella también se retiró para dejar a solas a padre e hijo.

– Tengo un moratón en la espinilla del tamaño de una moneda de cincuenta centavos -dijo George-. ¿Por qué me has dado una patada cuando he mencionado tu paso por el cuerpo de marines?

Menos mal que en ese momento Kyla estaba ocupada limpiando de la boca de Aaron los restos de la salsa de los espaguetis y no había oído el inoportuno comentario de su padre, recordó Trevor.

– Prefiero que Kyla no sepa nada de eso. No le he contado cómo perdí el ojo.

– ¿No le has contado nada?

– No.

– Mmm.

Trevor conocía a su padre lo suficiente para saber que ni siquiera esos murmullos eran gratuitos.

– La verdad es que te has enamorado y te has casado muy deprisa, ¿no?

– ¿Te parece tan raro?

– En tu caso, sí -su hijo le dirigió una mirada penetrante y George sonrió-. Tu fama con las mujeres llegó a oídos incluso de tu viejo padre. Este repentino enamoramiento no cuadra con tu personalidad.

Estaban sentados en las cómodas chaise longue del porche. George chupaba un cigarro, a pesar de que su médico lo había advertido de que lo dejara. Trevor se alegraba de que fuera de noche y la oscuridad lo ayudara a ocultar su malestar. No le gustaba el rumbo que había tomado la conversación.

– La quiero, papá.

– No lo dudo, ahora que os he visto juntos. Sólo que me resulta raro que Besitos, como te llamaban tus compañeros, se haya dejado atrapar de ese modo.

– Llevo mucho tiempo enamorado de ella -dijo Trevor, en voz casi inaudible.

George hizo girar el cigarro entre los dedos, estudiando la brasa.

– ¿No tendrá algo que ver con esas cartas que tanto leías en el hospital y que nunca perdías de vista?

Trevor debería haberlo sabido. A su padre no se le escapaba nada, ni el detalle más insignificante. Se levantó y caminó hasta el borde del porche. Se apoyó en uno de los pilares y dejó vagar su mirada en la oscuridad, como llevaba haciendo semanas mientras rumiaba cómo decirle a Kyla quién era él en realidad.

– Papá, voy a contarte un historia que te va a resultar increíble.

Cuando concluyó su relato, siguieron unos momentos de silencio.

– Te prometí que no volvería a intentar meterme en tu vida, Trevor, pero estás jugando con fuego.

– Ya lo sé -admitió él, y se dio la vuelta para mirar a su padre.

– ¿Cómo crees que va a reaccionar esta chica cuando se entere de la verdad?

Trevor dejó colgar la cabeza hacia delante y se metió las manos en los bolsillos.

– Me espanta pensarlo.

– Pues será mejor que lo pienses -lo previno su padre-, porque antes o después terminará por enterarse -se puso de pie y apagó el cigarro en el cenicero que Trevor le había dado. Puso una mano ert el hombro de su hijo-. Pero ¿quién sabe? Tal vez salgáis adelante, si la quieres lo suficiente.

– Yo la quiero.

– ¿Y ella?, ¿te quiere?

Trevor vaciló. Sus ojos se dirigieron hacia la ventana del dormitorio, a oscuras.

– Creo que puede estar enamorándose de mí. O tal vez tan sólo se ha acostumbrado a tenerme cerca. Maldita sea, no lo sé.

George sonrió. Su mirada profunda se detuvo en el parche y le recordó una vez más lo cerca que había estado de perder a su hijo, y lo valioso que era para él. Se le humedecieron los ojos y atrajo a Trevor hacia sí para darle un abrazo emotivo y breve.

– Después de todo lo que has sufrido, te mereces ser feliz.

– No, papá -dijo Trevor ásperamente por encima del hombro de su padre-. Ella es la que se merece ser feliz, ella es la que más ha sufrido.

Al cabo de unos instantes, se dieron las buenas noches y George se dirigió a la habitación de invitados, donde Trevor había dejado su maleta.

Éste fue hacia la puerta del dormitorio con pasos apenas perceptibles, como un niño al que hubieran mandado al despacho del director. Tenía el estómago contraído y el corazón le brincaba dentro del pecho.

