Nora Roberts - Mágicos Momentos

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Para Ryan Swan, a la que la vida le había enseñado que sólo podía confiar en sí misma, Pierce Atkins era el último hombre al que debía confiarle el corazón. Pero ante la presencia cautivadora de Pierce, todas sus defensas parecían desvanecerse como por arte de magia.
A Pierce Atkins, obsesionado con huir de su pasado, no le costaría escapar del interior de una caja fuerte ante miles de espectadores. Pero, ¿estaba dispuesto a seguir huyendo toda la vida?, ¿o debía escuchar a su corazón y firmar el contrato de matrimonio que Ryan le ofrecía?

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– Ryan… ¿qué intentas hacer? -preguntó, incapaz de serenar su ritmo cardiaco a pesar de su experiencia en controlar la mente.

– Intento seducirte -respondió con descaro ella mientras llevaba la boca hacia el pecho de Pierce-. ¿Lo estoy haciendo bien?

Ryan bajó las manos hacia las costillas y viró luego hacia el centro. Notar la excitación de Pierce la envalentonó.

– Sí, lo estás haciendo muy bien -admitió él casi sin aliento.

Ryan soltó una risotada. Fue un sonido gutural, casi burlón, que aumentó las palpitaciones de Pierce. Aunque él no la tocaba, ya no se resistía; ya no era capaz de seguir poniéndole freno. Sus manos lo acariciaban con libertad mientras le lamía provocativamente el lóbulo de la oreja.

– ¿Estás seguro? Quizá estoy haciendo algo mal -susurró Ryan al tiempo que le bajaba la camisa de los hombros. Trazó un reguero de besos hasta su barbilla y luego apoyó los labios fugazmente sobre la boca de Pierce-. Quizá no te gusta que te toque así… o así -añadió después de bajar el dedo hasta el cinturón de los vaqueros y, luego, tras darle un mordisquito en el labio inferior sin dejar de mirarlo a los ojos.,

No, se había equivocado. Eran negros: tenía los ojos negros, no grises. El deseo la consumía hasta tal punto que temía acabar devorada por él. ¿Cómo podía sentir un deseo tan intenso?, ¿tan potente como para que el cuerpo entero le doliese y vibrase y amenazase con estallar?

– Te deseé cuando bajaste del escenario esta noche -murmuró ella-. Allí mismo, cuando todavía me medio creía que eras un hechicero más que un hombre. Y ahora… ahora que sé que eres un hombre te deseo todavía más. Claro que quizá tú no me desees. Quizá no te excito -añadió para provocarlo. Lo miró fijamente a los labios y luego alzó la vista para encontrarse de nuevo con los ojos de Pierce.

– Ryan -dijo éste. Había perdido por completo la capacidad de controlar la cabeza, el pulso o la concentración. Había perdido hasta la voluntad por recuperar el control-. Ten cuidado. Si sigues así, no voy a poder aguantar más. De un momento a otro no habrá vuelta atrás.

Ella rió excitada, embriagada por el deseo. Puso los labios a un solo centímetro de los de Pierce.

– ¿Me lo prometes?

Ryan se deleitó en la fogosidad del beso. La boca de Pierce cayó sobre la de ella con fiereza, posesivamente.

De pronto se vio debajo de él a tal velocidad que no sintió siquiera el movimiento, sólo el peso de su cuerpo encima. Pierce la estaba despojando de la blusa, impaciente por deshacerse de los botones. Dos saltaron por los aires y aterrizaron en algún lugar de la moqueta antes de que Pierce se apoderase de uno de sus pechos con la mano. Ryan gimió y arqueó la espalda, desesperada por sus caricias. La lengua de Pierce no tardó en abrirse paso entre sus labios y enlazarse con la lengua de ella.

El deseo la abrasaba, era un azote sofocante de calor y color. La piel le quemaba allá donde Pierce la tocaba. Se encontró desnuda sin saber cómo había llegado a estarlo. Piel contra piel, notó que le mordisqueaba un pezón con suavidad. Ryan estaba a punto de perder el control cuando sintió su lengua acariciándole la punta, gimió y se apretó contra él.

Pierce notaba el martilleo de su pulso, el frenesí con que latía el corazón de Ryan. Casi podía saborearlo mientras giraba la cabeza para colmar de atenciones el otro pecho. Sus gemidos y los tirones suplicantes de sus manos lo estaban enloqueciendo. Estaba atrapado en un horno y esa vez no habría escapatoria. Sabía que su piel se derretiría con la de Ryan hasta que no hubiese nada separándolos. El calor, su fragancia, su sabor, todo le daba vueltas en la cabeza. ¿Excitación? No, aquello era mucho más que excitación. Era una obsesión.

