Dick Francis - Fuerza Maligna

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No en todos los deportes o competencias hípicas se puede permanecer más allá del tiempo natural de actividad. Cada uno exige cierto límite. Uno de esos oficios es ser jinete de caballos entrenados para carrera de obstáculos y, para Freddy Croft, con haber pasado los treinta años resultó suficiente.
Encara entonces el negocio de transporte de caballos con cierta fortuna, hasta que un día, dentro de su camión, encuentra un cadáver.
No toda esa complicación termina todavía cuando, de pronto, asesinan a uno de sus empleados y, el ex jockey, ya no tuvo ninguna duda de que alguien lo quería perjudicar.
Inicia una investigación por su cuenta, creyendo que podrá llegar hasta las puertas mismas del extraño complot.

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Ella asintió dando su aprobación.

– Lamento haberte dado toda esta molestia, Freddie. Sólo espero que comprendas.

Pensé en sus caballerizas repletas de estrellas y le aseguré que entendía bien. Conduje de regreso por el sendero cubierto de césped hasta su establo, en donde me prestó una rienda para guiar a Peterman, y luego me llevó a ver a su caballo de tres años de edad que participaría en el Derby contra el sensacional Irkab Alhawa perteneciente a Michael Watermead.

Sentí deseos de matar a John Tigwood y a su Centaur Care por colocarme en una situación tan incómoda. Suspiré ante mi estupidez, regresé al potrero, coloqué la rienda para llevarme al caballo y guié a mi antiguo amigo por el camino hasta el pequeño pedazo de tierra con pasto silvestre que había en el jardín amurallado detrás de mi casa.

– No te comas los malditos narcisos -le ordené.

Me miró con pesar. Mientras retiraba la rienda para alejarme, percibí que ni siquiera se interesaba en el pasto.

Recogí mi Fourtrak del establo de Marigold y me dirigí a casa nuevamente. Peterman estaba inmóvil, más o menos en el lugar en donde lo había dejado. El pobre animal se veía atroz. Le ofrecí un cubo con agua, pero no quiso beber.

Las ideas estallaban en mi mente, casi como si un par de tanques de combustible dormidos hubieran reanudado una explosión. Me senté a la computadora en mi sala destruida para hacer una nueva expedición a través de los discos viejos. Esta vez traje a la pantalla a los camiones de caballos, uno por uno, identificados por su número de registro. El historial de cada uno de los camiones me proporcionó fechas, viajes, conductores, lecturas de los odómetros, programas de mantenimiento, reparaciones, licencias, capacidad de combustible, gasolina utilizada día por día.

Después de varios intentos, localicé los detalles de todos los trabajos de mantenimiento que el Trotador había llevado a cabo en agosto anterior. Revisé cada día hasta que hallé ese mes en la vida del Trotador, y encontré la "langosta" muerta.

Diez de agosto. El número de registro del camión que normalmente conducía Phil. Cambio de aceite en el foso de inspección. Se verificó el compresor de frenos de aire. Al final, había una nota que Isobel había registrado y olvidado: "El Trotador dice que un conejo muerto cayó del camión en el foso. El animal estaba infestado de garrapatas, informó. Lo arrojó al depósito de basura".

Me senté de nuevo y contemplé vagamente a la distancia. Transcurrido un rato, llamé los registros de Phil a la pantalla para averiguar dónde había estado el diez de agosto, o el nueve, o el ocho. Pero Phil no había conducido ese camión en ninguno de esos días, sino uno más viejo, que yo vendí después.

Tuve que regresar al tablero de dibujo: de vuelta a los números de registro.

El siete de agosto el camión que Phil conducía hasta la fecha había viajado a Francia con dos caballos corredores para Benyi Usher. Compitieron en la octava carrera en Cagnes-sur-Mer y volvieron a Pixhill el nueve.

Lewis condujo ese camión, en ese viaje. En realidad, lo había conducido casi todo el año anterior, como bien sabía yo una vez que pensé en ello.

Cerca de las diez y cuarto llamé por teléfono a Edimburgo.

– Habla Quipp -me respondió una voz agradable. Inglesa, no escocesa.

– Mmm… disculpe por llamarle -expliqué-, pero, ¿sabe por casualidad dónde puedo encontrar a mi hermana Lizzie?

Después de una breve pausa, respondió:

– Por favor, aguarde un momento.

Esperé y escuché su voz que la llamaba.

– Liz, es tu hermano -y después ella respondió, ligeramente asombrada.

