Harlan Coben - Sólo una mirada

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El mundo de una madre de clase media se desmorona por culpa de una simple instantánea. Cuando Grace Lawson recoge unas fotos de la familia recién reveladas descubre una, de hace al menos veinte años, en la que aparecen cinco personas. Grace no reconoce a cuatro de ellas, pero la quinta guarda un sorprendente parecido con su marido, Jack. Cuando éste ve la foto, niega ser él. Mas esa noche, mientras Grace lo espera en la cama, se marcha en coche sin dar explicación alguna y llevándose la foto. Conforme transcurren los días, ella duda cada vez más de sí misma y de su matrimonio y se plantea muchas preguntas acerca de su esposo.

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Callaron. Grace quiso decirle que ese día murieron muchas personas buenas, muchas personas con padres buenos que rezaban, que Dios no discriminaba. Pero Vespa eso ya lo sabía. No le proporcionaría el menor consuelo.

Cuando se detuvieron en el camino de entrada, anochecía. Grace vio las siluetas de Cora y los niños por la ventana de la cocina.

– Quiero ayudarte a encontrar a tu marido -dijo Vespa.

– Ni siquiera sé qué puedes hacer.

– Te sorprendería -contestó él-. Ya tienes mi número de teléfono. Cualquier cosa que necesites, llámame. Sea la hora que sea, da igual. Puedes contar conmigo.

Cram abrió la puerta. Vespa la acompañó hasta la entrada.

– Me mantendré en contacto -dijo él.

– Gracias.

– También ordenaré a Cram que vigile tu casa.

Grace miró a Cram. Éste esbozó una especie de sonrisa.

– No hace falta.

– Hazlo por mí -rogó él.

– No, de verdad, no quiero. Por favor.

Vespa pensó en ello.

– ¿Si cambias de idea…?

– Te lo diré.

Vespa se volvió para irse. Grace lo miró mientras regresaba al coche y se preguntó si hacía bien en tratar con el diablo. Cram abrió la puerta. La limusina pareció engullir a Vespa por entero. Cram saludó a Grace con la cabeza. Grace no se movió. Consideraba que tenía bastante buen criterio para juzgar a las personas, pero Carl Vespa la había hecho cambiar de parecer. Nunca vio ni intuyó la menor maldad en él. Pero sabía que estaba allí.

La maldad -la verdadera maldad- era así.

Cora puso agua a hervir para la pasta. Echó un tarro de salsa de tomate Prego en una cazuela y luego se inclinó junto a Grace para hablarle al oído.

– Voy a bajar el correo por si ha llegado alguna respuesta -susurró Cora.

Grace asintió. Estaba ayudando a Emma con las tareas y haciendo un esfuerzo sobrehumano para mostrarse interesada. Su hija llevaba un jersey de baloncesto de los Jason Kidd Nets. Decía que se llamaba Bob. Quería ser jockey. Grace no sabía qué pensar al respecto, pero suponía que era mejor que comprar revistas de adolescentes y suspirar por grupos musicales de chicos inofensivos.

La señora Lamb, la maestra joven pero cada día más envejecida de Emma, les estaba enseñando las tablas de multiplicar. Iban por la del seis. Grace la repasaba con Emma. Cuando llegaron a seis por siete, Emma hizo una larga pausa.

– Deberías sabértela de memoria -dijo Grace.

– ¿Por qué? Puedo calcularla sola.

– No se trata de eso. Tienes que aprendértela de memoria para luego poder multiplicar números de varias cifras.

– La señora Lamb no ha dicho que tengamos que aprenderlas de memoria.

– Pues deberías.

– Pero la señora Lamb…

– Seis por siete.

Y así siguieron.

Max tenía que encontrar un objeto para poner en la «Caja Secreta». Había que poner algo en la caja -en este caso, un disco de hockey- e inventar tres pistas para que los compañeros del parvulario adivinaran qué era. Primera pista: el objeto era negro. Segunda pista: se usaba en un deporte. Tercera pista: hielo. Suficiente.

Al volver del ordenador, Cora movió la cabeza en un gesto de negación. Todavía nada. Cogió una botella de Lindemans, un chardonnay decente pero barato de procedencia australiana, y la descorchó. Grace llevó a los niños a la cama.

– ¿Dónde está papá? -preguntó Max.

Emma, haciéndose eco del sentimiento expresado por su hermano, comentó:

– Ya he escrito la estrofa del hockey para mi poema.

