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Dick Francis: Fuerza Maligna

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Dick Francis Fuerza Maligna

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No en todos los deportes o competencias hípicas se puede permanecer más allá del tiempo natural de actividad. Cada uno exige cierto límite. Uno de esos oficios es ser jinete de caballos entrenados para carrera de obstáculos y, para Freddy Croft, con haber pasado los treinta años resultó suficiente. Encara entonces el negocio de transporte de caballos con cierta fortuna, hasta que un día, dentro de su camión, encuentra un cadáver. No toda esa complicación termina todavía cuando, de pronto, asesinan a uno de sus empleados y, el ex jockey, ya no tuvo ninguna duda de que alguien lo quería perjudicar. Inicia una investigación por su cuenta, creyendo que podrá llegar hasta las puertas mismas del extraño complot.

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Muerto de frío y enojado, arrojé la manta en la cabina, volví a cerrar la puerta de mozos de espuela y las dos puertas delanteras y regresé a la casa a buscar las llaves para asegurarlas de nuevo.

Por consideración a mis alfombras, me quité las botas y caminé por el recibidor y la sala hasta llegar al escritorio. Saqué las llaves del cajón, volví sobre mis pasos, me puse las botas otra vez y con cierta torpeza me dirigí al camión.

Al acercarme, incrédulo vi una vez más una sombra negra que se movía dentro de la cabina. Estaba situada detrás del asiento del conductor, inclinada sobre el compartimiento que se extendía a todo lo ancho de la cabina y por encima de los asientos delanteros. Los conductores y mozos utilizaban ese espacioso compartimiento para guardar sus pertenencias.

La ocupada figura en la cabina me descubrió y antes de que pudiera darle alcance, se había echado a correr. Sin perderla de vista ni un momento, salí dificultosamente tras ella, pues los pies descalzos se me resbalaban dentro de las botas. Se encaminó hacia el sendero de la entrada y pareció desvanecerse entre las sombras al llegar al borde del camino. La seguí hasta allá, pero no pude distinguir por dónde se había ido. Era un camino rural, sin muros, había cientos de árboles y arbustos. Se necesitaría un ejército para encontrarla.

Perplejo y desanimado, regresé al camión. La puerta del conductor estaba abierta de par en par, como la había dejado el hombre. Trepé con torpeza, me situé detrás del asiento, busqué en el compartimiento y encendí la luz de la cabina para ver mejor.

Había una bolsa de plástico que, al revisarla, tenía restos de comida de la que Gardner compraba: envolturas de barras de chocolates, la caja vacía de un sándwich con la etiqueta: CARNE DE VACUNO Y TOMATE y dos latas vacías de Coca-Cola.

Devolví la bolsa a su lugar. Era responsabilidad de cada conductor mantener limpio su propio camión y no me sentía con ánimos para reprender a Brett. Lo que fuera que Dave y él hubieran hecho ese día, al haber traído a un hombre de negocios moribundo, parecía ser sólo el comienzo.

Cerré con cuidado las puertas nuevamente y volví a la casa una vez más. Ya adentro, me quité las botas y el impermeable y corrí escaleras arriba para buscarles sustitutos: dos suéteres, pantalones vaqueros, calcetines y zapatos que me permitieran correr. Saqué mi vieja bolsa de dormir de una alacena y luego bajé para buscar también una chaqueta acolchada y unos guantes.

Con todos esos aditamentos para tratar de darme calor, crucé una vez más hacia el camión y me instalé en el asiento delantero; me sentía moderadamente cómodo de cuerpo, no así de mente.

El tiempo transcurrió con rapidez. Dormité.

Nadie vino.

Capítulo 2

COMO ERA PREDECIBLE, me desperté completamente rígido y aterido tan pronto como el sistema de alumbrado de la naturaleza empezó a sustituir al artificial.

Aún bostezando, arrastré los pies hasta la cocina en busca de calor y café. Los diarios y el correo ya habían llegado. Clasifiqué las facturas, leí las páginas dedicadas a las carreras de caballos y luego contesté las primeras llamadas telefónicas del nuevo día.

Mi rutina diaria de trabajo empezaba a las seis o siete de la mañana y terminaba por lo general cerca de la media noche, aun los domingos, pero era una forma de vida, no una penuria. Para los entrenadores era lo mismo, ya que todos parecían creer que si se levantaban y atendían a sus caballos al amanecer, los que trabajaban para ellos tenían que estar disponibles por igual.

