Harlan Coben - La promesa

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Han pasado seis años desde que el agente Myron Bolitar hizo de superhéroe. En seis años no ha dado ni un puñetazo. No ha tenido en la mano, y mucho menos disparado, una pistola. No ha llamado a su amigo Win, el hombre más temible que conoce, para que le ayude o para que le saque de algún lío. Todo eso está a punto de cambiar… debido a una promesa. El año académico está llegando al final. Las familias esperan con ansia noticias de las universidades. En esos últimos momentos de tensión del instituto, algunos chicos cometen el muy común y muy peligroso error de beber y conducir. Pero Myron está decidido a ayudar a los hijos de sus amigos a mantenerse a salvo, y hace que dos chicas del vecindario le hagan una promesa: si alguna vez están en un apuro pero temen llamar a sus padres, le llamarán a él. Unas noches después, recibe una llamada a las dos de la madrugada, y fiel a su palabra, Myron recoge a una de las chicas en el centro de Manhattan y la lleva a una apacible calle sin salida de Nueva Jersey donde ella dice que vive su amiga. Al día siguiente, los padres de la chica descubren que su hija ha desaparecido. Y que Myron fue la última persona que la vio. Desesperado por cumplir una promesa bien intencionada convertida en pesadilla, Myron se esfuerza por localizar a la chica antes de que desaparezca para siempre. Pero su pasado no es tan fácil de enterrar, porque los problemas siempre le han perseguido. Ahora Myron debe decidir de una vez por todas quien es y a que va a enfrentarse si quiere conservar la esperanza de salvar la vida de una jovencita.

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Se conocieron en las gradas del estadio de Minneapolis cuando Jeb, el mayor, se metió en una pelea con cinco palurdos empapados de cerveza. Orville se puso de su lado y entre los dos mandaron a los cinco al hospital. De eso hacía ocho años. Tres de aquellos hombres seguían en coma.

Jeb y Orville permanecieron juntos. Los dos solitarios, solteros, sin ninguna relación a largo plazo, se hicieron inseparables. Se movieron de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo dejando siempre el desastre a su paso. Para divertirse, entraban en los bares y provocaban peleas, comprobando hasta dónde podían llegar con un hombre sin llegar a matarle. Cuando aniquilaron a una banda de motoristas traficantes de drogas en Montana, su reputación se consolidó.

No parecían peligrosos. Jeb llevaba un lazo y una americana esmoquin. Orville vestía al estilo Woodstock: cola de caballo, pelo facial desaliñado, gafas de sol oscuras y una camisa teñida a mano. Se quedaron en el coche observando a Myron.

Jeb se puso a cantar, como siempre, mezclando la letra inglesa con su versión española. En esta ocasión era «Message in a Bottle» de The Police.

– « I hope that someone gets my, I hope that someone gets my, I hope that someone gets my, mensaje en una botella…»

– Me gusta ésa, tío -dijo Orville.

– Gracias, mi amigo.

– Tío, si fueras más joven podrías salir en American Idol . Esa cosa española. Les chiflarías. Incluso a ese juez Simon que lo detesta todo.

– Me encanta Simon.

– A mí también. El tío está que se sale.

Myron se metió en su coche.

– A ver, ¿tú qué crees que hacía en esa casa? -preguntó Orville.

– «You ask me if our love would grow, yo no sé, yo no sé.»

– Es de los Beatles, ¿no?

– Premio.

– Y yo no sé, « I don't know» .

– Premio otra vez.

– Tope. -Orville miró el reloj del coche-. ¿Deberíamos llamar a Rochester para informarle?

Jeb se encogió de hombros.

– Podríamos.

Myron Bolitar arrancó el coche. Le siguieron. Rochester contestó al segundo timbre.

– Ha salido de la casa -dijo Orville.

– Seguidle -dijo Rochester.

– Es su dinero -dijo Orville encogiéndose de hombros-. Pero creo que es perder el tiempo.

– Podría daros la pista de dónde tiene a las chicas .

– Si le cogemos ahora, nos dará todas las pistas que tenga.

Hubo un momento de duda. Orville sonrió y le hizo a Jeb una señal con el pulgar.

– Estoy en su casa -dijo Rochester-. Es donde quiero que lo traigáis.

– ¿Está fuera o dentro?

– ¿Fuera o dentro de qué?

– De su casa.

– Estoy enfrente. En el coche .

– Así que no sabe si tiene televisor de plasma.

– ¿Qué? No, no lo sé .

– Si tenemos que trabajarlo un rato, sería estupendo que tuviera uno. Por si se pone pesado, usted ya me entiende. Los Yankees juegan contra Boston. Jeb y yo lo veríamos en alta definición. Por eso lo pregunto.

Hubo otro momento de vacilación.

