– No le ha gustado que no nos quedemos aquí.
– No, y el viejo Goodhaps se llevará un disgusto. Pero no hay más remedio; no quiero quedarme aislado en esta casa bajo la vigilancia del abad. Necesito estar en el corazón del monasterio.
Al cabo de unos minutos vimos aparecer al prior Mortimus, que traía un enorme manojo de llaves que colgaba de una anilla. Habría unas treinta. Algunas, enormes y adornadas, debían de tener siglos de antigüedad.
– Os ruego que no las perdáis, señor -dijo el prior, tendiéndomelas con una sonrisa tensa-. Es el único juego de repuesto del monasterio.
– Guárdalas tú, por favor -le pedí a Mark, tendiéndoselas-. Entonces… ¿había un juego de reserva?
– El abad me ha pedido que os acompañe a la enfermería -dijo Mortimus eludiendo responder-. El hermano Guy os está esperando.
Abandonamos la casa del abad y volvimos a pasar junto a los talleres, que encontramos desiertos y cerrados, pues ahora la oscuridad era total. No había luna y hacía más frío que nunca. Dejamos atrás la iglesia, en la que se oía cantar al coro. Era una hermosa y compleja polifonía con acompañamiento de órgano, en nada parecida a los desafinados gorgoritos que recordaba de Lichfield.
– ¿Quién es el chantre? -le pregunté al prior.
– El hermano Gabriel, nuestro sacristán. También es maestro de música. Es un hombre de muchos talentos -dijo Mortimus con una nota irónica en la voz.
– ¿No es un poco tarde para vísperas?
– Un poco. Ayer fue el Día de Difuntos, y los monjes lo pasaron en la iglesia.
– Cada monasterio tiene su propio horario, más cómodo que el establecido por san Benito -dije moviendo la cabeza.
El prior asintió muy serio.
– Lord Cromwell tiene razón cuando dice que hay que disciplinar a los monjes. Yo procuro hacerlo, en la medida de mis posibilidades.
Seguimos el muro de los dormitorios de los monjes y entramos en el amplio herbario que había visto horas antes. La enfermería adyacente era mayor de lo que había supuesto. El prior hizo girar el anillo de hierro de la pesada puerta y nos acompañó al interior.
Ante nosotros se extendía una sala alargada con una hilera de camas a cada lado, ampliamente espaciadas y vacías en su mayoría, lo que me recordó cuánto había disminuido el número de benedictinos; aquella comunidad sólo habría necesitado una enfermería tan grande en su mejor momento, antes de la Gran Peste. No había más que tres camas ocupadas, en los tres casos por ancianos en camisón. Sentado en la primera, un rollizo y rubicundo monje comía frutos secos y nos observaba con curiosidad. El ocupante de la siguiente no miraba en nuestra dirección; cuando estuvimos más cerca vi que tenía los ojos blancos como la leche y comprendí que las cataratas lo habían dejado ciego. En la tercera, un hombre de edad muy avanzada y con el rostro consumido y arrugado como una pasa murmuraba palabras ininteligibles, semiinconsciente. Una figura con cofia blanca y el hábito azul de los criados le enjugaba la frente con un paño inclinada sobre la cama. Para mi sorpresa, era una mujer.
Al fondo de la sala, sentados alrededor de una mesa junto a un pequeño altar, media docena de monjes, con el brazo vendado tras una sangría, jugaban a las cartas. Al advertir nuestra presencia, se volvieron y nos miraron con desconfianza. La mujer también se volvió, y vi que era joven, tenía poco más de veinte años. Era alta y delgada, de formas rotundas y rostro anguloso, con facciones pronunciadas y prominentes mejillas. Más que guapa, resultaba atractiva. Se acercó estudiándonos con sus inteligentes ojos azul oscuro, que bajó humildemente en el último momento.
– El nuevo comisionado del rey quiere ver al hermano Guy -dijo el prior en tono perentorio-. Se alojarán aquí. Hay que prepararles una habitación.
Por un instante, el monje y la joven cruzaron una mirada hostil. Luego, ella asintió e hizo una reverencia. -Sí, hermano.
