– Lo siento-dijo ella con compasión-. No tienes por qué contarme nada si te hace sentirte incómodo.
Pero algo lo impulsaba a hablar. Por primera vez desde que era un niño, Pierce se atrevió a poner voz a sus traumas infantiles.
– No sé, a veces creo que la memoria olfativa es la que más perdura. Siempre he recordado a la perfección el olor de mi padre. Pero tuvieron que pasar diez años desde la última vez que lo vi para que me diera cuenta de que olía a ginebra. No puedo decirte cómo era físicamente, pero siempre he recordado ese olor.
Siguió con la vista perdida en el techo mientras hablaba. Ryan sabía que Pierce se había olvidado de ella mientras escarbaba en su pasado.
– Una noche, tendría unos quince años, estaba abajo en el sótano. Me gustaba explorar por ahí cuando todos estaban en la cama. Me encontré con el vigilante desmayado en una esquina con una botella de ginebra. Aquel olor… Recuerdo que me quedé paralizado unos segundos sin saber por qué. Pero me acerqué, agarré la botella y, entonces, me di cuenta. Dejé de tener miedo. Pierce guardó silencio durante un buen rato y tampoco Ryan dijo nada. Esperó. Deseaba que siguiese abriéndose a ella, pero sabía que no podía pedírselo. El único sonido que se oía en la habitación era el de los latidos de Pierce bajo su oreja.
– Era un hombre muy cruel. Estaba enfermo -murmuró Pierce y Ryan supo que se estaba refiriendo a su padre-. Durante años, estuve convencido de que eso significaba que yo tenía la misma enfermedad.
– Tú no eres nada cruel -susurró ella apretándolo con más fuerza-. Nada.
– ¿Creerías lo mismo si te contara de dónde vengo? -se preguntó Pierce en voz alta-. ¿Estarías dispuesta a dejar que te tocase?
Ryan levantó la cabeza y se tragó las lágrimas.
– Bess me lo contó hace una semana. Y estoy aquí -dijo con firmeza. Pierce no dijo nada, pero dejó de acariciarle el pelo-. No tienes derecho a enfadarte con ella. Es la mujer más cariñosa y leal que he conocido en mi vida. Me lo dijo porque sabe que me importas, que sabía que necesitaba entenderte.
– ¿Cuándo te lo contó? -preguntó con mucha tranquilidad.
– La noche… la noche del estreno -contestó ella tras dudar unos instantes y respirar hondo para darse valor. Habría dado cualquier cosa por poder ver la expresión de Pierce, pero la oscuridad se lo impedía-. Cuando te conocí, dijiste que seríamos amantes. Acertaste… ¿Te arrepientes? -añadió con voz trémula.
Le pareció que transcurrió una eternidad antes de que él respondiera:
– No -Pierce se giró hacia ella de nuevo y le dio un beso en una sien-. ¿Cómo iba a arrepentirme de ser tu amante?
– Entonces no sientas que sepa quién eres. Eres el hombre más maravilloso que he conocido en mi vida. Pierce soltó una risotada, medio irónica, medio conmovido. También se sintió aliviado, descubrió. Un alivio tremendo que lo hizo volver a reírse.
– Ryan, ¡qué cosas más increíbles dices!
Ella levantó la cabeza. Se negaba a llorar delante de él.
– Es verdad, pero no lo repetiré delante de ti después de esta noche. Se te subiría a la cabeza -Ryan le acarició una mejilla con la palma. Luego posó la boca sobre sus labios-. Pero, por esta noche, que sepas que me gusta todo lo tuyo: me gusta cómo se te elevan las cejas por los extremos… y me gusta cómo firmas -añadió después de besarlo de nuevo.
– ¿Cómo qué?
– En los contratos -contestó ella sin dejar de darle besitos por la cara. Le dijo que era una firma muy elegante y notó una sonrisa en las mejillas de Pierce-. ¿Qué te gusta de mí? -le preguntó entonces.
– Que tienes buen gusto -respondió al instante-. Excelente.
Ryan le mordió el labio inferior, pero él la volteó y convirtió el castigo en un beso de lo más satisfactorio.
