Mary Clark - Noche de paz

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Catherine Dornan y sus dos hijos se preparan para pasar unas Navidades muy amargas en Nueva York, ya que su esposo y padre debe afrontar una delicada intervención quirúrgica. Pero lo que no imaginan es que la Nochebuena se convertirá en una pesadilla desde el momento en que, inocentemente, se detienen en una esquina a escuchar villancicos…

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"El coche tiene medio depósito de gasolina-pensó Jimmy-. Aquí hay dinero para otro medio depósito y el peaje. Podré llegar a Canadá." Necesitaba mantener a Cally callada, y eso no le resultaría muy difícil. Sólo debía advertirle que si ponía a la policía tras su pista y lo cogían, juraría que ella le había facilitado la pistola con que había disparado contra el guardián.

De pronto, un ruido fuera lo obligó a volverse con rapidez. Apoyó el ojo contra la mirilla de la puerta, pero no vio a nadie. Con un gesto amenazador indicó a Cally que se mantuviera callada, giró en silencio el picaporte y abrió la puerta. Apenas una rendija, justo para ver un chiquillo que se levantaba, se volvía y se alejaba de puntillas hacia la escalera.

Con un rápido movimiento, Jimmy abrió de golpe y lo cogió de la cintura. Le tapó la boca con la otra mano, lo arrastró al interior del apartamento y lo dejó violentamente en el suelo.

– ¿Has caído del cielo, chico? Cally, ¿quién es?

– Jimmy, déjalo tranquilo. No sé quién es. Jamás lo he visto-exclamó ella.

Brian estaba tan asustado que apenas podía hablar. Pero se dio cuenta de que aquellas dos personas estaban muy enfadadas entre sí. Pensó que quizá el hombre lo ayudaría a recuperar el monedero de su madre.

– Tiene el monedero de mi mamá -dijo, señalando a Calli

Jimmy lo soltó.

– Esta sí que es una buena noticia -comentó con una sonrisa mientras se volvía hacia su hermana-. ¿No te parece?

Un policía de paisano en un coche sin distintivos condujo a Catherine al hospital.

– La esperaré aquí, señora Dornan. Tengo la radio conectada. Así pues, en cuanto encuentren a Brian nos enteraremos de inmediato -dijo.

Catherine asintió. "Si lo encuentran", pensó angustiada. Sintió que la garganta se le cerraba por el terror que semejante idea le producía.

El vestíbulo del hospital tenía adornos navideños: un árbol en el centro, ramas de muérdago en las paredes y plantas de hojas rojas al pie del mostrador de recepción.

Le dieron un pase de visita y le dijeron que Tom estaba en la habitación 530. Anduvo hacia los ascensores y entró en uno de ellos, casi lleno con personal del hospital médicos con bata blanca, una pluma y un bloc en el bolsillo del pecho; empleados de la limpieza y un par de enfermeras.

"Hace dos semanas -pensó Catherine-, Tom hacía sus visitas en el St. Mary de Omaha, y yo las compras de Navidad. Esa noche llevamos a los niños a una hamburguesería. La vida era normal, alegre, y bromeamos sobre los problemas que Tom había tenido el año pasado para poner el árbol de Navidad artificial en su base. Yo le prometí que este año compraría un árbol natural. Entonces pensé otra vez que parecía muy cansado, pero nada hice al respecto. Tres días después se desmayó."

– ¿No ha apretado usted el botón de la quinta planta? -preguntó alguien.

Catherine parpadeó.

– Ah, sí, gracias.

Salió del ascensor y se quedó inmóvil por un instante, para orientarse. Al fin encontró lo que buscaba: una flecha en la pared indicaba las habitaciones 515 a 530.

Mientras se acercaba al control de enfermeras, vio a Spence Crowley. Catherine tenía la boca seca. Esa mañana, inmediatamente después de la operación, el cirujano le había asegurado que todo había salido bien, y que su ayudante haría las visitas de la tarde. ¿Por qué estaba Spence allí? Se preocupó. ¿Acaso algo iba mal?

El la vio y le sonrió. "Dios mío, no me sonreiría de esa forma si Tom estuviera…" Fue otro pensamiento que no pudo terminar.

Crowley rodeó el escritorio rápidamente y salió a su encuentro.

