Nora Roberts - Mágicos Momentos

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Para Ryan Swan, a la que la vida le había enseñado que sólo podía confiar en sí misma, Pierce Atkins era el último hombre al que debía confiarle el corazón. Pero ante la presencia cautivadora de Pierce, todas sus defensas parecían desvanecerse como por arte de magia.
A Pierce Atkins, obsesionado con huir de su pasado, no le costaría escapar del interior de una caja fuerte ante miles de espectadores. Pero, ¿estaba dispuesto a seguir huyendo toda la vida?, ¿o debía escuchar a su corazón y firmar el contrato de matrimonio que Ryan le ofrecía?

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– La cuestión es que lo he intentado y no he podido. Nunca me he portado tan egoístamente con una mujer. He tenido muy poco cuidado -murmuró Pierce-. Eres muy pequeña, muy frágil.

¿Frágil? Ryan enarcó una ceja. Nadie la había considerado una mujer frágil nunca. En otro momento, quizá se habría echado a reír, pero en aquel instante tenía la sensación de que sólo había una forma de tratar con un hombre como Pierce.

– Muy bien -arrancó tras respirar hondo para serenarse-. Tienes dos opciones.

– ¿Cuáles? -preguntó sorprendido él, enarcando las cejas.

– Puedes buscarte otra habitación o puedes llevarme a la cama y hacerme el amor otra vez -Ryan dio un paso al frente-. Ahora mismo.

– ¿No tengo más opciones? -preguntó sonriente, respondiendo a la mirada desafiante de ella.

– Supongo que podría seducirte de nuevo si te pones cabezota -dijo Ryan encogiéndose de hombros-. Lo que tú prefieras.

Pierce hundió los dedos en su cabello y la acercó hacia su cuerpo.

– ¿Y qué tal si nos quedamos con una combinación de las dos opciones?

– ¿De qué dos opciones? -respondió Ryan con recelo.

Pierce bajó la cabeza y le dio un beso suave en los labios.

– ¿Qué tal si yo te llevo a la cama y tú me seduces?

Ryan dejó que la levantara en brazos.

– Para que no digas que no soy una persona razonable -dijo ella mientras Pierce la llevaba al dormitorio-. Estoy dispuesta a que lleguemos a un acuerdo con tal de que me salga con la mía.

– Señorita Swan -murmuró él mientras la posaba con cuidado sobre la cama-. Me gusta su estilo.

Capítulo IX

Le dolía todo el cuerpo. Ryan suspiró, se acurrucó y hundió la cabeza contra la almohada. Era una molestia placentera. Le recordaba a la noche anterior: una noche que se había alargado hasta el alba.

Nunca había sabido que tuviese tanta pasión que ofrecer ni tantas necesidades que satisfacer. Cada vez se había sentido agotada, en cuerpo y alma; pero había bastado una nueva caricia, de ella a él o viceversa, para volver a sacar fuerzas de donde no creía que pudiera haberlas y, recuperado el vigor, sentir de nuevo las exigencias del deseo.

Al final se habían quedado dormidos, abrazados el uno al otro mientras los dedos rosados del amanecer se filtraban en el dormitorio. Sumida en un agradable duermevela, dormitando a ratos y recuperando la conciencia durante unos segundos minutos después, Ryan se giró hacia Pierce. Quería abrazarlo de nuevo.

Pero estaba sola.

Abrió los ojos despacio. Todavía adormilada, extendió la mano sobre las sábanas que había a su lado y las encontró vacías. ¿Se había marchado?, se preguntó Ryan confundida. ¿Cuánto tiempo llevaba durmiendo sola? Todo el placer del despertar se esfumó de inmediato. Ryan volvió a tocar las sábanas. No, se dijo mientras se estiraba; debía de estar en la otra habitación de la suite. No podía haberla dejado sola.

El teléfono sonó, despertándola por completo del sobresalto.

– Sí, ¿diga? -respondió sin dar tiempo a que sonara una segunda vez. Luego se retiró el pelo de la cara al tiempo que se preguntaba por qué estaría la suite tan silenciosa.

– ¿Señorita Swan?

– Sí, Ryan Swan al habla.

– Tiene una llamada de Bennett Swan, espere un momento.

Ryan se sentó y, en un movimiento automático, se subió la sábana hasta cubrirse los pechos. Estaba desorientada ¿Qué hora sería?, ¿y dónde, pensó de nuevo, estaría Pierce?

– Ryan, ponme al día.

¿Al día?, repitió en silencio ella, como oyendo un eco de la voz de su padre. Trató de despejarse y ordenar los pensamientos un poco.

