Sandra Brown - Único Destino

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Las cartas que Kyla escribía a su marido, el sargento Richard Stroud, hablaban de otro mundo, de un amor que se extendía por océanos enteros y unía a la joven pareja para siempre. Pero la tragedia acabó con el matrimonio demasiado pronto y Kyla se quedó sola con su hijo recién nacido. Richard le dejó sólo una caja de metal que contenía sus cartas de amor.
Trevor Rule había sido el mejor amigo de Richard y al que el difunto le había dejado las cartas de su esposa. Con cada línea que leía, Trevor se enamoraba más y más de la mujer dulce y apasionada que las había escrito. Ahora tenía que hacerla ver lo que sentía y convencerla de que ambos tenían derecho a ser felices superando la tragedia de la muerte de Richard.
Pero Trevor ocultaba un secreto que podría poner en peligro el amor por el que tanto estaba luchando.

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De camino al lago, Ted le tomó el pelo a Kyla por la cantidad de bultos que llevaba.

– De haberlo sabido que traerías tantas cosas, habría alquilado un remolque.

Ella se preguntaba si la otra pareja se fijaría en que Trevor y ella podían bromear y charlar con ellos, pero no tenían nada que decirse el uno al otro.

Él se había puesto uno vaqueros cortos desteñidos y deshilachados, unas zapatillas de deporte viejas y una sudadera gris sin mangas. También le había cortado el cuello, de modo que el vello oscuro del pecho asomaba por el escote en pico.

Kyla se había recogido el pelo en una coleta y llevaba pantalones cortos y la parte de arriba del biquini. Encima, una camisa sin abrochar con los faldones atados en un nudo a la altura de la cintura. Se alegró de no haberse arreglado. Para cuando llegaron al lago, Aaron le había babeado la camisa, contagiado del peligroso humor festivo de los niños de los Haskell.

Llegaron hasta el lago, encontraron un sitio que les pareció perfecto y empezaron a descargar el monovolumen. Cuando hubieron terminado, para celebrarlo, Trevor sacó una lata de cerveza de la nevera y se la bebió en tres tragos.

Bebió otra para apagar las llamas de deseo que subían por su vientre cuando Kyla se quitó la camisa y el pantalón para tomar el sol, siguiendo una sugerencia de Lynn.

Fueron andando hasta el borde del lago con los niños. Aaron chapoteó en el agua y no se quedó satisfecho hasta que no hubo duchado a su madre con el agua fría del lago. Cuando los pezones de Kyla se endurecieron en contacto con el agua fría, Trevor refunfuñó una excusa y regresó donde estaban todas sus cosas en busca de otra cerveza.

Regresó con la lata y ofreció a Kyla. Ella aceptó y las manos de ambos se rozaron cuando se la pasó. Y cuando echó la cabeza hacia atrás para beber, lo único que deseaba Trevor era posar los labios sobre su garganta expuesta.

Mientras Ted y él se quedaban en la parte poco profunda con los niños, Lynn y Kyla fueron nadando hasta el muelle que flotaba en aguas más profundas. Trevor observaba los movimientos gráciles de los brazos de Kyla en el agua. Tenía la vista fija en ella cuando subió la escalerilla del muelle y saludó a Aaron con el brazo. Su delgada silueta se recortaba contra el cielo de verano. El agua resbalaba por su vientre plano y por sus muslos.

– En seguida vuelvo -murmuró Trevor.

– ¿Dónde vas ahora? -preguntó Ted, con la mano a modo de visera sobre los ojos para evitar que el sol lo deslumbrara.

– Eh, creo que Aaron quiere una galleta.

Tomó en brazos al niño, que estaba muy satisfecho jugando con el barro de la orilla y se lo llevó hasta el coche. Le dio una galleta y él se bebió otra cerveza.

Después de un almuerzo que habría podido alimentar a una caravana entera de gitanos, los niños echaron la siesta a la sombra. Cuando se despertaron, todos fueron al campo de béisbol. El partido de los Pieles contra los Camisetas era una tradición entre los hombres de negocios de Chandler. Cualquiera que quisiera jugar acudía al campo vestido para jugar y se dividía a los participantes en dos equipos.

Trevor tenía un solo ojo y andaba con una ligera cojera, pero los meses de fisioterapia y el programa de ejercicio físico diario, que cumplía religiosamente, lo mantenían en mejor forma física que muchos otros que tenían diez kilos de más y el máximo peso que levantaban diariamente era el del lápiz.

