– ¿Atroz? -Su voz seguía siendo serena, pero estaba teñida de amargura-. ¿Más atroz que lo que él hizo? -replicó con una firmeza, con un aplomo que me dejaron maravillado.
– Sé lo que le hicieron a Mark Smeaton -le dije-. Jerome me contó algo; el resto lo averigüé en Londres.
– ¿Jerome? ¿Qué tiene que ver Jerome?
– La noche que visitaste a tu primo, Jerome estaba en la celda de al lado. Cuando llegó aquí, debió de reconocerte. Y a Singleton también; por eso lo llamó embustero y perjuro. Y, por supuesto, cuando me juró que no sabía de ningún hombre del monasterio capaz de hacer algo así, era otro de sus retorcidos sarcasmos. Había adivinado que fuiste tú.
– A mí no me dijo nada. -Alice negó con la cabeza-. Debió hacerlo; son muy pocos los que saben lo que ocurrió realmente, las maldades que cometió vuestra gente.
– Cuando llegué aquí, ignoraba la verdad sobre Mark Smeaton, Alice, y sobre la reina. Tienes razón. Fue una maldad, un acto atroz.
La esperanza asomó a sus ojos.
– Entonces, dejadme ir, señor. Desde que llegasteis, no habéis dejado de sorprenderme, porque no sois un bruto como Singleton y los demás hombres de Cromwell. Sólo he hecho justicia. Por favor, dejadme ir.
Negué con la cabeza.
– No puedo. Lo que hiciste sigue siendo un asesinato. Debo ponerte bajo custodia.
– Señor, si lo supierais todo… -dijo Alice con voz suplicante-. Por favor, escuchadme. -Debí adivinar que quería retenerme allí, pero no la interrumpí. Iba a darme la explicación del asesinato de Singleton que tanto tiempo llevaba buscando-. Mark venía a visitar a sus padres tan a menudo como podía. Había pasado del coro del cardenal Wolsey al séquito de Ana Bolena, como músico. Pobre Mark… Se avergonzaba de sus orígenes, pero seguía visitando a sus padres. No es de extrañar que el esplendor de la corte se le subiera a la cabeza. Lo sedujo como os gustaría que sedujera a Mark Poer.
– Eso no ocurrirá nunca. A estas alturas ya deberías saberlo.
– Mark me llevó a ver los grandes palacios, Greenwich y Whitehall, pero sólo por fuera; nunca me dejó entrar, ni siquiera cuando ya éramos amantes. Decía que sólo podíamos vernos en secreto. A mí no me importaba. Pero un día volví de la botica y encontré en casa de mi tío, que ya estaba viudo, a Robin Singleton con un destacamento de soldados; le estaba gritando, tratando de obligarlo a decir que su hijo le había contado que se había acostado con la reina. Cuando comprendí lo que había ocurrido, me lancé sobre Singleton y no paré de golpearlo hasta que los soldados me inmovilizaron. -Alice frunció el entrecejo. Fue entonces cuando me di cuenta de la cólera que llevaba dentro-. Los soldados me echaron fuera, pero no creo que mi tío le hablara a Singleton de mi relación con Mark, ni le contara que éramos primos, porque de lo contrario también habrían ido a por mí para obligarme a mantener la boca cerrada.
»Mi pobre tío murió dos días después de que ejecutaran a Mark. Yo asistí al juicio y pude ver lo asustados que estaban los jurados. El veredicto se sabía de antemano. Intenté visitar a Mark en la Torre, pero no me dejaron pasar, hasta que la última noche un carcelero se apiadó de mí. Lo encontré cargado de cadenas en aquel lugar espantoso, vestido con los jirones de su lujosa ropa.
– Lo sé. Me lo contó Jerome.
– Cuando lo detuvieron, Singleton le aseguró que, si confesaba haberse acostado con la reina, el rey sería clemente y lo indultaría. Me dijo que al principio tenía la absurda seguridad de que, como no había hecho nada, la ley lo protegería -recordó Alice, y soltó una risa amarga-. ¡La ley inglesa es un potro en una mazmorra! Lo torturaron hasta que todo su mundo se redujo a un grito. Así que confesó, y le dejaron vivir como un tullido dos semanas, mientras lo juzgaban; luego le cortaron la cabeza. Lo vi; me encontraba entre la muchedumbre que asistió a la ejecución. Le había prometido que lo último que vería sería mi rostro. -Alice movió la cabeza-. Hubo mucha sangre…, un chorro de sangre llenando el aire. Siempre sangre.
