Sandra Brown - Único Destino

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Las cartas que Kyla escribía a su marido, el sargento Richard Stroud, hablaban de otro mundo, de un amor que se extendía por océanos enteros y unía a la joven pareja para siempre. Pero la tragedia acabó con el matrimonio demasiado pronto y Kyla se quedó sola con su hijo recién nacido. Richard le dejó sólo una caja de metal que contenía sus cartas de amor.
Trevor Rule había sido el mejor amigo de Richard y al que el difunto le había dejado las cartas de su esposa. Con cada línea que leía, Trevor se enamoraba más y más de la mujer dulce y apasionada que las había escrito. Ahora tenía que hacerla ver lo que sentía y convencerla de que ambos tenían derecho a ser felices superando la tragedia de la muerte de Richard.
Pero Trevor ocultaba un secreto que podría poner en peligro el amor por el que tanto estaba luchando.

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Su mano se detuvo sólo un instante, fue una vacilación casi imperceptible.

– No, ¿por qué?

– Entonces, ¿qué sabes de la regla?

– Solamente que me alegro de no tener que sufrirla todos los meses.

Ella sonrió sin abrir los ojos.

– Típica respuesta masculina.

– Pero sincera -le dio un mordisco amoroso en el hombro desnudo.

No pensó en mover las piernas. Ellas solas se estiraron para facilitarle el acceso a su dolorida barriga.

– ¿Os las habéis arreglado bien para cenar sin mí?

– Estupendamente.

– ¿Qué has hecho?

– Bueno -respondió estirando él también las piernas y pegándose a ella-, primero lo he regado con la manguera para quitarle todo el chocolate que tenía pegado.

Ella se rió.

– Que conste que me parece una buena idea lo de pintar con natillas. Parecía que se lo estaba pasando bien. Cualquier otro día, me habría puesto un bañador y me habría unido a él.

– Como ya hemos dicho, tienes derecho a estar de mal humor.

– No debería haberte gritado.

– Me gustó la parte sobre la maestra y yo teniendo una «conversación amigable». Por el modo en que lo dijiste, me pareció que podías estar celosa -acercó la boca a la oreja de Kyla y la lengua le acarició delicadamente el lóbulo-. Mmm, es muy suave…

– Sigue -dijo ella con voz jadeante.

– Se me ha olvidado lo que estaba diciendo.

– Estabas… estabas… mmm, lo lavaste con la manguera.

– Ah, sí, verdad, y luego le he preparado la cena.

– ¿Qué ha comido?

– Su plato preferido.

– ¿Perritos calientes?

– Ajá.

– Sin el pan.

– Por supuesto -la besó en el cuello y ella gimió dulcemente-. Mañana por la mañana, los pájaros de los alrededores tendrán tres panecillos de perrito caliente para desayunar. Espero que les guste la mostaza.

Ella se rió, Trevor no sabía si por su broma o por las cosquillas que le estaba haciendo con el bigote en la base del cuello, como si fuera de porcelana.

– ¿Has…?

– Sé lo que vas a decir. He vigilado que se lo comiera todo y que masticara bien cada trozo.

– Gracias -su boca buscó la de Trevor.

– De nada -los labios de él se fundieron con los de Kyla.

El beso fue como una chispa que saltara al poner en contacto dos cables.

Trevor enterró su boca en la de ella, hambriento, y sus labios se separaron para dejar paso a la lengua. Kyla se giró un poco hacia él hasta que quedaron cara a cara. Los brazos de ella le rodearon los hombros. Sus senos se tensaron contra la tela del camisón hasta que tocaron el vello del pecho de Trevor. Éste se colocó parcialmente encima de ella.

– Kyla, tú…

– Trevor, yo…

– ¿Qué?

– ¿Trevor?

De la cama surgían gemidos de satisfacción. El ruido que producía el roce de las sábanas. Respiraciones entrecortadas. Murmullos incoherentes. La música de la unión de dos personas.

Las manos de Trevor se movían con incansable anhelo. Le acarició los muslos; le pasó la mano por las pantorrillas. Le acarició los huesos frágiles de la base del torso. Meció sus pechos.

– Ahh -la espalda de Kyla se arqueó y apartó la boca de la de Trevor.

– ¿Qué pasa?

– Están muy sensibles.

– Ah. Yo no… ¿Sensibles?

– Sí.

– Lo siento.

– No, no… La verdad es que me gusta.

– ¿Sí?

– Sí, sí… -suspiró ella cuando él volvió a acariciarlos.

– ¿Así?

– Mmm.