– Puede que tenga -dijo Rochester.

– Eso sería tope. La tecnología digital mola. Todo lo de la alta definición, claro. En fin, ¿tiene un plan o algo así?

– Esperaré hasta que llegue a casa -dijo Dominick Rochester-. Le diré que quiero hablar con él. Entramos. Vosotros también .

– Radical.

– ¿Adónde va ahora?

Orville miró el navegador del coche.

– Eh, bueno, a lo mejor me equivoco, pero creo que vamos a casa de Bolitar.

21

Myron estaba a dos manzanas de casa cuando sonó el teléfono.

– ¿Te he hablado alguna vez de Cingle Shaker? -preguntó Win.

– No.

– Es detective privada. Si fuera más guapa, se te derretirían los dientes .

– Me alegro, en serio.

– Me la he tirado -dijo Win.

– Te felicito.

– Volví para una segunda vez. Y todavía nos hablamos .

– Qué barbaridad -dijo Myron.

Que Win hablara todavía con una mujer con la que se había acostado más de una vez, en términos humanos, era como si un matrimonio celebrara las bodas de plata.

– ¿Hay alguna razón para que me cuentes este tierno suceso ahora? -Entonces Myron recordó algo-. Un momento, una detective llamada Cingle. Hester Crimstein la llamó mientras me interrogaban, ¿no?

– Exacto. Cingle ha reunido más información sobre las desapariciones .

– ¿Has quedado para una reunión?

– Te espera en Baumgart's .

Baumgart's, el restaurante preferido de Myron desde hacía mucho, que servía comida china y estadounidense, acababa de abrir una sucursal en Livingston.

– ¿Como la reconoceré?

– Es lo bastante guapa para que se te derritan los dientes -dijo Win-. ¿Cuántas mujeres encajan con esta descripción en Baumgart's?

Win colgó. Cinco minutos después Myron entraba en el restaurante. Cingle no le decepcionó. Era toda curvas, con un cuerpo como una heroína de cómic hecha realidad. Myron fue a saludar a Peter Chin, el dueño. Peter le miró con el ceño fruncido.

– ¿Qué?

– No es Jessica -dijo Peter.

Myron y Jessica iban continuamente a Baumgart's, es decir, al original de Englewood. Peter no había superado la separación. La regla tácita era que Myron no llevaría a otras mujeres allí. Había mantenido la regla siete años, más por sí mismo que por Peter.

– No es una cita.

Peter miró a Cingle, miró a Myron, hizo una mueca que decía: «Me vas a engañar a mí».

– No lo es. -Y después-: Te das cuenta, por supuesto, que no he visto a Jessica en años.

Peter levantó un dedo.

– Los años pasan, pero el corazón se queda.

– Maldita sea.

– ¿Qué?

– Ya has vuelto a leer galletas de la fortuna, ¿eh?

– Están llenas de sabiduría.

– Te diré una cosa: lee el New York Times del domingo, para variar. La sección de Estilo.

– Ya lo he leído.

– ¿Y?

De nuevo Peter levantó un dedo.

– No se pueden montar dos caballos con otro detrás.

– Eh, ésa te la dije yo. Es yiddish.

– Lo sé.

– Y no pega.

– Siéntate. -Peter le despidió con un gesto-. Y pide tú sólito. No voy a ayudarte.

Cuando Cingle se levantó para saludarle, los cuellos no es que se volvieran a mirarla, sino que se quebraron. Se saludaron y se sentaron.

– Así que eres el amigo de Win -dijo Cingle.

– Ese soy yo.

Ella le estudió un momento.

– No pareces psicótico.

– Me gusta pensar que soy su contrapeso.

No había papeles frente a ella.

– ¿Tienes el informe policial? -preguntó él.

– No hay ninguno. Ni siquiera hay una investigación oficial todavía.

– ¿Qué tienes, entonces?

– Katie Rochester sacó dinero de un cajero. Después se largó. No hay pruebas, aparte de lo que dicen los padres, que sugieran que pasara otra cosa.

– La investigadora que fue a buscarme al aeropuerto… -empezó Myron.

– Loren Muse. Es buena, francamente.

– Sí, Muse. Me hizo muchas preguntas sobre Katie Rochester. Creo que tienen algo sólido que me vincula con ella.

– Sí y no. Tienen algo sólido que relaciona a Katie y a Aimee. No creo que te relacione directamente a ti.

– ¿Es decir?

– Sus últimos cargos de cajero.

– ¿Qué pasa?

– Las dos chicas usaron el mismo Citibank de Manhattan.

Myron calló, intentando asumirlo.

Se acercó el camarero. Era nuevo. Myron no le conocía. Normalmente Peter hacía que el camarero le trajera algunos aperitivos. Esta vez no.

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