Mary Clark - Noche de paz
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Dejar todo para último momento. Ese había sido su lema hasta doce años antes, cuando un médico que hacía el último año de residencia, el doctor Thomas Dornan, entró en la oficina de administración del hospital y le preguntó: "Eres nueva aquí, ¿verdad?".
Tom, con tan buen carácter, y tan organizado. Si hubiese sido ella la enferma, Tom no habría metido todo el dinero y el carné de identidad en un monedero ya repleto. No se lo habría guardado en el bolsillo del abrigo con tanto descuido como para que cualquiera se lo quitara o se le cayera al suelo.
Se torturaba con esa idea mientras abría la puerta y corría unos pasos hasta el coche patrulla debajo de la nieve que se arremolinaba. Tenía la seguridad de que
Brian era incapaz de alejarse por las buenas. Estaban tan ansiosos por ver a Tom que ni siquiera quería perder unos minutos en echar un vistazo al árbol del Rockefeller Center. Seguramente se había alejado por algo. Si no lo habían secuestrado, algo muy improbable, era posible que hubiese visto a la persona que le había robado el monedero -o que lo había recogido del suelo- y la hubiera seguido.
Michael estaba sentado en el asiento delantero, junto al agente Ortiz, bebiendo un refresco. Delante de él, en el suelo, había una bolsa de papel con restos de ketchup. Catherine se apretujó en el mismo asiento que él y le acarició el cabello.
– ¿Cómo está papá? -preguntó ansioso-. No le habrás contado lo de Brian, ¿verdad?
– Por supuesto que no. Como estoy segura de que lo encontraremos pronto, no necesitamos preocuparlo. Y se encuentra muy bien. He visto al doctor Crowley. Está muy contento con papá.
– Miró al agente Ortiz por encima de Michael-. Ya han pasado casi dos horas -dijo en voz baja.
Este asintió.
– Estamos pasando la descripción de Brian cada hora a todos los policías y coches patrulla de la zona. Señora Dornan, Michael y yo hemos estado charlando y él opina que Brian no se fue a propósito.
– Tiene razón. Puedo asegurárselo.
– ¿Habló con la gente que había alrededor cuando se dio cuenta de su desaparición?
– Sí.
– ¿Y nadie vio que se llevaran a algún niño?
– No, la gente recordaba haberlo visto, pero de pronto había desaparecido.
– Voy a serle sincero. No conozco a un solo violador que se atreva a raptar a un niño delante de la madre, arreglándoselas después para abrirse paso entre el gentío.
Pero Michael cree que quizá Brian siguió a la persona que cogió su monedero.
Catherine asintió.
– Yo he pensado lo mismo. Es la única respuesta lógica.
– Michael me ha dicho que el año pasado Brian enfrentó a un niño de nueve años que empujó a uno sus compañeros.
– Es muy valiente -repuso Catherine.
En aquel momento, el significado de las palabras del policía la sobresaltó. "Piensa que si Brian siguió a la persona que se llevó el monedero, quizá se enfrente a el -Dios mío, no!"
– Señora Dornan, si le parece bien, creo que sería buena idea pedir la ayuda de los medios de comunicación Podemos ponernos en contacto con algunos canales de televisión locales y enseñar la foto de su hijo. ¿Tiene alguna?
– Sólo la que llevaba en el monedero -respondió Catherine con voz monocorde.
Imágenes de Brian enfrentándose a un ladrón desfilaban por su mente. "Mi pequeño. ¿Alguien sería capaz de hacer daño a mi pequeño?", Pensó.
¿Qué decía Michael? Hablaba con el policía.
– Mi abuela tiene un montón de fotografías nuestras -Levantó la vista hacia su madre-. De todas formas mamá, tienes que llamar a la abuela. Si no volvemos pronto a casa, empezará a preocuparse.
"De tal palo, tal astilla -pensó Catherine-. Brian tiene el mismo rostro de Tom, pero Michael piensa como él
Cerró los ojos para reprimir las oleadas de pánico que la embargaban-. Tom. Brian. ¿Por qué?
Sintió que Michael le metía la mano en el bolso y sacaba el teléfono móvil.