Preguntó:

– ¿Te pasó algo en la cabeza?

– ¿Qué? No, salvo que me he sentido torpe y estúpido. Oye Lizzie, ¿conoces a alguien que sepa de garrapatas?

– ¿Garrapatas?

– Sí. Hay un caballo en el jardín que es probable que tenga.

– ¿Qué caballo en el jardín?

– Peterman. Uno de los caballos viejos que trajimos el martes pasado. En serio, Lizzie, pregúntale a tu profesor cómo puedo obtener información acerca de las garrapatas. Hay demasiados animales muy valiosos en Pixhill. Es urgente.

– ¡Por todos los cielos!… -le preguntó al profesor Quipp lo que yo quería saber y él tomó el auricular.

– Tengo un amigo que es un experto en garrapatas -me informó-. ¿Puedes traerle algunos especimenes?

– ¿Cómo transporto unas garrapatas? No puedo verlas.

– Eso es normal -repuso Quipp-. Son muy pequeñas. Humedece una barra de jabón hasta que la sientas pegajosa; luego frótala sobre el caballo. Si descubres algunas máculas marrones y redondas en la pasta, ya conseguiste las garrapatas.

– ¿Pero no se morirán?

– Tal vez no, sí tomas el vuelo hasta aquí. Te recibiremos en el Aeropuerto de Edimburgo. ¿Digamos que sea a la una en punto? ¡Ah, sí! Trae una muestra de sangre del caballo.

Abrí la boca para decir que me tardaría una hora o más en conseguir al veterinario, pero la voz de Lizzie me lo impidió.

– Hay una jeringa y una aguja hipodérmica en el botiquín de baño -informó-. Se quedó ahí desde mi a época en que padecía alergia a las avispas cuando vivía en la casa. Úsala.

– Sí -respondí aturdido, y escuché cuando colgó.

Subí al baño rosa y dorado al lado de la habitación de Lizzi y encontré la jeringa en el gabinete que tenía un espejo como fachada. La jeringa se veía demasiado pequeña para un caballo. A pesar de ello, la tomé y bajé con una barra de jabón, humedecida hasta el punto de quedar pegajosa, salí y me acerqué a Peterman.

Su apatía era absoluta. Sólo le sostuve la cabeza mientras le buscaba una vena visible en la quijada. Hundí la fina aguja con suavidad. Permaneció inmóvil, como si no sintiera nada. La jeringa se llenó fácilmente con la materia roja. Saqué la aguja, tomé la barra de jabón y la froté sobre la cabeza y el cuello de Peterman. Sin embargo, a pesar de mis dudas, había algunos puntos marrones del tamaño de la cabeza de un alfiler en la superficie blanca y lisa.

Peterman continuó sin prestar atención mientras guardaba mis trofeos dentro de un recipiente de plástico para alimentos y cerraba la tapa con firmeza. En cinco minutos estaba en la carretera, dirigiéndome hacia el Aeropuerto de Heathrow. De camino le llamé por teléfono a Isobel para avisarle a dónde iba.

Por suerte alcancé el último asiento en el vuelo del mediodía. Mi único equipaje era el recipiente de alimentos y el sobre de dinero de mi caja fuerte. Vestía pantalones vaqueros y una camisa de lana deportiva que usaba para trabajar. Coloqué el recipiente sobre las piernas y me dormí la hora que permanecimos en el aire.

Lizzie me estaba esperando en el aeropuerto; a su lado se encontraba un hombre que más parecía un instructor para esquiar que un profesor de química orgánica. El efecto de su apariencia atractiva, moreno y sin barba, se acentuaba por una chaqueta de muchos colores, como la que usan los montañistas.

– Quipp -se presentó el hombre y alargó la mano-. Ven. Vamos en seguida al laboratorio. No hay tiempo que perder.

El profesor conducía su Renault con un entusiasmo que bien hacía juego con su chaqueta colorida. Nos detuvimos ante lo que parecía la entrada posterior de un hospital privado y entramos por un corredor que daba a un par de puertas giratorias. Había un letrero que decía FUNDACIÓN McPHERSON, pintado con letras negras sobre el vidrio.

Quipp cruzó las puertas con aire familiar. Lizzie y yo lo seguimos y llegamos primero a un vestíbulo. Quipp nos entregó a cada uno una bata blanca de laboratorio que se abotonaba en el cuello y se ataba con una cinta alrededor de la cintura. En el laboratorio nos reunimos con un hombre que vestía de manera similar. Se volvió del microscopio y le advirtió a Quipp:

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