Nora Roberts - Mágicos Momentos

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Para Ryan Swan, a la que la vida le había enseñado que sólo podía confiar en sí misma, Pierce Atkins era el último hombre al que debía confiarle el corazón. Pero ante la presencia cautivadora de Pierce, todas sus defensas parecían desvanecerse como por arte de magia.
A Pierce Atkins, obsesionado con huir de su pasado, no le costaría escapar del interior de una caja fuerte ante miles de espectadores. Pero, ¿estaba dispuesto a seguir huyendo toda la vida?, ¿o debía escuchar a su corazón y firmar el contrato de matrimonio que Ryan le ofrecía?

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Pierce yacía sobre ella, reposando la cabeza entre sus pechos. Bajo la oreja, podía oír el ruido atronador de su corazón. Ryan no había dejado de temblar. Lo rodeaba con los dos brazos como si no pudiese sostenerse ni sobre la cama. No podía moverse. Y él tampoco quería hacerlo. Quería detener el mundo y mantenerlo así: los dos solos, desnudos. Ryan le pertenecía, se dijo. Lo sorprendió la vehemencia de aquel deseo de poseerla. Él no era así. Nunca había sido así con ninguna mujer. Hasta Ryan. La atracción era demasiado potente como para resistirla.

– Dilo otra vez -le exigió, levantando la cabeza para poder mirarla.

Ryan abrió los ojos despacio. Estaba embriagada de amor, saciada de placer.

¿El qué?

Pierce la besó de nuevo, primero con ansiedad, luego más sereno, pero extrayendo hasta la última gota del néctar de sus labios. Cuando se apartó, tenía los ojos brumosos de deseo.

– Dime que eres mía, Ryan.

– Soy tuya -murmuró antes de cerrar los ojos de nuevo-. Tanto tiempo como quieras -añadió entre bostezos.

Pierce frunció el ceño e hizo intención de hablar, pero se paró al ver que Ryan se había quedado dormida. Respiraba tranquila y relajada. Pierce se echó a un lado de la cama, se tumbó junto a ella y la abrazó.

Esa vez esperaría a su lado hasta que despertase.

Capítulo X

Ryan nunca había tenido la sensación de que el tiempo pasara a una velocidad tan vertiginosa. Debería haberse alegrado de que fuera así. Cuando terminaran las actuaciones de Pierce en Las Vegas, podrían empezar a trabajar en los especiales para la televisión. Estaba ansiosa de ponerse manos a la obra con esos programas, tanto por ella como por él. Sabía que podría suponer un punto de inflexión en su carrera dentro de Producciones Swan.

Aun así, no podía evitar desear que las horas no se fueran volando y pasasen más despacio. Las Vegas tenía algo especial: los casinos relucientes, las calles ruidosas, la falta de relojes… Allí, en medio de aquella ciudad mágica, le parecía natural amar a Pierce, compartir la vida que él vivía. Y no estaba segura de que fuese a resultarle igual de sencillo una vez regresaran a la pragmática realidad de Los Ángeles.

Los dos estaban viviendo al día. En ningún momento habían hablado del futuro. El arranque de posesividad de Pierce no se había repetido y Ryan se preguntaba por qué. Casi creía que había soñado con aquel ruego profundo e insistente: “Dime que eres mía”.

Nunca había vuelto a pedírselo ni le había dedicado palabras de amor. Era atento, a veces en exceso, con palabras, gestos y miradas. Pero no parecía totalmente relajado. Como tampoco se sentía tranquila Ryan. Confiar no era tarea fácil para ninguno de los dos.

La noche de la última actuación Ryan se vistió con esmero. Quería que fuese una velada especial. Champaña, decidió mientras se metía en un vestido vaporoso con un arco iris de matices. Llamaría al servicio de habitaciones y pediría que subieran champán a la suite después del espectáculo. Tenían una última y larga noche para disfrutar juntos antes de que el idilio finalizase.

Ryan se examinó con atención en el espejo. El vestido tenía transparencias y era mucho más atrevido, advirtió, de lo que solía ser su estilo. Pierce diría que era más propio de Ryan que de la señorita Swan, pensó y sonrió. Tendría razón, como siempre. En ese momento, no se sentía en absoluto como la señorita Swan. Ya habría tiempo de sobra a partir del día siguiente para los trajes de negocios.

Se echó unas gotitas de perfume en las muñecas y luego otra más al hueco entre ambos pechos.