– Llamaré a la abuela-dijo él.
Bárbara Cavanaugh, en su apartamento de la calle Ochenta y siete, atendió el teléfono y casi no podía creer las palabras de su hija. Pero no había dudas respecto a la horrible noticia que la voz queda y casi sin emoción de Catherine le comunicaba: hacía más de dos horas que Brian había desaparecido.
Bárbara se las arregló para no perder la calma en su tono de voz.
– ¿Dónde estáis ahora, querida?
– En un coche patrulla entre la Cuarenta y nueve y la Quinta Avenida. Estábamos aquí cuando Brian… desapareció de pronto de mi lado.
– Enseguida voy para allí.
– Mamá, trae las fotos de Brian más recientes que tengas. La policía quiere dárselas a los medios de comunicación. Y el informativo de una radio local va a entrevistarme dentro de unos minutos para que haga una llamada especial. Y… mamá, telefonea a las enfermeras. Diles que se aseguren que Tom no encienda el televisor de su habitación. No tiene radio. Si se entera de que Brian ha desaparecido… -Su voz se apagó.
– Las llamaré ahora mismo, Catherine. Pero no tengo fotos recientes de Brian. Las únicas que puedo llevar son las que hicimos el verano pasado en la casa de Nantucket.
– En aquel momento se hubiera mordido la lengua. Había estado pidiendo fotografías de los niños, y no se las habían mandado. Pero el día anterior, Catherine le había dicho que su regalo de Navidad para ella (retratos de los niños enmarcados) se le había olvidado, con las prisas por llevar a Tom a Nueva York para la operación-. Llevaré las que encuentre -se apresuró a decir-. Ahora mismo salgo.
Después de dar el mensaje al hospital, Bárbara Cavanaugh se hundió en una silla y apoyó la frente en una mano. "Es espantoso -pensó-, espantoso."
¿Acaso no tenía siempre la sensación de que todo era demasiado perfecto para ser real? El padre de Catherine había muerto cuando ésta tenía diez años, y hasta que conoció a Tom, a los veintidós, su hija había tenido cierto aire de tristeza en la mirada. Eran tan felices, tan perfectos. "Igual que Gene y yo desde el primer día", pensó.
Por un instante, su mente viajó hasta aquel día de 1943 cuando, a los diecinueve años y en primer curso de universidad, le presentaron a un joven y guapo oficial del ejército, el teniente Eugene Cavanaugh. Desde aquel momento, ambos supieron que estaban hechos el uno para el otro. Se casaron al cabo de dos meses, pero pasaron dieciocho años hasta que nació su primera hija.
"Con Tom, ella encontró el mismo tipo de relación que yo tuve la suerte de tener, pero…" Se levantó de un salto.
Tenía que reunirse con Catherine. "Brian debió de alejarse y perderse -se dijo-. Catherine es fuerte, aunque ahora estará al borde del colapso. Ay, Dios mío, haz que lo encuentren!"
Recorrió el apartamento a la carrera y recogió retratos enmarcados de las repisas y las mesas. Se había mudado de Beekman Place hacía diez años. Y aún tenía más espacio del que necesitaba: comedor, biblioteca, una suite para los invitados… Pero su propósito era que cuando Tom, Catherine y los niños llegaran de Omaha, hubiera espacio suficiente para todos.
Bárbara guardó las fotos en el bolso de piel grande que Catherine y Tom le habían regalado en su último cumpleaños, cogió un abrigo del armario del recibidor y, sin molestarse en cerrar la puerta con las dos llaves, salió deprisa a tiempo de apretar el botón del ascensor cuando éste bajaba del ático.
Sam, el ascensorista, era un viejo empleado. Cuando le abrió la puerta, cambió la sonrisa por una mirada de preocupación.
– Buenas noches, señora Cavanaugh. Feliz Navidad. ¿Tiene alguna noticia del doctor Dornan?
Bárbara, temerosa de hablar, meneó la cabeza.
– Tiene usted unos nietos preciosos. El pequeño, Brian, me dijo que usted le había dado una cosa a su mamá que curaría a su papá. Ojalá sea verdad.
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