Harlan Coben - La promesa

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Han pasado seis años desde que el agente Myron Bolitar hizo de superhéroe. En seis años no ha dado ni un puñetazo. No ha tenido en la mano, y mucho menos disparado, una pistola. No ha llamado a su amigo Win, el hombre más temible que conoce, para que le ayude o para que le saque de algún lío. Todo eso está a punto de cambiar… debido a una promesa. El año académico está llegando al final. Las familias esperan con ansia noticias de las universidades. En esos últimos momentos de tensión del instituto, algunos chicos cometen el muy común y muy peligroso error de beber y conducir. Pero Myron está decidido a ayudar a los hijos de sus amigos a mantenerse a salvo, y hace que dos chicas del vecindario le hagan una promesa: si alguna vez están en un apuro pero temen llamar a sus padres, le llamarán a él. Unas noches después, recibe una llamada a las dos de la madrugada, y fiel a su palabra, Myron recoge a una de las chicas en el centro de Manhattan y la lleva a una apacible calle sin salida de Nueva Jersey donde ella dice que vive su amiga. Al día siguiente, los padres de la chica descubren que su hija ha desaparecido. Y que Myron fue la última persona que la vio. Desesperado por cumplir una promesa bien intencionada convertida en pesadilla, Myron se esfuerza por localizar a la chica antes de que desaparezca para siempre. Pero su pasado no es tan fácil de enterrar, porque los problemas siempre le han perseguido. Ahora Myron debe decidir de una vez por todas quien es y a que va a enfrentarse si quiere conservar la esperanza de salvar la vida de una jovencita.

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– La quería mucho.

La quería, pensó Myron, sin decir palabra esta vez. Había dicho «la quería», no «la quiero».

Como si le leyera el pensamiento, Erik añadió:

– Aún la quiero. Tal vez más que antes.

Myron esperó el «pero».

Erik sonrió.

– Supongo que ya sabes la buena noticia.

– ¿Cuál?

– Aimee. De hecho te estamos muy agradecidos.

– ¿Eso por qué?

– La han aceptado en Duke.

– Eh, es estupendo.

– Nos enteramos hace dos días.

– Felicidades.

– Tu carta de recomendación -dijo-. Creo que ha sido el empujón definitivo.

– No -dijo Myron, aunque probablemente Erik tenía bastante más razón de la que creía. No sólo había escrito la carta, sino que había llamado a uno de sus antiguos compañeros, que ahora trabajaba en admisiones.

– No, en serio -siguió Erik-. Hay tanta competencia para entrar en buenas universidades. Tu recomendación tuvo mucho peso, estoy seguro. O sea que gracias.

– Es una buena chica. Fue un placer.

Se acabó el partido y Erik se levantó.

– ¿Listo?

– Creo que ya tengo suficiente -dijo Myron.

– ¿Te duele?

– Un poco.

– Nos hacemos mayores, Myron.

– Lo sé.

– Tenemos más dolores y achaques ahora.

Myron asintió.

– A mí me parece que, cuando duele, tienes dos posibilidades -dijo Erik-. O te sientas, o sigues jugando con dolor.

Erik se fue corriendo y dejó a Myron preguntándose si se referiría al baloncesto.

9

En el coche, el móvil de Myron volvió a sonar. Miró el identificador. De nuevo nada.

– Eres un hijo de puta, Myron .

– Sí, ya lo he pillado la primera vez. ¿Tienes algo nuevo que decir o vamos a seguir con la frase original de que pagaré por lo que he hecho?

Clic .

Myron se estremeció. En la época en que jugaba al superhéroe, había sido una persona muy bien relacionada. Ahora probaría si todavía lo era. Buscó en la agenda de teléfonos del móvil. El nombre de Gail Berruti, su antiguo contacto en la compañía de teléfonos, seguía allí. A la gente le parece poco realista que los detectives privados de la tele tengan un contacto en la compañía telefónica. La verdad es que es lo más fácil del mundo. Cualquier detective privado que se precie tiene un contacto en la compañía telefónica. Pensemos en la cantidad de gente que trabaja para ella. Pensemos en cuántas personas estarían dispuestas a ganarse unos dólares extras. La tarifa corriente había sido de quinientos dólares por factura entregada, pero Myron se imaginaba que el precio habría subido en los últimos seis años.

Berruti no estaba -probablemente estaba fuera el fin de semana-, pero le dejó un mensaje.

– Soy una voz del pasado -empezó Myron.

Le pidió a Berruti que le llamara con la identificación del número de teléfono. Probó otra vez el móvil de Aimee. Le salió el contestador. Cuando llegó a casa, encendió el ordenador e introdujo el número en Google. No encontró nada. Se dio una ducha rápida y después comprobó sus mensajes. Jeremy, su más o menos hijo, le había mandado un mensaje desde el extranjero:

Hola, Myron:

Sólo nos permiten decir que estamos en la zona del Golfo Pérsico. Estoy bien. Mamá está como loca. Llámala si puedes. Todavía no lo entiende. Papá tampoco, pero al menos hace como que sí. Gracias por el paquete. Nos encanta recibir cosas.