La joven se alejó y desapareció por un puerta que había al lado del altar. La firmeza y el garbo de sus movimientos tenían poco que ver con los desgarbados andares de una fregona.
– Una mujer dentro del monasterio… -murmuré-. Eso va contra las ordenanzas.
– Tenemos dispensa, como otras muchas casas, para emplear mujeres en la enfermería. La suave mano de una fémina con conocimientos de medicina… Aunque no creo que pueda esperarse mucha suavidad de las manos de esa descarada. Tiene aires de grandeza. El enfermero es demasiado blando con ella…
– ¿El hermano Guy?
– El hermano Guy de Maltón, aunque no es de Maltón, como enseguida comprobaréis.
La joven volvió al cabo de unos instantes. -Os acompañaré a su despacho, señores. Hablaba con el acento del país y tenía una voz grave y aterciopelada.
– Entonces, os dejo -dijo el prior, tras lo cual inclinó la cabeza y desapareció.
La joven estaba admirando la ropa de Mark, que se había puesto sus mejores galas para el viaje y, bajo la capa forrada de piel, llevaba una chaqueta azul sobre una blusa amarilla entre cuyos faldones asomaba la aparatosa bragueta. Sus ojos se alzaron hacia el rostro del muchacho, que solía atraer las miradas de las mujeres, pero en los ojos de la joven me pareció captar una inesperada tristeza. Mark le lanzó una sonrisa encantadora, y ella se puso roja.
– Por favor, indícanos el camino -dije agitando la mano.
La seguimos hasta un angosto y oscuro pasillo flanqueado de puertas, una de las cuales estaba abierta y dejaba ver a un monje sentado en una cama.
– ¿Eres tú, Alice? -preguntó al vernos pasar con voz quejumbrosa.
– Sí, hermano Paul -respondió la joven con suavidad-. Enseguida estoy con vos.
– Me han vuelto los temblores.
– Os traeré un poco de vino caliente.
Tranquilizado, el anciano sonrió, y la joven siguió avanzando por el pasillo.
– Éste es el despacho del hermano Guy, señores -dijo al llegar ante otra puerta.
Al detenerme, rocé con la pierna una jarra que había junto a la puerta. Para mi sorpresa, estaba caliente, y me incliné para echarle un vistazo. Estaba llena de un líquido oscuro y espeso. Lo olí y me aparté bruscamente.
– ¿Qué es esto? -le pregunté a la muchacha, mirándola asombrado.
– Sangre, señor. Sólo sangre. El enfermero está practicando la sangría de invierno a los monjes. Guardamos la sangre; ayuda a crecer las hierbas.
– Jamás había oído semejante cosa. Creía que los monjes, incluidos los enfermeros, tenían prohibido derramar sangre del modo que fuera. ¿No viene un barbero a sangrar a la gente?
– Como médico titulado, el hermano Guy tiene dispensa, señor. Dice que en el lugar del que procede conservar la sangre es una práctica muy común. Os pide que esperéis unos minutos; acaba de empezar a sangrar al hermano Timothy.
– Muy bien. Gracias. ¿Te llamas Alice?
– Alice Fewterer, señor.
– Entonces, dile al hermano que esperaremos, Alice. No deseamos que su paciente se desangre.
La joven inclinó la cabeza y se alejó haciendo resonar los tacones de madera contra las losas de piedra.
– Una joven agraciada -comentó Mark.
– Desde luego. Qué trabajo tan extraño para una mujer… Creo que le ha hecho gracia tu bragueta, y no me extraña.
– No me gustan las sangrías -dijo Mark cambiando de tema-. La única que me hicieron me dejó tan débil como un recién nacido durante días. Pero dicen que equilibran los humores.
– A mí, Dios me ha dado un humor melancólico y no creo que una sangría pueda cambiarlo. Pero veamos qué tenemos aquí.
Me solté la anilla con las llaves del cinturón y las examiné a la débil luz del candil de la pared hasta que descubrí una en la que se leía «Enf». La introduje en la cerradura y abrí la puerta a la primera.
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