¿Qué le ocurría? ¿Estaba emocionado con la idea de que ella fuera a darle la bienvenida a su cama? ¿O temía que fuera a rechazarlo?

¿Asustado? ¿De una mujer que no pesaría más de cincuenta kilos?

«Entonces ¿qué haces ahí parado como un imbécil, mirando la puerta con un nudo en el estómago, el corazón desbocado, las palmas de las manos sudorosas y la entrepierna…?».

«Mejor no pensar en la entrepierna…».

¿De verdad le estaban temblando las rodillas? ¿Por qué, por amor de Dios?

Aquélla era su casa, ¿no? Tenía derecho a dormir en la habitación que quisiera.

Ella era su mujer, ¿cierto? Y sí, llevaba dos semanas mimándola, haciendo y diciendo todo lo que pudiera gustarle y nada que fuera a molestarla.

Había estado intentando ganar su aprobación, merodeando a su alrededor con el rabo entre las piernas hasta que empezaba a resultar francamente incómodo. Ya era hora de hacerle saber que él también tenía algunos derechos.

Abrió la puerta bruscamente y la cerró de un portazo. Kyla dio un brinco en la cama y se tapó con la sábana hasta el cuello.

– ¿Trevor? ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?

– No pasa nada. Bueno, te diré lo que pasa -gruñó, lleno de indignación, avanzando por la habitación-. Mi padre está en la habitación de invitados así que, por esta noche, señora Rule, vamos a compartir cama.

Doce

– De acuerdo.

Aquella concesión lo desarmó. Su indignación se desinfló como si hubiera pinchado un soufflé. Hizo girar sus hombros sobre sí mismos para recobrar la compostura.

– Bien -se limitó a decir-. Me alegra que lo veas de ese modo.

Por alguna razón, sin embargo, el tono conciliador de Kyla lo puso más furioso. No necesitaba que lo tratara con condescendencia. ¡No, señor!

Se desvistió con gestos bruscos y descuidados, dando tirones. Iba tirando al suelo cada prenda que se quitaba. La ropa fue cayendo, desperdigada. Cuando se quedó en calzoncillos, retiró la sábana e introdujo los pies debajo. Después de darle unos puñetazos a la almohada, enterró la cabeza en ella.

– Buenas noches.

– Buenas noches, Trevor.

Él le dio la espalda y toda la cama se movió mientras cambiaba de postura buscando una que le resultara cómoda.

«¡Eso es! Así se hace, se lo estoy dejando claro».

Entonces ¿por qué era su cuerpo el que estaba rígido y lleno de deseo? ¿Por qué era su corazón el que no hallaba reposo?

Kyla se despertó y vio que él la estaba mirando. De lado, con la cabeza en la almohada, la cual reposaba sobre un codo doblado. Callado y tenso, la única parte de él que se movía era su ojo, verde, que recorría la cara y el pelo de Kyla como si estuviera haciendo un inventario de sus rasgos.

Ella no se dio cuenta de que había levantado una mano hasta que ésta entró en su campo de visión y tocó suavemente el parche negro.

– Nunca te lo quitas.

– No quiero que lo veas.

– ¿Por qué?

– Es muy feo.

– A mí no me importa.

– ¿Sientes curiosidad?

– No. Tristeza. Estaba pensando lo bonito que es tu ojo, y que es una pena que perdieras el otro.

– Yo doy gracias por que me haya quedado uno.

– Eso se da por supuesto.

– Aunque sólo sea por este momento, por nada en el mundo cambiaría poder mirarte a la cara ahora mismo -tenía la voz ronca de la emoción.

A Kyla le dolía la garganta, tenía ganas de llorar. Su mano bajó desde el parche hasta el bigote. Luego le acarició levemente el labio superior.

Trevor se quedó sin aliento. Su sexo se llenó de calor.

Kyla nunca le había tocado la cara. Ahora no deseaba hacer otra cosa. Los huesos eran pronunciados. La frente, las cejas espesas y lisas, bien dibujadas. Una barba incipiente cubría la mitad inferior del rostro. El bigote, que sus dedos no podían dejar en paz, era sorprendentemente suave. Recorrió con la uña el contorno del labio inferior.

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