Dick Francis - Fuerza Maligna

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No en todos los deportes o competencias hípicas se puede permanecer más allá del tiempo natural de actividad. Cada uno exige cierto límite. Uno de esos oficios es ser jinete de caballos entrenados para carrera de obstáculos y, para Freddy Croft, con haber pasado los treinta años resultó suficiente.
Encara entonces el negocio de transporte de caballos con cierta fortuna, hasta que un día, dentro de su camión, encuentra un cadáver.
No toda esa complicación termina todavía cuando, de pronto, asesinan a uno de sus empleados y, el ex jockey, ya no tuvo ninguna duda de que alguien lo quería perjudicar.
Inicia una investigación por su cuenta, creyendo que podrá llegar hasta las puertas mismas del extraño complot.

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– Cuando te enteraste de que Ogden había muerto -proseguí- fuiste a buscar el termo, oculta en ropas oscuras y una capucha negra sobre la cabeza. Te descubrí y huiste.

Michael repuso:

– No lo puedo creer -dijo, aunque sí lo creía.

– Haré un trato contigo -le propuse a Tessa-. No le diré a Jericho Rich lo que intentabas hacer con sus potrancas si contestas unas preguntas.

No le agradó. Respondió apenas.

– ¿Qué quieres saber?

– ¿Quién te consiguió el medio de transporte viral?

No contestó.

– ¿Fue Benyi Usher?

– ¡Por supuesto que no! -Tessa estaba verdaderamente asombrada-. No fue él.

– Claro, Benjamín no -Michael estuvo de acuerdo, un tanto divertido-. ¿Pero quién fue, Tessa?

– ¡Oh, de acuerdo! -espetó-. Fue Lewis.

Michael estaba más sorprendido que yo. Me hubiera sorprendido que mencionara a alguien más.

– No sé de dónde lo obtuvo -replicó ella alocadamente-. Todo lo que dijo fue que podía conseguir que un amigo que tenía en el norte recolectara el moco de un caballo que tuviera el virus, y que este amigo lo llevaría a la gasolinera de Pontefract, si yo podía arreglar que alguien lo recogiera. Vi el anuncio en la revista y le sugerí a Lewis que tal vez eso me serviría. Me dijo que contratara a Dave para transportar al hombre, puesto que Dave haría cualquier cosa por obtener dinero, y que, cuando el individuo llegara a Chieveley, yo podría reunirme fácilmente con él. ¿Cómo iba a saber que se moriría? Llamé a Lewis y le conté lo que había pasado. Le pedí que encontrara el termo, pero lo único que hizo fue darme la llave para introducirme en la cabina.

– ¿Buscaste debajo del camión, así como en su interior?

– Te crees el señor sabelotodo, ¿no es verdad? Sí, lo hice.

– ¡Ejem…! ¿Por qué?

– Lewis me dijo un día que podía transportarse cualquier cosa debajo de los camiones, si uno quería. Pero no encontré el termo. No había nada debajo del camión. Sólo inmundicia.

– Cuando intentaste que Nigel te llevara a Newmarket con las potrancas, ¿todavía esperabas encontrar el recipiente con el virus e infectar a los caballos durante el viaje?

– ¿Qué te importa?

– Se trataba de un camión diferente -repuse. Se derrumbó.

– De verdad lo hice por ti, papá -imploró-. Odio a Jericho Rich. ¡Se llevó sus caballos porque lo abofeteé! Lo hice por ti.

Michael se rindió ante ella, invadido por la indulgencia. No le creí a Tessa, pero quizá Michael necesitaba hacerlo.

Capítido 12

ISOBEL TODAVÍA ESTABA en la oficina cuando regresé a la granja, aunque casi eran las cinco de la tarde. Me informó que Lewis había llamado por teléfono. Nina y él venían de regreso por el túnel del Mont Blane. Solamente se habían detenido a comer un sándwich y a cargar gasolina. Nina venía conduciendo. El potro había viajado con la cabeza asomada por la ventana todo el camino, pero no había enloquecido. Lewis iba a conducir al norte toda la noche, aunque quería detenerse en algún lugar a llenar las latas grandes con agua francesa para el potro.

– De acuerdo -repuse tranquilo. El agua francesa de manantial era pura y dulce, le hacía bien a los caballos. Una escala por ese motivo no era extraordinaria.

– Aziz pidió el día libre -comentó Isobel-. No quiere conducir mañana. Tiene algo que ver con su religión.

– ¿Su religión? -suspiré-. ¿Algo más?