– Ryan, si quieres que cenemos antes de la actuación, vas a tener que darte prisa. Son casi… -Pierce enmudeció al entrar en la habitación. Se paró a contemplarla. El vestido flotaba por aquí, se ceñía allá, ajustándose seductoramente a sus pechos.

– Estás preciosa -murmuró, sintiendo un cosquilleo por la piel que empezaba a resultarle familiar-: Como si fueras la protagonista de un sueño.

Cuando le hablaba así, el corazón se le derretía y el pulso se le disparaba al mismo tiempo.

– ¿De un sueño? -Ryan avanzó hacia Pierce y entrelazó las manos tras su nuca-. ¿En qué clase de sueño te gustaría verme?, ¿podrías hacer un hechizo para encontrarnos en sueños? -añadió justo antes de darle un beso en una mejilla y luego en otra.

– Hueles a jazmín -Pierce hundió la cara en el cuello de Ryan. Pensó que jamás había deseado nada ni a nadie tanto en toda su vida-. Me vuelve loco.

– Hechizos de mujer -dijo ella, ladeando la cabeza para ofrecer más libertad a la boca-: Para encantar al encantador.

– Pues funciona.

– ¿No fue el hechizo de una mujer lo que terminó perdiendo a Merlín? -Ryan se apretó un poco más.

– ¿Has estado documentándote? -le susurró Pierce al oído-. Ten cuidado: llevo más tiempo que tú en el negocio… y no es aconsejable enredarse con un mago añadió después de posar los labios sobre los de ella.

– Creo que me arriesgaré -Ryan le acarició el pelo de la nuca-. Me gustan los enredos.

Pierce sintió un tremendo poder… y una tremenda debilidad. Siempre le pasaba igual cuando la tenía entre sus brazos. Pierce la apretó contra el pecho y Ryan no opuso resistencia. Tenía muchas cosas que ofrecerle, pensó ella. Muchas emociones que brindarle o reprimir. Nunca estaba segura de la opción por la que Pierce se decantaría en cada momento. Por otra parte, ella tampoco era un libro abierto. Aunque lo amaba, no había llegado a pronunciar las palabras en voz altas Por más que su enamoramiento crecía día a día, no había sido capaz de decírselo.

– ¿Verás la actuación de esta noche con los tramoyistas? -le preguntó Pierce-. Me gusta saber que estás ahí cerca.

– Sí -Ryan echó la cabeza hacia atrás y sonrió. No era frecuente que le pidiese nada-. Uno de estos días acabaré pillándote algún truco. Ni siquiera tu mano va a ser siempre más rápida que el ojo.

– ¿No? -Pierce sonrió. Lo divertía el empeño constante de Ryan por descubrir sus trucos-. En cuanto a la cena… -arrancó al tiempo que le bajaba la cremallera del vestido. Empezaba a preguntarse qué llevaría debajo. Si por él fuera, el vestido estaría en el suelo en un abrir y cerrar de ojos.

– ¿Qué pasa con la cena? -preguntó Ryan haciéndose la inocente, pero con un brillo pícaro en la mirada.

Pierce maldijo al oír que llamaban a la puerta.

– ¿Por qué no conviertes en un sapo al que se haya atrevido a interrumpirnos? -le sugirió Ryan. Luego suspiró y apoyó la cabeza sobre un hombro de Pierce-. No, supongo que sería poco cortés.

– Pues a mí no me parece mal -contestó él y Ryan soltó una risotada.

– Yo contesto. Me remordería la conciencia haberte dado la idea -dijo. Al ver que Pierce se abrochaba el botón superior de la camisa, Ryan enarcó una ceja-. No olvidarás lo que estabas pensando mientras lo echo, ¿no?

– Tengo muy buena memoria -dijo Pierce sonriente. Luego la soltó y la miró caminar hacia la puerta. El vestido no había sido elección de la señorita Swan, decidió, como confirmando lo que Ryan había pensado mientras se vestía.

– Un paquete para usted, señorita Swan.

Ryan aceptó la cajita, envuelta con papel de regalo, y la tarjeta que le entregó el mensajero.

– Gracias.

Después de cerrar la puerta, dejó el paquete sobre una mesa y abrió el sobre de la tarjeta. La nota era breve estaba escrita a máquina:

Ryan:

Conforme con tu informe. A falta de una revisión exhaustiva cuando vuelvas. Reunión dentro de una semana a partir e hoy. Feliz cumpleaños.

Tu padre

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