– ¿Y los pezones?

– Sí, sí.

– Dime si…

Pero no pudo terminar la frase, porque los dedos de Kyla se enredaron en su pelo y atrajo su cabeza avariciosamente en busca de otro beso.

Cuando acabó, Trevor bajó la cabeza hasta sus senos y los cubrió con una lluvia de besos ardientes. La abrazó por debajo de las costillas y le separó las piernas con la rodilla. Le subió el camisón hasta la cintura. Ella notaba el muslo fuerte de Trevor entre los suyos. Se movió contra él. Se rozaba, se frotaba contra su pierna.

«Maldita sea».

Él se dejó caer encima de ella, Kyla notaba su respiración en el oído. Notaba el palpitar acelerado de su corazón, pues su pecho aplastaba el de ella. Le sujetaba la cabeza entre las manos y tenía la cara enterrada en su pelo.

– No te muevas, cariño.

– ¿Qué pasa?

– Por favor, no te muevas -gimió-. Quédate quieta un minuto solamente.

Ella hizo lo que le pedía. Al cabo de unos momentos, él levantó lentamente la cabeza. La expresión de su cara era de compasión. Uno de los extremos del bigote estaba curvado por una sonrisa pesarosa.

– ¿No lo sabías? Te tengo donde quería, pero me he equivocado de noche.

Incómoda, ella apartó la vista de su cara. Él la besó en la mejilla y se levantó de la cama. Se inclinó y le puso una mano en la mejilla.

– ¿Estás bien?

Los dolores que experimentaba su cuerpo en ese instante no se debían precisamente a la menstruación, sino a la necesidad de sentirlo dentro de ella.

– Me encuentro mejor -dijo anodinamente.

Él se incorporó e, incómodo, cambió el peso de pierna.

– Te has saltado la cena. ¿Tienes hambre?

– No. ¿Tú has comido?

– He picado algo. No tengo hambre -se miraron un momento el uno al otro y luego ambos desviaron la mirada, pues se dieron cuenta de lo banal que resultaba esa conversación después de la pasión que acababan de compartir-. Entonces te dejo sola. Buenas noches.

Él se dio la vuelta y fue hacia la puerta. Los músculos se marcaban bajo la piel suave de la espalda. Los pantalones cortos le marcaban las nalgas.

– ¿Trevor?

Él se giró.

– ¿Qué?

– Que… -«no te calles ahora. Has ido demasiado lejos»- que no tienes que irte.

Él la miró. Estaba apoyada en los codos. Tenía el camisón subido a la altura de los muslos y estaba despeinada. Los mechones dorados le caían por los hombros. Tenía los labios hinchados por sus besos y muy rojos. La tela del camisón estaba húmeda allí donde había estado su boca y los pezones se transparentaban bajo ella.

Él hizo una mueca y se frotó las palmas húmedas contra la tela de los pantalones.

– Sí, es mejor que me vaya. Si me quedo…

Si volvía a tocarla ya no podría contenerse. Consumarían su matrimonio y aplacaría aquel deseo arrebatador. Pero la primera vez que hicieran el amor, no quería que ella se sintiera incómoda o que lo lamentara.

– Pero recuerda lo que me has dicho -añadió en un murmullo ronco antes de desaparecer tras la puerta.

Aaron estaba sentado en la trona y Trevor, concentrado en dar la vuelta a las tiras de beicon que se estaban friendo en la sartén cuando Kyla entró en la cocina a la mañana siguiente.

– Buenos días, cariño -se inclinó para besar a Aaron. Éste le restregó afectuosamente en la nariz un trozo de beicon-. Muchas gracias -murmuró ella.

– O lo sacaba de la cuna o lo dejaba allí saltando hasta que se rompieran todos los barrotes -dijo Trevor retirando la sartén del fuego y yendo hacia ella.

– Gracias por encargarte de él.

– Es un placer.

Trevor le puso una mano en la cintura y la llevó hacia delante. Le dio en la mejilla uno de esos besos de buenos días que olían a loción de afeitar y a dentífrico. A ella no le habría importado que se hubiera prolongado más, pero después de plantarle otro beso rápido en la boca, dijo:

– Siéntate. Debes estar muerta de hambre.

Ella miró el reloj preocupada.

– Tengo que darme prisa. Me he levantado tarde.

– Tranquila. He llamado a Babs y le he explicado que ibas a retrasarte un poco. Y en la guardería no esperan a Aaron hasta las diez.

Puso delante de ella un plato con beicon y tostadas francesas con cuya visión a Kyla se le hizo la boca agua.

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