– El señor Usher me preguntó si habíamos recogido el potro. Le dije que llegaría a Pixhill mañana a las seis de la tarde, si no había demoras en el transbordador.

– Está bien, gracias.

Esa noche traté de dormir aunque fuese un poco. El golpe ya no era pretexto. Estuve despierto en cama pensando en que Lewis iba a detenerse en alguna parte a llenar las latas con agua francesa. Confié en que Nina mantendría la cabeza agachada y los ojos parcialmente cerrados.

El miércoles por la mañana vi partir a los camiones que se dirigían hacia Doncaster, donde la temporada de pista plana se inauguraría al día siguiente. Era el inicio de la época más atareada para Croft Raceways. Normalmente me entusiasmaba, pero esta semana, hasta ahora, apenas lograba concentrarme.

A las nueve, cuando el teléfono sonó por enésima ocasión, Isobel contestó y frunció el entrecejo.

– ¿Aziz? -preguntó-. Un momento -se puso de pie-. Es un francés, quiere hablar con Aziz.

– No vino a trabajar hoy -le recordé.

Isobel respondió por encima del hombro al cruzar la puerta:

– Está en el restaurante.

Aziz llegó apresuradamente y levantó el auricular.

Oui … Aziz. Oui -alargó la mano para tomar un trozo de papel y, un lápiz-. Oui . OuiMerci, monsieur. Merci -Aziz anotó con cuidado y colgó el auricular.

– Un mensaje de Francia -recalcó sin que fuera necesario. Me pasó la hoja del memorándum-. Nina le pidió a este hombre que llamara aquí.

Tomé el papel y leí las siguientes palabras escuetas: Écuríe Bonne Chance, prés de Belley.

– Caballerizas Buena Fortuna -tradujo Aziz para mí-. Cerca de Belley.

Aziz me dirigió una de sus habituales sonrisas francas y salió con rapidez de la oficina.

– Creí que Aziz tenía el día libre -le comenté a Isobel.

Ella se encogió de hombros.

– Sólo dijo que no quería conducir. Estaba en el restaurante bebiendo té cuando llegué a trabajar.

Le eché un vistazo a la dirección francesa y llamé por teléfono al Jockey Club.

– Nina envió una dirección a través de un francés -le expliqué a Patrick Venables-. Écurie Bonne Chance, cerca de Belley. ¿Tienes información al respecto?

– Déjame preguntarles primero a mis colegas franceses y te llamaré más tarde.

Me senté frente al teléfono a reflexionar durante algunos segundos después de que colgué. Luego fui a buscar a Aziz y lo invité a dar un paseo.

– ¿Trabajas para el Jockey Club, no es verdad? -pregunté con mucha seguridad.

– Freddie -Aziz dio un paso y me tomó de la manga-. Escucha -su sonrisa se desvaneció-. Patrick quería que Nina tuviera un respaldo. Supongo que debimos haberte informado, pero…

– No te muevas de aquí -le ordené categóricamente y regresé a mi oficina.

Una hora más tarde, Patrick Venables volvió a llamar.

– En primer término, creo que te debo una disculpa -dijo-. ¿Cómo sospechaste de Aziz? Me telefoneó para decirme que lo habías descubierto.

– Por algunos detalles -le expliqué-. Primero, es demasiado inteligente para este trabajo. Luego, la persona que llamó de Francia pidió hablar con él, lo que significaba que Nina le había pedido a Aziz que estuviera a su disposición.

Patrick Venables hizo una pausa.

– ¡Oh, cielos!

– ¿Puedo saber qué pasa?, ¿por qué dices eso?

– Ecurie Bonne Chance -prosiguió Patrick con energía- es un pequeño establo que dirige un entrenador francés menor. El propietario es Benjamín Usher.

– ¡Ah!

– La propiedad se localiza al sur de Belley, cerca del río Ródano. Los franceses no tienen nada en contra del lugar. Ha habido algunos caballos enfermos ahí, pero ninguno ha muerto.

– Muchas gracias.

– Nina nos ordenó de manera tajante que no interceptáramos tu camión al regresar. Espero que sepas lo que haces.

Yo también lo esperaba.

Llamé por teléfono a Guggenheim.

– No puedo prometer nada -le informé-, pero tome el vuelo hoy y traiga algo para transportar a un animal pequeño.

Las horas siguieron pasando muy despacio. Por fin, Lewis llamó a Isobel por la tarde y le avisó que habían cruzado en el transbordador y estaban saliendo de Dover.

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