C. Sansom - El gallo negro

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Invierno de 1537, Inglaterra. Bajo el reinado de Enrique Vlll, la disolución de los monasterios está en marcha.Thomas Cromwell, el temido vicario general del rey se enfrenta a la vieja Iglesia católica con leyes draconianas y la mayor red de informadores nunca vista. La reina Ana Bolena ha sido decapitada y los monasterios, amenazados con la desamortización, sufren el expolio de sus tesoros y ven peligrar sus tierras, codiciadas por cortesanos y aristócratas.Y mientras la tensión aumenta, los acontecimientos toman un giro desgraciado cuando, en el monasterio benedictino de Scarnsea, el comisionado cíe Cromwell aparece muerto con la cabeza separada del cuerpo. Ante la gravedad del hecho, el vicario envía al monasterio al abogado Matthew Shardlake, un reformista de aguda inteligencia y carácter noble, para que dirija la investigación. Pero cuando Shardlake y su joven secretario y protegido Mark Poer llegan a Scarnsea, el panorama no puede ser más desolador. Bajo la aparente calma monacal se esconde un mundo de delitos sexuales, malversación de fondos, traición y; para colmo, otros dos nuevos y terribles crímenes.Además, el trabajo del abogado se ve perturbado por una serie de desagradables descubrimientos sobre Cromwell y la Reforma que harán vacilar su fe.
Con una trama minuciosamente elaborada, El gallo negro es una apasionante novela de intriga que se desarrolla durante los tempestuosos albores del estado de derecho moderno, una época en que las leyes civiles iniciaban el largo y difícil camino para despojar al poder eclesiástico del papel normativo que ejercía en la sociedad.

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– Soy el abad Fabián -dijo avanzando hacia nosotros con una sonrisa. Su porte era patricio, y su voz, sonora y aristocrática, pero bajo ellos creí percibir una nota de inquietud-. Bienvenidos a Scarnsea. Pax vobiscum.

– Doctor Matthew Shardlake, comisionado del vicario general -me presenté, prescindiendo de la respuesta de rigor, «et cum spiritu tuo», pues no estaba dispuesto a dejarme arrastrar a una conversación en latín.

El abad asintió lentamente. Sus hundidos ojos azules resbalaron sobre mi joroba y se dilataron al ver el sello en mi mano.

– Os lo ruego, señor, tened cuidado. Ese cuño debe utilizarse para sellar nuestros documentos legales. Estrictamente, sólo yo puedo utilizarlo.

– Como representante del rey, tengo acceso a todo lo que hay aquí, reverencia.

– Por supuesto, señor comisionado, por supuesto. -Sus ojos siguieron mis manos mientras volvía a dejar el sello en la bandeja-. Después de un viaje tan largo, debéis de estar hambriento. ¿Queréis que os pida algo de comer?

– Más tarde, gracias.

– Lamento haberos hecho esperar, pero tenía asuntos que resolver con el administrador de nuestras propiedades en Ryeover. Aún nos queda mucho trabajo con las cuentas de la cosecha. ¿Un poco de vino, quizá? -Pero muy poco.

El abad me sirvió unos dedos y se volvió hacia Mark. -¿Puedo preguntar quién es el señor?

– Mark Poer, mi secretario y ayudante.

El abad enarcó las cejas.

– Doctor Shardlake, tenemos asuntos muy serios que tratar. ¿Puedo sugeriros que sería mejor hacerlo en privado? El joven podría esperaros en las habitaciones que os he hecho preparar.

– Me temo que no, reverencia. El propio vicario general me ordenó que me hiciera acompañar por el señor Poer. Se quedará mientras yo no le ordene lo contrario. ¿Deseáis examinar mi nombramiento?

Mark dedicó una amplia sonrisa al religioso, que se sonrojó e inclinó la cabeza.

– Como deseéis.

Una mano adornada de anillos cogió el documento que le tendía.

– He hablado con el doctor Goodhaps -dije mientras el abad rompía el sello.

El rostro del religioso se tensó, y tuve la sensación de que arrugaba la nariz como si el olor del propio Cromwell ascendiera del papel. Miré hacia el cementerio, donde los criados habían encendido una hoguera de hojarasca de la que ascendía una fina columna de humo hacia el cielo gris. El día empezaba a declinar.

El abad reflexionó durante unos instantes, dejó el nombramiento en el escritorio y se inclinó hacia delante con las manos entrelazadas.

– Este asesinato es la cosa más terrible que ha ocurrido en este monasterio, sin olvidar la profanación de la iglesia… Aún estoy conmocionado.

Asentí.

– También lord Cromwell lo está. No desea que la noticia trascienda. ¿Habéis sido discreto?

– Totalmente, señor. Monjes y criados están advertidos de que deberán responder ante el vicario general si una sola palabra sale fuera de estos muros.