– Catherine, ¡si vieras tu expresión! Tom está bien. Bastante atontado, por supuesto, pero sus signos vitales son normales.

Catherine levantó la mirada deseando creer las palabras que oía, creer en la sinceridad que veía en aquellos ojos marrones detrás de las gafas con montura al aire.

El médico la cogió resueltamente por el brazo y la condujo al cubículo que había detrás del control.

– Catherine, no quiero presionarte, pero me gustaría que comprendieras que Tom tiene bastantes probabilidades de salir adelante. Muy buenas probabilidades. Hay pacientes que llevan una vida satisfactoria y plena con leucemia. Existen diferentes tratamientos para controlarla. A Tom pienso darle Interferon, que ha hecho milagros con algunos pacientes míos. Al principio, eso supondrá varias inyecciones diarias, pero una vez que ajustemos la dosis, se las aplicará él solo. Cuando se recupere por completo de la operación, volverá al trabajo. Te juro que es la verdad. Pero hay un problema -añadió en voz baja-. Esta tarde, cuando has estado con Tom en la UVI -dijo con severidad-, parecías bastante alterada.

– Sí -respondió ella.

Aunque se había prometido no llorar, no pudo evitarlo. Había estado tan preocupada, que, al enterarse de que la operación había salido bien, sintió un alivio tan grande que le resultó imposible contenerse.

– Catherine, Tom acaba de pedirme que le sea franco. Él piensa que te he dicho que no hay esperanzas. Empieza a preguntarse si no estaré ocultándole algo, sospecha que quizá las cosas sean peores de cuanto le digo. Pero no es así, y tu tarea es convencerlo de que esperas tener una larga vida a su lado. Quítale de la cabeza la idea de que sus expectativas de vida son muy limitadas, no sólo porque resulta perjudicial para él, sino porque no creo que sea verdad. Para ponerse bien, Tom necesita tener fe en que va a mejorar, y buena parte de ella debe recibirla de ti.

– Spence, tendría que haberme dado cuenta de que estaba enfermo.

El médico le puso las manos en los hombros y le dio un ligero abrazo.

– Escucha -dijo-, hay un viejo proverbio: "Médico, cúrate a ti mismo". Cuando Tom se encuentre mejor, le daré un buen rapapolvo por ignorar los avisos que su cuerpo le daba. Pero ahora entra tranquila y con una son- risa. Sé que puedes hacerlo.

Catherine se obligó a sonreír.

– ¿Así?

– Mucho mejor -asintió Spence-. Sigue sonriendo.

Recuerda que es Navidad. Pensaba que vendrías con los niños.

Era incapaz de hablar de la desaparición de Brian. No en aquel momento. En cambio practicó qué le diría a Tom.

– Brian ha estado estornudando, y quiero asegurarme que no haya pillado un resfriado.

– Bien hecho. De acuerdo. Mañana nos vemos. Y ahora recuerda, no dejes de sonreír. Estás preciosa cuando lo haces…

Catherine asintió y se dirigió por el pasillo rumbo a la habitación 530. Abrió la puerta con cuidado. Tom dormía con una bolsa de suero puesta. Tenía sendos tubos de oxígeno en los orificios de la nariz. Estaba pálido como la funda de la almohada, con los labios color ceniza.

La enfermera de guardia privada se puso de pie.

– Ha preguntado por usted, señora Dornan. Esperaré fuera.

Catherine acercó una silla a la cama. Se sentó y cogió la mano que Tom tenía sobre la colcha. Estudió el rostro de su marido. La frente alta; el cabello castaño rojizo, que Brian había heredado; unas cejas espesas que siempre parecían un poco despeinadas; la nariz, bien formada, y los labios, que, por lo general, tenía separados en una sonrisa. Pensó en sus ojos, más azules que grises, y en el calor y comprensión de su mirada. El daba confianza a sus pacientes. "Ay, Tom, quisiera contarte que nuestro pequeño ha desaparecido. Ojalá estuvieras bien, y conmigo, para que lo buscáramos juntos."

Tom Dornan abrió los ojos.

– Hola, cariño -dijo con voz débil.

– Hola. -Se inclinó y lo besó-. Siento haberme comportado como una tonta esta tarde. Llámalo síndrome premenstrual, o el viejo alivio de siempre. Sabes que soy una boba sentimental; lloro hasta con los finales felices.

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