Mary Clark - Noche de paz
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Se agachó y levantó la chaqueta. El agente Shore le había dicho que Jimmy había disparado contra un guardián y le había quitado el uniforme. Evidentemente, ése era el uniforme, y había unos agujeros de bala en la chaqueta.
Con movimientos desesperados, Cally envolvió la chaqueta y los pantalones con el abrigo. ¿Y si entraba la policía con una orden de registro? Jamás creerían que Jimmy había entrado allí por la fuerza. Estarían seguros de que ella le había proporcionado la ropa. La meterían otra vez en la cárcel…, ¡y perdería a Gigi para siempre! ¿Qué debía hacer?
Miró alrededor del armario buscando una solución. La caja que tenía en el estante de arriba… En ella guardaba la ropa de verano. La bajó y la abrió. Sacó lo que contenía y lo echó sobre el estante. Metió el uniforme y el abrigo en la caja, y la cerró. Corrió hacia la cama y buscó debajo el papel de regalo que tenía escondido allí.
Con dedos nerviosos envolvió la caja con aquel papel de celofán y le puso un gran lazo. Luego la llevó a la salita y la puso debajo del árbol de Navidad. Acababa de terminar la tarea cuando el portero electrónico sonó. Se echó el cabello hacia atrás con la mano, se obligó a recibir a Gigi con una sonrisa y fue a atender.
El agente Shore y el otro que había estado allí con él esa mañana subían por la escalera.
– ¿Otra vez haciendo jugarretas, Cally? -preguntó Shore-. Espero que no.
Brian se acurrucó en el asiento del pasajero mientras Jimmy Siddons avanzaba por East River Drive.
Nunca había estado tan asustado. Tuvo miedo cuando el hombre lo hizo subir por la escalera de incendios hasta el tejado. Luego, casi lo arrastró de un tejado a otro hasta la otra esquina de la manzana. Al fin, por un edificio vacío salieron a la calle en que tenía aparcado el coche.
El hombre empujó a Brian dentro y le puso el cinturón de seguridad.
– Si alguien nos para, recuerda que debes llamarme papá.
Oró porque su padre se pusiera bien. Y también que él volviera sano y salvo a casa. Estaba seguro.
Jimmy Siddons echó una ojeada a su pequeño invitado. Empezaba a relajarse por primera vez desde que había huido de la cárcel. Seguía nevando, pero el tiempo no empeoraba, no había de qué preocuparse. Cally no avisaría a la poli. Estaba seguro. Lo conocía lo bastante bien para saber que hablaba en serio cuando aseguraba que mataría al niño si lo detenían.
"No pienso pudrirme en la cárcel el resto de mi vida -pensó-, ni tampoco darles la oportunidad de que me jodan vivo. O me escapo, o la palmo. Pero escaparé."
Sonrió. Sabía que habría una orden de busca y captura, y que todos los puentes y túneles de salida de Nueva York estarían vigilados. Pero no tenían ni idea de adónde se dirigía, y no buscarían a un padre con su hijo viajando en un coche, cuyo robo aún ignoraban.
Había sacado los regalos que el matrimonio llevaba en el maletero. Los paquetes navideños estaban apilados en el asiento trasero. Esos regalos, junto con el niño que viajaba a su lado, significaban que ni siquiera los empleados de las cabinas de peaje se molestarían en mirarlo dos veces, aunque les hubieran avisado que se mantuvieran alertas.
Y ocho o nueve horas más tarde cruzaría la frontera y entraría en Canadá, donde Paige lo esperaba. Y después buscaría un bonito lago profundo, que sería el destino final de aquel coche y de todos los preciosos regalos que había en el asiento trasero.
Y del niño con su medalla de San Cristóbal.
La impresionante maquinaria del Departamento de Policía de Nueva York estaba en marcha, y se trazaban planes metódicos para garantizar que Jimmy Siddons no se les escapara, por si, en el último momento, se asustaba y decidía no entregarse después de la Misa del Gallo.
En cuanto los aparatos que intervenían el teléfono de Cally grabaron las llamadas efectuadas por Jimmy y por Cally al abogado, Jack Shore hizo una de consulta. Informó a sus jefes de qué opinaba exactamente de aquella repentina "decisión" de entregarse.
