Myron pensó en Rochester tirado en el suelo, en los dos hombres que se acercaban, en la advertencia de Win, en lo que podía buscar Rochester, en por qué le habría atacado sin mediar provocación, en lo que había dicho Cingle de que era un pirado.
La respuesta era evidente: Dominick Rochester creía que Myron tenía algo que ver con la desaparición de su hija.
Probablemente Rochester sabía que Myron había sido interrogado por la policía y que no habían sacado nada. Un tipo como Rochester no lo aceptaría. Y haría lo que fuera, absolutamente lo que fuera por averiguarlo.
Los dos hombres ya estaban apenas a tres pasos.
Otra cuestión: estaban dispuestos a atacarle allí mismo, en la calle, donde todos podían verlos. Eso sugería un cierto grado de desesperación y despreocupación, y también de seguridad, un nivel con el que Myron no quería tener nada que ver.
Así que se decidió: corrió.
Los dos hombres tenían ventaja. Ya estaban acelerados. Myron salía de una posición de inmovilidad.
Ahí es donde el atletismo puro ayudaba.
La lesión de Myron no había afectado demasiado a su velocidad. Era más un problema de movimiento lateral. Así que Myron fingió que daba un paso a la derecha para hacer que se desviaran. Lo hicieron. Después se fue a la izquierda hacia su entrada. Uno de los hombres – el otro, no el profesor de arte hippy- perdió pie pero sólo un segundo. Volvió a recuperarse. Lo mismo que Dominick Rochester.
Pero era el profesor de arte hippy el que le estaba dando más problemas. Era muy rápido. Estaba tan cerca que habría podido hacerle un placaje.
Myron pensó en la posibilidad de echarse encima de él.
Pero no. Win había llamado para avisarle y si lo había hecho era porque probablemente era un tipo muy bestia. No le haría caer de un solo golpe. Y aunque lo hiciera, el retraso les daría a los otros dos la oportunidad de atraparlo. No había manera de eliminar al profesor de arte y seguir en movimiento.
Myron intentó acelerar. Quería ganar suficiente distancia para llamar a Win con el móvil y decirle…
El móvil. Maldita sea, no lo tenía. Se le había caído cuando le golpeó Rochester.
No dejaban de perseguirle. Estaban en una calle apacible de las afueras, cuatro adultos corriendo como locos. ¿Los estaba viendo alguien? ¿Qué pensarían?
Myron tenía otra ventaja. Conocía el vecindario.
No miró por encima del hombro, pero oía al profesor de arte jadeando detrás de él. No llegas a ser atleta profesional -por breve que fuera su carrera, él había jugado al baloncesto profesional- sin que se arreglen un millón de cosas interna y externamente. Myron había crecido en Livingston. Su curso del instituto tenía seiscientos alumnos. Miles de atletas que cruzaban las puertas. Ninguno había llegado a profesional. Dos o tres habían jugado en la liga local de béisbol. Uno, tal vez dos, habían sido reclutados para uno u otro deporte. Nada más.
Todos los chicos lo sueñan, pero la verdad es que ninguno lo consigue. Ninguno. Crees que tu hijo es diferente. No lo es. No llegará a la NBA, la NFL o la MLB. No sucederá.
Las posibilidades son demasiado reducidas.
La cuestión ahora, mientras intentaba acelerar el paso, era que sí, se había entrenado mucho, había encestado durante cuatro o cinco horas al día, había sido aterradoramente competitivo, tenía la actitud mental correcta y todas esas cosas y las había hecho todas, pero ninguna que le hubiera ayudado a alcanzar el nivel que había alcanzado de no haber tenido la suerte de nacer con unos dones físicos extraordinarios.
Uno de esos dones era la velocidad.
El jadeo seguía detrás de él.
Alguien, tal vez Rochester, gritó:
– ¡Dispárale a la pierna!
Myron siguió acelerando. Tenía un destino en la cabeza. Ahora le ayudaría su conocimiento del vecindario. Llegó a la colina de Coddington Terrace. Al llegar arriba, se preparó. Sabía que si llegaba allí con suficiente ventaja, habría un punto ciego en la curva de descenso.