Introdujo los dedos dentro de ella. La encontró tan suave, tan cálida y húmeda que no pudo contenerse un segundo más.

La penetró con un salvajismo que los asombró a los dos. Pero Ryan reaccionó enseguida y empezó a moverse con él, agitada y violenta. Pierce sintió el dolor de un placer imposible, convencido de que esa vez era él el encantado y no el encantador. Estaba totalmente entregado.

Ryan notó su aliento entrecortado contra el cuello. El corazón de Pierce seguía corriendo. Y era ella quien había conseguido que latiese así de rápido, pensó con una expresión soñadora en la cara mientras flotaba en el limbo posterior al orgasmo. Pierce era de ella, pensó de nuevo, al igual que cuando había marcado el territorio con la rubia en el casino. ¿Cómo había adivinado Bess lo que sentía antes de darse cuenta ella misma? Ryan suspiró, cerró los ojos y siguió fantaseando.

¿Cómo reaccionaría Pierce si le decía que se había enamorado de él? Por otra parte, debía de notársele, como si lo llevase escrito con letras de neón en la frente. ¿Sería muy pronto para decírselo?, ¿estaría precipitándose? Lo mejor sería esperar, decidió mientras le acariciaba el pelo. Se daría un poco de tiempo a acostumbrarse a ese amor tan novedoso antes de proclamarlo. En ese momento, tenía la sensación de disponer de todo el tiempo del mundo.

Emitió un gemido leve de protesta cuando Pierce retiró su cuerpo de encima. Abrió los ojos despacio. Tenía la cabeza agachada y se miraba las manos atormentado. Se insultó en voz baja.

– ¿Te he hecho daño? -le preguntó cuando se dio cuenta de que Ryan estaba mirándolo.

– No -aseguró ella sorprendida. Luego recordó la historia que Bess le había contado-. No me has hecho daño, Pierce. No podrías. Eres un caballero, delicado -le aseguró.

Pierce la miró con ojos angustiados. No era verdad, no se había portado como un caballero mientras le hacía el amor. Se había dejado arrastrar por la necesidad y una urgencia desesperada.

– No siempre soy delicado -murmuró atormentado mientras alcanzaba sus vaqueros.

– ¿Qué haces?

– Voy abajo. Pediré otra habitación. Siento que esto haya pasado -contestó sin dejar de vestirse. Entonces vio un río de lágrimas asomando a los ojos de Ryan. Algo se desgarró en su pecho-. Ryan… lo siento… Te juro que no iba a tocarte. No tenía que haberlo hecho. Has bebido demasiado. Yo lo sabía y debía haber…

– ¡Maldito seas! -exclamó ella y le apartó la mano con que Pierce le estaba secando una lágrima-. Me he equivocado. Sí que puedes hacerme daño. Pero no te molestes en buscar otra habitación. Ya me busco yo una. No pienso quedarme aquí después de cómo has convertido algo maravillosa en una equivocación -añadió mientras se agachaba para ponerse la blusa, que estaba vuelta del revés.

– Ryan, yo…

– ¡Haz el favor de callarte!-atajó ella. Al ver que faltaban los dos botones del centro, se volvió a quitar la blusa y se quedó de pie, mirando desnuda a Pierce, con los ojos llameando de cólera. Estaba tan sexy que le entraron ganas de tumbarla al suelo y poseerla de nuevo-. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo, ¿te enteras? ¡Lo sabía de sobra! Si crees que bastan unas copas para que me lance en brazos de un hombre, te equivocas mucho. Te deseaba. Y creía que tú también me deseabas. Así que si ha sido un error, el error ha sido tuyo.

– Para mí no ha sido un error, Ryan -dijo él en un tono más suave. Aun así, cuando intentó tocarla, Ryan se apartó con violencia. Pierce dejó caer el brazo y escogió las palabras con cuidado-. Claro que te deseaba. Me parecía que quizá te deseaba demasiado. Y no he sido tan dulce contigo como me habría gustado. Me cuesta aceptar que no he podido contenerme de tanto como te deseaba.

Ryan lo miró en silencio unos segundos. Luego se secó las lágrimas que le corrían por las mejillas con una mano.

– ¿Querías contenerte?, ¿querías frenar?

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