– Excelente. Aseguraos de que toda la correspondencia que llegue aquí pase por mis manos. Y de que no salga ninguna carta sin mi aprobación. Bien, tengo entendido que la visita del comisionado Singleton no fue de vuestro agrado.

El abad volvió a suspirar.

– ¿Qué puedo decir? Hace dos semanas recibí una carta de la oficina de lord Cromwell diciendo que enviaba un comisionado para discutir asuntos sin especificar. Apenas llegó, el señor Singleton me espetó que quería que cediera el monasterio al rey. -Su reverencia me miró a los ojos; ahora, además de inquieta, su mirada era desafiante-. Recalcó que quería una cesión voluntaria y alternaba promesas de dinero con veladas amenazas, aduciendo irregularidades en nuestra conducta dentro de estos muros, totalmente infundadas, debo añadir. El documento de cesión que pretendía hacerme firmar era tanto más inaceptable cuanto que implicaba admitir que nuestra vida en el monasterio era una farsa religiosa basada en absurdas ceremonias romanas -dijo el abad con una nota ofendida en la voz-. Nuestros actos de culto siguen fielmente las disposiciones del vicario general y todos los hermanos han pronunciado el juramento de renuncia a la autoridad papal.

– Por supuesto. De lo contrario, habrían tenido que atenerse a las consecuencias. -Advertí que llevaba una insignia de peregrino en un lugar visible del hábito; había visitado el santuario de Nuestra Señora en Walsingham. Claro que el rey había hecho otro tanto en su momento. El abad respiró hondo y prosiguió-: El comisionado Singleton y yo discutimos sobre el hecho de que el vicario general no tiene ninguna base jurídica para ordenar a mis monjes y a mí que le entreguemos el monasterio. Un hecho que el doctor Goodhaps, experto canonista, no pudo negar.

No hice ningún comentario, pues tenía razón.

– Tal vez podríamos centrarnos en las circunstancias del asesinato -dije-. Ése es ahora el asunto más urgente.

El abad asintió con expresión sombría.

– Hace cuatro días, el comisionado Singleton y yo mantuvimos otra larga e infructuosa, me temo, conversación. Eso fue por la tarde, y ya no volví a verlo. Sus habitaciones estaban en este edificio, pero el doctor Goodhaps y él solían cenar aparte. Me acosté a la hora de costumbre. A las cinco de la mañana, el hermano Guy, nuestro enfermero, irrumpió en mi habitación y me despertó. Me dijo que al entrar en la cocina había encontrado el cuerpo sin vida del comisionado Singleton en medio de un charco de sangre. Lo habían decapitado. -El abad hizo una mueca de repugnancia y sacudió la cabeza-. El derramamiento de sangre en terreno consagrado es una abominación, señor comisionado. Luego encontramos lo del altar de la iglesia, cuando los monjes fueron a rezar los maitines.

El abad hizo una pausa; la profunda arruga que surcaba su ceño me convenció de que su emoción era auténtica.

– ¿Y qué encontraron?

– Más sangre. La sangre de un gallo negro que estaba al pie del altar, con la cabeza también cortada. Me temo que se trata de un caso de brujería, doctor Shardlake.

– Creo que también ha desaparecido una reliquia… El abad se mordió el labio.

– La Gran Reliquia de Scarnsea. Es única y sagrada, la mano del Buen Ladrón que murió con Cristo, clavada a un trozo de su cruz. El hermano Gabriel descubrió que había desaparecido poco después.

– Tengo entendido que es un objeto valioso. ¿Un cofre de oro con incrustaciones de esmeraldas?

– Sí. Pero me preocupa más su contenido. La idea de que una reliquia tan santa esté en manos de una bruja…

– No fue brujería lo que decapitó al comisionado del rey.

– Eso tiene intrigados a muchos hermanos. En la cocina no hay ningún instrumento que pueda servir para cortarle la cabeza a un hombre. No es algo fácil de hacer.

Me incliné hacia delante y apoyé una mano en una rodilla. Lo hacía para aliviar la tensión de mi espalda, pero podía interpretarse como un gesto desafiante.

– Vuestras relaciones con el comisionado Singleton no eran buenas. ¿Decís que acostumbraba a cenar en su habitación? El abad Fabián extendió las manos.

– Como enviado del vicario general, se le trató con suma cortesía. Él tomó la decisión de no compartir mi mesa. Pero, por favor -dijo el abad alzando ligeramente la voz-, permitidme repetir que condeno su muerte como un acto abominable. De hecho, estoy impaciente por dar cristiana sepultura a sus pobres restos. Su prolongada presencia entre nosotros produce inquietud entre los monjes; temen a su fantasma. Pero el doctor Goodhaps insistió en que el cuerpo debía ser examinado.

– Una medida muy acertada. Su examen será mi primera tarea.

El abad me miró con atención.

– ¿Vais a investigar este crimen solo, sin recurrir a las autoridades civiles?

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