– ¡Ryan! -la apremió Bennett.

– Sí, perdona.

– No tengo todo el día

– He visto los ensayos de Pierce a diario -arrancó por fin. Echaba de menos una buena taza de café y poder disponer de unos minutos para ponerse en marcha. Echó un vistazo a su alrededor en busca de alguna señal de Pierce-. Creo que, cuando lo veas, estarás de acuerdo en que tiene dominadas las cuestiones técnicas y la relación con su propio equipo. Anoche asistí al estreno: impecable. Ya hemos comentado algunas variaciones para adaptar el espectáculo a la televisión, pero todavía no hay ninguna decisión en firme. Es posible que incorpore algún número nuevo, pero de momento lo guarda en secreto.

– Quiero información más concreta en dos semanas como mucho -dijo él-. Es posible que tengamos que cambiar las fechas. Háblalo con Atkins. Necesitamos una lista con una descripción de los números que realizará y un tiempo estimado para cada uno.

– Ya se la he pedido -contestó con frialdad Ryan, irritada por la intromisión de su padre en su trabajo-. Soy la encargada de la producción -le recordó.

– Cierto -convino Bennett-. Te veré en mi despacho cuando vuelvas.

Tras oír que su padre había colgado, Ryan dejó el auricular sobre el teléfono con un suspiro de exasperación. Había sido la típica conversación con Bennett Swan. Decidió olvidarse de la llamada y se levantó de la cama. La bata de Pierce estaba doblada sobre una silla. La agarró y se la puso.

– ¿Pierce? -Ryan salió al salón de la suite, pero lo encontró vacío-. ¿Pierce? -lo llamó de nuevo mientras pisaba uno de los botones de la blusa que había perdido.

Se agachó distraída a recogerlo y se lo guardó en el bolsillo de la bata mientras recorría la suite.

Vacía. Pierce no estaba por ninguna parte. Sintió una punzada en el estómago y el dolor se expandió por todo el cuerpo. La había dejado sola. Ryan negó con la cabeza y volvió a registrar las habitaciones con incredulidad. Seguro que le había dejada una nota en la que le explicaba por qué y adónde se había marchado. No podía haberse despertado y abandonarla sin más, después de la noche que habían compartido.

Pero no. había nada. Ryan tembló. De pronto, se había quedado fría.

Era su sino, decidió. Se acercó a la ventana y miró hacia un neón apagado. Quisiera a quien quisiera, se enamorase de quien se enamorase, los demás siempre la abandonaban. Y, sin embargo, todavía mantenía la esperanza de que alguna vez las cosas pudiesen ser de otra manera.

De pequeña, había sido su madre, una mujer joven, cariñosa y con mucho estilo, la que había seguido a Bennett Swan por todo el mundo. Solía decirle que ya era una chica grande, capaz de valerse por sí misma; que volvería en un par de días. Que acababan convirtiéndose en un par de semanas, recordó Ryan. Siempre había habido una asistenta o algún miembro del servicio doméstico que había cuidado de ella. No podía decir que le hubiese faltado comida ni ropa o que hubiese sufrido algún tipo de abuso. Simplemente, se olvidaban de ella, como si hubiese sido invisible.

Luego había sido su padre, todo el rato corriendo de un lado para otro y yéndose de casa sin apenas avisar. Por supuesto, se había asegurado de contratar a alguna niñera fiable a la qué había pagado un sueldo generoso. Hasta que la habían metido en un barco y la habían mandado a Suiza, al mejor internado posible. Su padre siempre había celebrado que estuviese entre las mejores alumnas.

Y tampoco le habían faltado regalos caros el día de su cumpleaños, junto con una tarjeta remitida desde una dirección a miles de kilómetros, en la que le decían que siguiera estudiando. Cosa que Ryan había hecho, por supuesto. Jamás se habría arriesgado a desilusionar a su padre.

Nada cambiaba y todo se repetía, pensó Ryan mientras se giró para mirarse al espejo. Ryan era fuerte. Ryan era una mujer práctica. Ryan no necesitaba todas esas cosas que las demás mujeres sí necesitaban: abrazos, dulzura, amor.

Así era mejor, se dijo. Además, no tenía por qué sentirse dolida. Se habían deseado, habían cedido a sus instintos y habían pasado la noche juntos. ¿Para qué teñirlo de romanticismo? No tenía derecho a pedirle explicaciones a Pierce. Y ella tampoco tenía el menor compromiso con él. Ryan se llevó la mano al cinto de la bata y la desanudó. Luego se la quitó, dejándola caer hombros abajo, y, ya desnuda, se dirigió a la ducha.

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