Cuando llegó a la curva de descenso, no miró atrás. Había un sendero medio escondido entre dos casas a la izquierda. Myron lo utilizaba para ir a la Escuela Elemental Burnet Hill. Todos los chicos lo usaban. Era muy raro -un sendero pavimentado entre dos casas- pero seguía allí.
Los bestias no lo sabrían.
El camino asfaltado era público, pero Myron tenía otra idea. Los Horowitz vivían en la casa de la izquierda. Myron había construido un fuerte en los árboles con uno de ellos hacía mucho tiempo. La señora Horowitz se había puesto furiosa. Se metió en esa zona. Había un sendero bajo las matas para pasar arrastrándose, que conducía al patio de atrás de los Horowitz en Coddington Terrace y daba a la casa de los Seiden en Ridge Road.
Myron apartó el primer matorral. Seguía allí. Se puso a cuatro patas y se arrastró por la abertura. Las ramas le arañaron la cara. No le hizo tanto daño como le devolvió a una época más inocente.
Al salir por el otro lado, en el antiguo patio de los Seiden, se preguntó si seguirían viviendo allí. Tuvo la respuesta inmediatamente.
La señora Seiden estaba en el patio. Llevaba un delantal y guantes de jardinería.
– Myron. -Su voz no mostró duda ni demasiada sorpresa-. Myron Bolitar, ¿eres tú?
Myron había ido a la escuela con su hijo, Doug, aunque no se había arrastrado por el camino ni había vuelto al patio desde los diez años. Pero eso no importaba en aquellos contornos. Si erais amigos en la escuela elemental, había siempre alguna relación.
La señora Seiden se apartó los cabellos de la cara soplando. Fue hacia él. Maldita sea. Myron no quería involucrar a nadie más. Ella abrió la boca para decir algo, pero Myron la silenció llevándose un dedo a los labios.
Ella vio la expresión de su cara y se detuvo. Myron le indicó con un gesto que entrara en la casa. Ella asintió ligeramente y se fue hacia allí. Abrió la puerta de atrás.
Alguien gritó:
– ¿Dónde diablos se ha metido?
Myron esperó a que la señora Seiden desapareciera de su vista. Pero no entró.
Sus ojos se encontraron. Ahora fue la señora Seiden quien le hizo un gesto indicándole que entrara también. Él negó con la cabeza. Demasiado peligroso.
La señora Seiden se quedó mirando con la espalda rígida.
No se movió.
Se oyó un ruido en los matorrales. Myron volvió la cabeza de golpe hacia ellos. El ruido cesó. Podía haber sido una ardilla. No era posible que ya lo hubieran encontrado. Pero Win los había llamado «muy bestias» con el significado sin duda de muy buenos en lo que hacían. Win no era dado a las exageraciones. Si decía que aquellos tíos eran muy bestias…
Myron escuchó. No oyó nada. Eso le asustó más que el ruido.
No quería poner en más peligro a la señora Seiden. Negó con la cabeza otra vez. Ella seguía con la puerta abierta.
No valía la pena discutir. Hay pocos seres más testarudos que las madres de Livinsgton.
A gatas, corrió por el patio y cruzó la puerta, arrastrándola dentro con él.
Ella cerró la puerta.
– Agáchese.
– El teléfono -dijo la señora Seiden- está allí.
Era un teléfono de pared de cocina. Myron marcó el número de Win.
– Estoy a doce kilómetros de tu casa -dijo Win.
– No estoy allí -dijo Myron-. Estoy en Ridge Road. -Miró a la señora Seiden para que le diera más información.
– Setenta y ocho -dijo-. Y es Ridge Drive, no Road .
Myron repitió lo que le había dicho. Le dijo a Win que había tres hombres, incluido Dominick Rochester.
– ¿Vas armado? -preguntó Win.
– No.
Win no le riñó, a pesar de que lo estaba deseando.
– Esos dos son buenos y sádicos -dijo Win-. Escóndete hasta que llegue yo .
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