Harlan Coben - La promesa

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Han pasado seis años desde que el agente Myron Bolitar hizo de superhéroe. En seis años no ha dado ni un puñetazo. No ha tenido en la mano, y mucho menos disparado, una pistola. No ha llamado a su amigo Win, el hombre más temible que conoce, para que le ayude o para que le saque de algún lío. Todo eso está a punto de cambiar… debido a una promesa. El año académico está llegando al final. Las familias esperan con ansia noticias de las universidades. En esos últimos momentos de tensión del instituto, algunos chicos cometen el muy común y muy peligroso error de beber y conducir. Pero Myron está decidido a ayudar a los hijos de sus amigos a mantenerse a salvo, y hace que dos chicas del vecindario le hagan una promesa: si alguna vez están en un apuro pero temen llamar a sus padres, le llamarán a él. Unas noches después, recibe una llamada a las dos de la madrugada, y fiel a su palabra, Myron recoge a una de las chicas en el centro de Manhattan y la lleva a una apacible calle sin salida de Nueva Jersey donde ella dice que vive su amiga. Al día siguiente, los padres de la chica descubren que su hija ha desaparecido. Y que Myron fue la última persona que la vio. Desesperado por cumplir una promesa bien intencionada convertida en pesadilla, Myron se esfuerza por localizar a la chica antes de que desaparezca para siempre. Pero su pasado no es tan fácil de enterrar, porque los problemas siempre le han perseguido. Ahora Myron debe decidir de una vez por todas quien es y a que va a enfrentarse si quiere conservar la esperanza de salvar la vida de una jovencita.

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Repasaba el informe de balística cuando sonó su línea privada. Lo cogió y dijo:

– Muse.

– Adivina .

Ella sonrió.

– Lance Banner, viejales. ¿Eres tú?

– Soy yo .

Banner era un policía de Livingston, Nueva Jersey, el pueblo donde los dos habían crecido.

– ¿A qué debo este placer?

– ¿Sigues investigando la desaparición de Katie Rochester?

– La verdad es que no -dijo ella.

– ¿Por qué no?

– Primero, no hay indicios de violencia. Segundo, Katie Rochester tiene más de dieciocho años.

– Apenas .

– Ante la ley, dieciocho es como si fueran ochenta. Así que oficialmente no hay una investigación en marcha.

– ¿Y extraoficialmente?

– He visto a una doctora llamada Edna Skylar.

Le contó la historia de Edna, utilizando casi las mismas palabras que había utilizado cuando se lo había contado a su jefe, el fiscal del condado Ed Steinberg. Steinberg la había escuchado un buen rato hasta que concluyó como era de prever: «No tenemos recursos para investigar algo con tan baja prioridad».

Cuando terminó, Banner preguntó:

– ¿Cómo te asignaron el caso al principio?

– Como te he dicho, no había caso, en realidad. Es mayor de edad, no hay indicios de violencia, ya sabes cómo va. Así que no asignaron a nadie. También es cuestionable la jurisdicción. Pero el padre, Dominick, armó mucho jaleo con la prensa, seguramente ya lo viste, y conocía a alguien que conocía a alguien, y eso condujo a Steinberg…

– Y eso condujo hasta ti .

– Eso mismo. La palabra clave es «condujo». En pasado.

Lance Banner preguntó:

– ¿Me puedes dedicar diez minutos?

– ¿Has oído hablar del doble homicidio en East Orange?

– Sí .

– Lo llevo yo.

– ¿Como en presente?

– Tú lo dices.

– Me lo imaginaba -dijo Banner-. Por eso sólo te pido diez minutos .

– ¿Es importante? -preguntó ella.

– Digamos … -se calló, buscando la palabra- que es muy raro .

– ¿Y tiene que ver con la desaparición de Katie Rochester?

– Diez minutos máximo, Loren. Sólo te pido diez minutos. Qué demonios, me conformo con cinco .

Loren miró el reloj.

– ¿Cuándo?

– Estoy en el vestíbulo de tu edificio ahora mismo -dijo él-. ¿Puedes buscar una sala?

– ¿Para cinco minutos? Vaya, tu esposa no bromeaba con lo de tu entusiasmo en la cama.

– Sigue soñando, Muse. ¿Oyes ese ding? Estoy subiendo al ascensor. Busca una sala ya .

Lance Banner, el detective de la policía de Livingston, llevaba un corte militar. Tenía rasgos grandes y una constitución que hacía pensar en ángulos rectos. Loren le conocía desde la escuela elemental y todavía no lograba quitarse de la cabeza esa imagen, cómo era entonces. Es lo que pasa con las personas que conociste de pequeño. Siempre los ves como párvulos.

Loren le vio vacilar al entrar, como si no supiera cómo saludarla: un beso en la mejilla o un apretón de manos más profesional. Ella se adelantó y se acercó a besarle en la mejilla. Estaban en una sala de interrogatorios, y los dos se dirigieron a ocupar la silla del interrogador. Banner se dio cuenta, levantó ambas manos y se sentó frente a ella.