– Es un cabrón consumado -gruñó-. Pondremos un par de cientos de hombres hasta la una y media o dos de la madrugada, y él estará a mitad de camino de Canadá o México antes de que nos demos cuenta de que nos ha hecho quedar como una panda de idiotas.
– Muy bien, Jack, ya sabemos tu opinión. Ahora sigamos. ¿Hay rastros de Jimmy por los alrededores de la casa de su hermana? -le soltó el suplente del comisario, a cargo de la pesquisa.
– No, señor.
Jack Shore colgó, y después fue con su compañero a visitar a Cally. De regreso en la furgoneta, informó de nuevo a la jefatura.
– Acabamos de ir al apartamento de Hunter, señor. La mujer está enterada de las consecuencias de ayudar a su hermano. La canguro dejó a la niña cuando nos marchábamos. Supongo que Cally no saldrá esta noche.
Mort Levy frunció el entrecejo mientras escuchaba la conversación de su compañero con el ayudante del comisario. Había visto algo extraño en aquel apartamento, pero no conseguía descubrir qué. Dibujó mentalmente el plano: el pequeño recibidor; el lavabo al lado; la estrecha combinación de sala de estar y cocina; el dormitorio tipo celda, con apenas espacio para una cama individual, una cuna para la niña y una cómoda de tres cajones…
Jack había pedido permiso a Cally para echar otro vistazo, y ella accedió con un movimiento de cabeza. Sin duda no había nadie escondido en el lugar. Abrieron la puerta del lavabo, miraron debajo de la cama, y echaron una ojeada dentro del armario. Levy, muy a su pesar, sintió lástima por los intentos de Cally Hunter de alegrar el deprimente apartamento. Las paredes estaban pintadas de amarillo y había cojines floreados sobre el desvencijado sofá. El árbol de Navidad se hallaba escasamente adornado con guirnaldas brillantes y unas luces verdes y rojas. Debajo, algunos regalos envueltos en papel de celofán.
¿Regalos? Mort no supo por qué esa palabra activaba algo en su subconsciente. Pensó por un instante, y sacudió la cabeza. "Olvídalo", se dijo.
Ojalá Jack no hubiera intimidado a Cally Hunter. Se veía que ella le tenía pánico. Aunque Mort no había llevado aquel caso, que había tenido lugar dos años antes, creía que Cally honestamente pensaba que su problemático hermano había tomado parte en una pelea callejera y que los miembros de la otra pandilla lo perseguían.
"¿Qué trato de recordar sobre el apartamento? -se preguntó-. ¿Qué hay de diferente en él?"
Se suponía que terminaban el servicio a las ocho; pero ese día, Jack y él tenían que volver a la jefatura. Como muchos otros, debían hacer horas extras, al menos hasta después de la Misa del Gallo. Quizá, aunque era bastante improbable, Siddons apareciese como había prometido.
Levy sabía que Shore se moría por detenerlo personalmente. "Reconocería a ese tipo aunque fuera vestido de monja", repetía su compañero una y otra vez.
Oyeron un golpe en el portón trasero de la furgoneta, y eso significaba que el relevo había llegado. Mort se desperezó y saltó a la calle. Se alegraba de haber dado su tarjeta a Cally Hunter antes de abandonar el apartamento.
– Si quiere hablar con alguien, señora Hunter, aquí tiene el número donde puede encontrarme.
El gentío de la Quinta Avenida había disminuido, aunque todavía quedaban algunos curiosos cerca del árbol de Navidad del Rockefeller Center. Algunas personas seguían haciendo cola para ver los escaparates de Saks, y una afluencia de visitantes constante entraba y salía de la catedral de San Patricio.
Pero mientras el coche en que iba se detenía detrás del patrullero en que el agente Ortiz y Michael esperaban, Catherine vio que los compradores de última hora se habían retirado.
"Han ido a casa, a envolver los últimos regalos, diciéndose que éste será el último año que van a comprar con prisas el día de Nochebuena", pensó Catherine.
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