Kyla se mordió el nudillo del dedo índice cuando Trevor se situó en la base del bateador en el noveno turno. Los Pieles, el equipo del que formaban parte Trevor y Ted, perdía por tres puntos. Los bases estaban cargados. Ya había habido dos tiros que habían ido fuera. Todo dependía de Trevor. Él no defraudó y consiguió culminar con éxito la carrera completa.

Kyla, como todos los que animaban a los Pieles, saltaba de alegría. Trevor recibió las felicitaciones sentidas de sus compañeros de equipo. Ted y él volvieron corriendo donde los esperaban ellas con los niños.

– ¡Has estado sensacional! -dijo Lynn a Trevor con entusiasmo.

– ¡Eh!, ¿y qué pasa conmigo? -preguntó Ted, fingiendo que había herido su orgullo.

– Tú también -Lynn rodeó con los brazos el cuello de su marido y lo besó sonoramente.

– Estaba aguantando la respiración -dijo Kyla riendo emocionada. Cuando sonrió a Trevor, el sol iluminaba su cara y fruncía los ojos para protegerse de la claridad. Tras las espesas pestañas, Trevor vio que brillaban. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como si intentara contener su júbilo.

– Fue un golpe afortunado -dijo modestamente.

Se acercaron el uno al otro con paso vacilante. Entonces Kyla se lanzó a sus brazos y, poniéndose de puntillas, le dio un beso en la boca.

Trevor reaccionó instintivamente y la abrazó por la cintura. El sabor de su boca, después de una semana sin besarla, le resultó delicioso. El placer estalló como una bola de fuego en su vientre. Ajenos a la luz del día, al gentío que los rodeaba, a todo, sus manos se deslizaron hasta las nalgas de Kyla y la atrajo contra sí para hacerle notar su excitación.

Algo, posiblemente el guante de Ted golpeándole en el hombro, le recordó dónde estaban. Levantó la cabeza y, mirando a Kyla, se echó a reír.

Ella levantó la vista hacia él con expresión desconcertada. Tenía los ojos nublados, el pecho subía y bajaba rápidamente con cada respiración. Los labios estaban rojos, húmedos y ligeramente irritados por el roce del bigote.

– ¿Listos para regresar? -Ted estaba junto a Lynn, abrazados por la cintura. Cada uno llevaba de la mano a uno de los niños y Aaron estaba a sus pies-. ¿Qué te parece una cerveza, Trevor?

– Sí, claro, una cerveza.

Se la bebió de dos tragos, fue a nadar para quitarse el sudor del partido y luego se tomó otra cerveza.

Para cenar, picaron las sobras del almuerzo y luego, poco a poco, el cansancio se fue apoderando de todos. Trevor estaba algo achispado para cuando cargaron de nuevo el monovolumen y emprendieron el camino de vuelta. Había mucho tráfico. Se alegró de poder ceder la responsabilidad de conducir a Ted.

De hecho, había cedido todas sus responsabilidades excepto la de encontrar un lugar para apoyar la cabeza en el hombro de Kyla. Se dejó caer sobre él con todo su peso y dejó resbalar el brazo hasta que el codo se acomodó en el valle entre su muslo y su regazo.

En una ocasión pensó en girar la cabeza y besarle el cuello, pero no estaba seguro de si lo había hecho o si se había limitado a imaginarse que la besaba.

Cuando llegaron a casa, se concentró en disimular los efectos del alcohol delante de sus amigos. Les dio las gracias y las buenas noches y despidió el coche con la mano.

Al ir a llevar todos los trastos de picnic al porche, se dio cuenta de que sus brazos y sus piernas parecían de goma. Después de que la cesta de picnic se le cayera en dos ocasiones, murmuró:

– Creo que voy a dejar esto aquí y ya lo meteré en casa mañana -y dejó caer todo al suelo.

– De acuerdo -dijo Kyla, apretando los labios para evitar echarse a reír-. Pero ¿podrías abrir la puerta? -llevaba a Aaron en brazos y empezaba a pesarle.

– Claro, claro.

Se quedó mirándola fijamente sin hacer nada.

– La llave la tienes tú, Trevor.

– ¡Ah, sí, claro que la tengo yo! -revolvió todos los bolsillos hasta que apareció. La sujetó a unos centímetros de la nariz y dijo-: Te había dicho que la tenía.

Ella reprimió la risa, pero él no se dio cuenta, ocupado como estaba en forcejear con la cerradura.

– ¡Alguien ha cambiado la cerradura! -exclamó aquello con toda convicción.

– Pon la llave con los dientes hacia arriba.

Hizo lo que Kyla le había indicado y, cuando la puerta se abrió, la miró.

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