Los planes tendían a cambiar de la noche a la mañana. La primera llamada de ese día, un viernes, fue la del entrenador de un caballo que se había lastimado y no podría correr en Southwell. Sin pérdida de tiempo, llamé a mi jefe de conductores y le avisé de la cancelación.

Colgué el auricular de la cocina y me dirigí a la sala, donde el extenso cuadro semanal que mostraba las rutas de los camiones, los caballos que transportaban y a quién pertenecían ocupaba casi toda la superficie del escritorio. Siempre hacía mis anotaciones con lápiz, debido a los constantes cambios.

En una mesa contigua, que quedaba a la mano con sólo girar el sillón verde de cuero, tenía una computadora. En teoría, era más sencillo traer a la pantalla la información sobre cada camión para asentar o modificar sus itinerarios. En realidad, conservaba ahí un registro detallado y permanente de los viajes, una vez que se completaban, aunque para contar con un panorama general anticipado todavía me aferraba al lápiz y al borrador.

Allá en la granja, en la oficina central, Isobel y Rose, mis dos brillantes secretarias, se encargaban eficazmente de que los registros de la computadora resultaran fidedignos, y se desesperaban con mis métodos pasados de moda. La terminal que se encontraba en mi sala era como una subestación en la que aparecían todos los cambios que ellas realizaban en la computadora principal, y ése era el propósito más importante para el que yo la utilizaba: inspeccionar lo que habían organizado en mi ausencia.

Leí una lista de lo que parecía ser un viernes típico de la primera semana de marzo. Dos camiones viajarían al norte rumbo a Southwell, donde se celebraban carreras de salto y de pista plana durante el invierno, en un hipódromo adecuado para todo tipo de climas. Cuatro camiones recogerían a los corredores del programa vespertino de salto de vallas en Sandown, al sur de Londres. Un camión de los más grandes llevaría yeguas de crianza a Irlanda. Otro remolque, con capacidad para seis caballos, iba a transportar el mismo tipo de yeguas a Newmarket; otro iría a Gloucestershire; uno más le llevaría unas yeguas a un semental en Surrey.

Uno de los camiones había sido programado para recibir mantenimiento. Otro viajaría a Francia. Uno más llevaría las potrancas de Jericho Rich a Newmarket. A Brett y a su camión para nueve caballos, estacionado por ahora fuera de mi ventana bajo la paulatina claridad del amanecer, les correspondía pasar el día yendo y viniendo para transportar toda una cuadra perteneciente a una entrenadora que iba a mudarse de Salisbury Plain a Pixhill.

Mi jefe de conductores me telefoneó. Le decíamos Harve, diminutivo de Harvey.

– Pat está enferma -me informó-. Cayó en cama. Esa gripe es un fastidio.

– ¿Cómo sigue Gerry?

– Todavía mal. Podríamos posponer el traslado de esas yeguas de crianza hasta el lunes.

– No se puede, están muy próximas a parir. Dave puede llevarlas a Gloucestershire en lugar de Pat -señalé-. Aunque quiero que venga aquí primero. Cuando se presente en la granja, mándalo de inmediato para acá. A Brett también.

– Así lo haré -respondió-. ¿Es acerca del difunto?

– Sí. Y dile al "Trotador" que lo necesito de inmediato.

– ¿Algo más?

– De seguro algo se presentará en cinco minutos.

Rió y colgó. Pensé, como a menudo lo hacía, que era muy afortunado al contar con él. En mis épocas de jockey, Harvey fue mi asistente en el cuarto de la báscula, todos los días me traía mis sillas y pantalones de montar limpios para las carreras. Ese era un servicio personal íntimo: eran muy pocos los secretos físicos que podían ocultarse a un asistente.

Cuando adquirí la empresa de transporte, un día se presentó Harvey en mi puerta y me preguntó si estaría dispuesto a darle un empleo si tomaba un curso y conseguía un permiso para conducir vehículos pesados para el transporte de bienes y mercancías. Respondí que sí, porque siempre nos llevamos bien, y de ese modo tan informal adquirí el mejor lugarteniente que hubiera podido imaginar. Tenía el cabello rubio rojizo y mano dura, más o menos de mi misma edad y medía unos cuatro o cinco centímetros más que yo. Decepcionado de la vida, tenía la agilidad para denigrar a los demás, pero con un estilo que lo hacía a uno sonreír.

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