– Sabía que se te subiría a la cabeza -dijo con tono de fastidio-. Me duermo.
– Creo que no -Pierce buscó de nuevo la boca de Ryan.
Y, una vez más, tuvo razón.
Despedirse de Pierce fue de las cosas más difíciles que había hecho en toda su vida. Había estado a punto de desentenderse de todas sus obligaciones, de todas sus ambiciones, y pedirle que la dejara ir con él. ¿Qué eran las ambiciones, sino metas vacías, si no podía estar con Pierce? Había querido decirle que lo amaba y que lo único que importaba era que permaneciesen juntos.
Pero una vez en el aeropuerto, se había obligado a sonreír, le había dado un beso de adiós y se había marchado. Ella tenía que ir a Los Ángeles y él seguía ruta por la costa. El trabajo que los había unido también los mantendría separados.
En ningún momento habían llegado a hablar del futuro. Ryan se había dado cuenta de que Pierce no hablaba del mañana. Pero el hecho de que le hubiese hablado del pasado, por poco que fuera, le daba fuerzas. Era un paso, quizá más grande de lo que ninguno de los dos sabía.
El tiempo diría, pensó Ryan, si lo que habían compartido en Las Vegas crecería o terminaría desdibujándose hasta desaparecer. En ese momento, empezaban un periodo de espera. Ryan sabía que si Pierce se arrepentía, lo descubriría entonces, estando separados. La distancia no siempre acrecentaba el cariño. También permitía que la sangre y el cerebro se enfriaran. Las dudas tenían la manía de formarse cuando había tiempo para pensar. Cuando Pierce fuese a Los Ángeles a la primera de las reuniones, tendría la respuesta.
Ryan entró en su despachó, miró el reloj y tomó conciencia, a su pesar, de que el tiempo y los horarios volvían a formar parte de su mundo. Sólo hacía una hora que se había despedido de Pierce y ya lo echaba de menos una barbaridad. ¿Estaría él también pensando en ella justo en ese momento? Si se concentraba lo suficiente, ¿se daría cuenta Pierce de que estaba pensando en él? Ryan suspiró y se dejó caer sobre el asiento situado tras la mesa de despacho. Desde que estaba con Pierce, se había vuelto más permisiva con la imaginación. A veces, tenía que reconocerlo, creía incluso en la magia.
"¿Qué le ha pasado, señorita Swan?", se preguntó. Tenía que volver a poner los pies en la tierra, como correspondía. ¿Sería el amor lo que la tenía levitando? Ryan apoyó la barbilla sobre el cuenco de las manos. Cuando se estaba enamorada, nada era imposible.
¿Quién podía asegurar qué fuerzas misteriosas habían hecho que su padre enfermara y la hubiese mandado a ella al encuentro de Pierce?, ¿qué impulso oculto le había hecho elegir aquella carta fatídica de la baraja del Tarot? ¿Por qué había intentado resguardarse la gata de la tormenta justo por su ventana? Desde luego, existían explicaciones lógicas para cada uno de los pasos que habían ido llevándola hasta el momento en que se encontraba. Pero a las mujeres enamoradas no les gustaba la lógica.
Porque había sido mágico, pensó Ryan sonriente. Desde la primera vez que se habían cruzado sus miradas, lo había sentido. Simplemente, había necesitado algo de tiempo para aceptarlo. Toda vez que ya lo había hecho, ya sólo podía esperar y ver si duraba. No, se corrigió: no era momento para la pasividad; ella misma se encargaría de que aquella relación se consolidase. Si le requería paciencia, sería paciente. Si le exigía acción, tomaría la iniciativa. Pero haría funcionar la relación, aunque tuviera que inventarse su propio hechizo particular.
Ryan sacudió la cabeza y se recostó sobre el respaldo. En el fondo, no podía hacer nada hasta que Pierce volviese a irrumpir en su vida. Y para eso faltaba una semana. Mientras tanto, tenía trabajo pendiente. No podía echarse a dormir y aguantar en la cama a que pasaran los días. Tenía que llenarlo. Ryan abrió las notas que había ido tomando sobre Pierce Atkins y empezó a transcribirlas. Al cabo de menos de media hora, el interfono la interrumpió:
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