Grace respondió con una vaguedad, algo sobre una urgencia en el trabajo. Los niños la miraron con suspicacia.

– Me encantaría oír el poema -dijo Grace.

Emma sacó su diario con desgana.

Palo de hockey, palo de hockey,
¿te gusta marcar?
Cuando golpeas el disco,
¿te entran ganas de brincar?

Emma alzó la vista. Grace exclamó «¡Guau!» y aplaudió, pero no se le daba tan bien mostrar entusiasmo como a Jack. Se despidió de los dos con un beso de buenas noches y bajó. La botella de vino estaba abierta. Cora y ella empezaron a beber. Echaba de menos a Jack. Hacía menos de veinticuatro horas que se había ido -se había ausentado por viajes de trabajo más largos muchas veces- y sin embargo tenía la sensación de que la casa se le caía encima. Era como si hubiese perdido algo de manera irreparable. La añoranza de él ya se había convertido en un dolor físico.

Grace y Cora bebieron un poco más. Grace pensó en sus hijos.

Pensó en una vida, toda una vida, sin Jack. Haríamos cualquier cosa para proteger a nuestros hijos del dolor. Perder a Jack sin duda destrozaría a Grace. Pero eso no era lo grave. Ella lo sobrellevaría. Su dolor, sin embargo, no sería nada en comparación con lo que significaría para esos dos niños que estaban allí arriba despiertos -lo sabía-, intuyendo que ocurría algo.

Grace miró las fotos que decoraban las paredes.

Cora se acercó a ella.

– Es un buen hombre.

– Ya.

– ¿Estás bien?

– Demasiado vino -contestó Grace.

– Yo diría que no el suficiente, más bien. ¿Adónde te ha llevado ese mafioso?

– A ver a un grupo de rock cristiano.

– Una primera cita ideal.

– Es una larga historia.

– Soy toda oídos.

Pero Grace negó con la cabeza. No quería pensar en Jimmy X. Se le ocurrió una idea. Le dio vueltas y dejó que se asentara.

– ¿Qué? -preguntó Cora.

– A lo mejor Jack hizo más de una llamada.

– ¿Además de la que hizo a su hermana, quieres decir?

– Sí.

Cora asintió.

– ¿Tienes cuenta abierta en Internet?

– Tenemos AOL.

– No, me refiero a la factura de teléfono.

– Todavía no.

– Pues qué mejor momento que éste. -Cora se puso en pie. Se tambaleó ligeramente al caminar. El vino las había hecho entrar en calor-. ¿Qué compañía usas para las llamadas interurbanas?

– Cascade.

Estaban otra vez delante del ordenador de Jack. Cora se sentó ante el escritorio, hizo crujir los nudillos y se puso manos a la obra. Encontró la página de Cascade. Grace le facilitó la información necesaria: dirección, número de la seguridad social, tarjeta de crédito.

Dieron una contraseña. Cascade envió un mensaje a la dirección de Jack para confirmar que acababa de solicitar la facturación en línea.

– Listo -dijo Cora.

– No lo entiendo.

– Ya hemos abierto una cuenta para facturación en línea. Acabo de pedirla. Ahora puedes ver y pagar la factura del teléfono por Internet.

Grace miró por encima del hombro de Cora.

– Ésa es la factura del mes pasado.

– Exacto.

– Pero no saldrán las llamadas de anoche.

– Mmm. Voy a pedirlas. También podemos telefonear a Cascade y preguntar.

– No atienden las veinticuatro horas al día. Inconvenientes de la tarifa con descuento. -Grace se acercó a la pantalla del ordenador-. A ver si llamó a su hermana antes de anoche.

Repasó la lista. Nada. Tampoco constaba ningún número desconocido. Ya no le resultaba extraño hacer eso, espiar al marido al que quería y en el que confiaba, cosa que, por supuesto, ya de por sí le resultaba extraña.

– ¿Quién paga las facturas? -preguntó Cora.

– Casi todas Jack.

– ¿La factura del teléfono la envían a casa?

– Sí.

– ¿Y tú la miras?

– Claro.

Cora asintió.

– Jack tiene un móvil, ¿no?

– Sí.

– ¿Y qué hay de esa factura?

– ¿Qué pasa con ella?

– ¿La miras?

– No, es de él.

Cora sonrió.

– ¿Qué?

– Cuando mi ex me engañaba, usaba el móvil porque yo nunca miraba esas facturas.

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