– Sí. Siempre.
Recordé que Smeaton había confesado ante Jerome que se había acostado con muchas mujeres. El retrato de Alice lo idealizaba, pero no podía contarle aquello a ella.
– Y al cabo del tiempo Singleton apareció por aquí -le dije.
– ¿Podéis imaginaros cómo me sentí el día en que lo vi discutiendo con el ayudante del tesorero en la puerta de la contaduría? Había oído que un comisionado había venido a visitar al abad, pero no podía imaginar que fuera él…
– ¿Y decidiste matarlo?
– Había soñado con matar a ese canalla muchas veces. Simplemente, sabía qué debía hacer. Tenía que hacer justicia.
– En este mundo, no siempre se puede hacer justicia.
– Esta vez se ha hecho -replicó Alice con fría calma.
– ¿No te reconoció?
Alice se echó a reír.
– No. Sólo vio a una criada cargada con un saco, si es que me vio. Ya llevaba aquí un año, trabajando para el hermano Guy. El boticario de Londres me despidió al enterarse de que era pariente de los Smeaton. Volví a casa de mi madre. Recibió una carta de un abogado y fue a Londres para recoger las pocas cosas que había dejado mi tío. Murió poco después, de un ataque, como él. Y Copynger me echó de casa. Así que vine aquí.
– ¿En Scarnsea no sabían que eras familia de los Smeaton?
– Mi tío se había ido hacía treinta años y, al casarse, mi madre adoptó el apellido de mi padre. Todo el mundo había olvidado su apellido de soltera, y yo no iba a recordárselo. Dije que había estado trabajando con el boticario de Esher hasta que murió.
– Te quedaste con la espada…
– Sí, por sentimentalismo. Las noches de invierno, mi tío solía sacarla para enseñarnos algunos movimientos de esgrima. Aprendí algunas cosas sobre equilibrio, pasos, ángulos de fuerza… Cuando vi a Singleton, supe que la usaría.
– ¡Vive Dios que eres una mujer valiente!
– Fue fácil. No tenía llave de la cocina, pero recordaba la historia del viejo pasadizo.
– Y lo encontraste.
– Buscando en todas las habitaciones, sí. Luego le escribí una nota anónima a Singleton explicándole que tenía información para él y que lo esperaba esa noche en la cocina. Le dije que estaba en condiciones de revelarle un gran secreto -añadió Alice esbozando una sonrisa, una sonrisa que me estremeció.
– Y él supuso que la nota era de un monje…
La sonrisa se desvaneció.
– Sabía que habría sangre, así que fui a la lavandería y robé un hábito. Había encontrado una llave de la lavandería en un cajón de esta habitación, al poco de llegar.
– La llave que se le cayó al hermano Luke mientras forcejeaba con Orphan Stonegarden. Orphan debió de quedársela.
– Pobre muchacha. Deberíais buscar a su asesino en lugar del de Singleton. -Alice me miró fijamente-. Me puse el hábito, cogí la espada y fui a la cocina por el pasadizo. El hermano Guy y yo estábamos atendiendo a uno de los monjes ancianos, y yo le dije que necesitaba descansar una hora. Fue muy fácil. Me escondí detrás del aparador de la cocina y, cuando pasó junto a mí, le asesté el golpe. -Alice esbozó una sonrisa, una escalofriante sonrisa de satisfacción-. Había afilado la espada; su cabeza rodó por el suelo de un solo tajo.
– Como la de Ana Bolena.
– Como la de Mark. -La sonrisa se esfumó de sus labios y su ceño se cubrió de arrugas-. Cuánta sangre… Esperaba que la sangre de Singleton apagara mi cólera, pero no fue así. Aún veo el rostro de mi primo en sueños.
De pronto, sus ojos se iluminaron, y Alice soltó un profundo suspiro de alivio al tiempo que una mano me agarraba la muñeca y me inmovilizaba el brazo a la espalda, y otra me agarraba el cuello. Al mirar hacia abajo, vi una daga junto a mi garganta.
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