– Tal vez deberías leerme mis derechos -dijo.

– Esperaré a tener suficiente para un arresto. ¿Qué tienes sobre Katie Rochester?

– No hay tiempo para charlas banales, ¿eh?

Ella se limitó a mirarle.

– Vale, vale, al grano entonces. ¿Conoces a una mujer llamada Claire Biel?

– No.

– Vive en Livingston -dijo Banner-. Se llamaba Claire Garman cuando éramos pequeños.

– No me acuerdo.

– Era mayor que nosotros. Cuatro o cinco años probablemente. -Se encogió de hombros-. Lo he comprobado.

– Ajá -dijo Loren-. Hazme un favor, Lance. Finge que soy tu esposa y ahórrame los preliminares.

– Vale, allá va. Me ha llamado esta mañana. Claire Biel. Su hija se fue anoche y no ha vuelto.

– ¿Cuántos años tiene?

– Acaba de cumplir dieciocho.

– ¿Algún indicio de juego sucio?

Él puso cara de estarlo pensando y después dijo:

– Todavía no.

– ¿Y?

– Normalmente esperamos un tiempo. Como dijiste tú por teléfono, es mayor de edad y no hay indicios de violencia.

– Como con Katie Rochester.

– Sí.

– ¿Pero?

– Conozco un poco a los padres. Claire iba a la escuela con mi hermano mayor. Viven en el mismo barrio. Están preocupados, por supuesto. Pero la verdad es que se imaginan que la chica está por ahí haciendo el tonto. La aceptaron en la universidad el otro día. Irá a Duke. Su primera elección. Fue a celebrarlo con unos amigos. Ya sabes a qué me refiero.

– Lo sé.

– Pero yo he pensado que no haría ningún daño echar un vistazo. Así que he hecho lo más fácil. Para contentar a los padres, para que sepan que su hija…, se llama Aimee, por cierto, que Aimee está bien.

– ¿Y qué has hecho?

– He investigado su tarjeta de crédito para ver si había pagado algo o había utilizado un cajero.

– ¿Y?

– Lo ha hecho. Sacó mil dólares, el máximo, en un cajero a las dos de la mañana.

– ¿Tienes el vídeo del banco?

– Lo tengo.

Eso se conseguía al momento. Ya no se usaban las antiguas cintas. Eran vídeos digitales y se podían mandar por correo y descargar enseguida.

– Era Aimee -dijo él-. No hay ninguna duda. No intentaba ocultar su cara ni nada.

– ¿Y?

– Así que crees que se ha fugado, ¿no?

– Sí.

– Una canita al aire -siguió él-. Cogió el dinero y se fue de fiesta, o lo que sea. A pegarse una buena juerga al final de su último año. -Apartó la mirada.

– Venga, Lance. ¿Cuál es el problema?

– Katie Rochester.

– ¿Porque hizo lo mismo que ella? ¿Fue a un cajero antes de desaparecer?

Él inclinó la cabeza adelante y atrás en un gesto de «algo parecido». Sus ojos seguían puestos en otra parte.

– No es que hiciera lo mismo que Katie -dijo-. Es que hizo exactamente lo mismo.

– No te entiendo.

– El cajero que utilizó Aimee Biel está situado en Manhattan, más concretamente -ahora habló con más lentitud- en el Citibank de la 52 con la Sexta Avenida.

Loren sintió un estremecimiento desde la nuca hacia abajo.

– Es el mismo que utilizó Katie Rochester, ¿no? -dijo Banner.

Ella asintió y después dijo algo totalmente estúpido:

– Podría ser una coincidencia.

– Podría ser -convino él.

– ¿Tienes algo más?

– Acabamos de empezar, pero hemos buscado el registro de su móvil.

– ¿Y?

– Hizo una llamada justo después de sacar el dinero.

– ¿A quién?

Lance Banner se echó atrás y cruzó las piernas.

– ¿Te acuerdas de un chico un poco mayor que nosotros, un jugador de baloncesto, Myron Bolitar?

13

En Miami, Myron cenó con Rex Storton, un nuevo cliente, en un restaurante superenorme que eligió Rex porque pasaba mucha gente por allí. El restaurante era uno de esas cadenas tipo Bennigans o TGI Fridays o algo igual de universal y espantoso.

Storton era un actor ya mayor, una antigua superestrella que buscaba un papel independiente que lo hiciera salir del Loni Anderson Dinner Theater de Miami y lo devolviera al escalón más alto de Los Ángeles. Rex estaba resplandeciente con un polo rosa con el cuello levantado, pantalones blancos con los que un hombre de su edad no debería tener nada que ver y un tupé gris brillante que no estaba mal del todo cuando estabas sentado frente a él en la mesa.

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