Tengo que dejarte. Volveré a escribir, pero puede que esté un tiempo ilocalizable. Llama a mamá, ¿vale?

Jeremy

Myron lo leyó una y otra vez, pero las palabras no cambiaron. El mensaje, como casi todos los de Jeremy, no decía nada. No le gustó la parte de «estar ilocalizable». Pensó en la paternidad, en lo mucho que se había perdido y en cómo encajaba ahora ese chico, su hijo, en su vida. Iba bien, pensó, al menos para Jeremy. Pero era difícil. El chico era su mayor lo-que-podría-haber-sido, el mayor si-lo-hubiera-sabido, y casi todo el tiempo le dolía mucho.

Todavía repasando el mensaje, Myron oyó sonar el móvil. Maldijo en voz baja, pero esta vez el identificador le dijo que era la divina señora Ali Wilder.

Myron sonrió mientras respondía.

– Servicios Semental -dijo.

– Calla, imagínate que fuera uno de mis hijos .

– Fingiría que soy un vendedor de caballos -dijo él.

– ¿Vendedor de caballos?

– ¿Cómo se les llama a los que venden caballos?

– ¿A qué hora es tu vuelo?

– A las cuatro.

– ¿Estás ocupado?

– ¿Por qué?

– Los chicos estarán fuera una hora .

– Uau -dijo él.

– Eso pensaba yo .

– ¿Estás sugiriendo un virtuoso clavo?

– Sí -dijo-. ¿Virtuoso?

– Tardaré un poco en llegar.

– Ajá .

– Y tendrá que ser rápido.

– ¿No es tu especialidad? -dijo ella.

– Eso duele.

– Era broma. Semental .

Myron relinchó.

– Eso en lenguaje equino significa «Ya voy».

– Bien -dijo.

Pero cuando él llamó a su puerta, abrió Erin.

– Hola, Myron.

– Hola -dijo él, procurando no parecer decepcionado.

Miró por detrás de él. Ali hizo un gesto de «lo siento».

Myron entró y Erin se fue arriba corriendo. Ali se acercó más.

– Ha llegado tarde y no ha querido ir al club de teatro.

– Oh.

– Lo siento.

– No te preocupes.

– Podríamos ponernos en un rincón y besarnos -dijo ella.

– ¿Se puede tocar?

– Más te vale.

Él sonrió.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Sólo pensaba.

– ¿Qué pensabas?

– En algo que me dijo ayer Esperanza -dijo Myron-. Men tracht und Gott lacht .

– ¿Es alemán?

– Yiddish.

– ¿Qué significa?

– El hombre propone y Dios dispone.

Ella lo repitió.

– Me gusta.

– A mí también -dijo él.

Entonces la abrazó. Por encima del hombro vio a Erin en lo alto de la escalera. No sonreía. Los ojos de Myron encontraron los de ella y de nuevo pensó en Aimee, y en cómo la noche se la había tragado y en la promesa que había jurado mantener.

10

Myron tenía tiempo antes de su vuelo.

Se tomó un café en el Starbucks del centro de la ciudad. El que le atendió tenía la actitud malhumorada marca de la casa. Mientras daba el café a Myron, dejándolo sobre la barra como si pesara una tonelada, la puerta de la calle se abrió con un bang . El del bar levantó los ojos al cielo al ver quién entraba.

Eran seis ese día, arrastrando los pies como si pisaran un metro de nieve, con la cabeza baja y temblores varios. Sorbían por la nariz y se tocaban la cara. Los cuatro hombres iban sin afeitar. Las dos mujeres olían a meados de gato.

Eran pacientes mentales. De verdad. Pasaban casi todas las noches en Essex Pines, una institución psiquiátrica de la ciudad vecina. Su cabecilla -siempre que caminaban, él iba delante- se llamaba Larry Kidwell. El grupo se pasaba casi todo el día vagando por la ciudad. Los livingstonianos se referían a ellos como los locos del pueblo. Myron pensaba poco caritativamente en ellos como un grupo de rock grotesco: Larry Litio y los Cinco Medicados.

Ese día parecían menos aletargados de lo normal, de modo que probablemente se acercaba la hora de la medicación en Pines. Larry estaba especialmente tembloroso. Se acercó a Myron y le saludó.

– Hola Myron -dijo demasiado fuerte.

– ¿Qué pasa, Larry?

– Cuatrocientos ochenta y siete planetas en el día de la creación, Myron. Cuatrocientos ochenta y siete. Y yo no he visto un penique. ¿Entiendes a qué me refiero?

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