Fueron tiempos difíciles para su madre, que se vio sola con él y con Hong, su hermana mayor. El primer recuerdo que tenía era la imagen de su madre llorando. Se trataba de una evocación difusa, pero inolvidable. Más tarde, a principios de la década de 1980, cuando su situación mejoró y su madre recuperó su antiguo puesto como profesora de física teórica en una de las universidades de Pekín, empezó a comprender mejor el caos que imperaba en el momento de su nacimiento. Mao intentó crear un universo nuevo. Del mismo modo en que se formó el universo, una nueva China surgiría de la turbulenta revolución provocada por Mao.
Ya Ru supo desde muy pronto que sólo podía asegurarse el éxito si aprendía a discernir dónde se hallaba el poder en cada momento. Aquel que no captase las distintas tendencias que reinaban en la vida política y económica, jamás podría ascender al nivel en el que él se encontraba en ese momento.
«Y ahí es donde estoy ahora», se decía. «Cuando el mercado empezó a liberarse en China, yo estaba preparado. Era uno de los gatos de los que hablaba Deng, tanto daba si eran negros o grises, con tal de que fuesen capaces de cazar ratones. En la actualidad soy uno de los hombres más ricos de mi generación. Gracias a una serie de buenos contactos me he asegurado un lugar en la nueva Ciudad Prohibida dominada por el núcleo de poder del Partido Comunista. Yo soy quien paga sus viajes al extranjero y los viajes de los modistos de sus esposas. Soy yo quien procura que sus hijos tengan una plaza en las universidades norteamericanas y quien construye las casas que habitan sus padres. A cambio, obtengo libertad.»
Interrumpió sus cavilaciones y miró el reloj. Pronto sería medianoche. Su primera visita no tardaría en presentarse. Se acercó al escritorio y pulsó el botón de un altavoz. La señora Shen respondió enseguida.
– Espero visita dentro de unos diez minutos -le advirtió-. Hágala esperar media hora. Después, yo mismo le pediré que entre.
Ya Ru se sentó ante el escritorio. Cuando se marchaba por la noche, lo dejaba vacío. Cada nuevo día debía encontrarse con una mesa limpia sobre la que amontonar nuevos retos.
En aquel momento tenía ante sí un viejo libro desgastado cuya cubierta había sido reparada y pegada. En alguna ocasión se le ocurrió pensar que debería dejarlo en manos de un buen artesano que lo encuadernase; pero al final decidió conservarlo como estaba. Pese a que la cubierta estaba deshecha y las páginas eran muy porosas y delgadas, el contenido se había mantenido intacto durante todos los años transcurridos.
Apartó el libro con cuidado y pulsó un botón que había bajo el tablero del escritorio. Un monitor de ordenador surgió sobre la mesa emitiendo un sordo ronroneo. Luego tecleó varios signos hasta que su árbol genealógico apareció en la brillante pantalla. Le llevó mucho tiempo y le costó una gran cantidad de dinero confeccionar aquella reproducción de las distintas ramas de su familia, o al menos de la parte de la que podía estar seguro. En la cruenta y procelosa historia de China, no sólo se habían perdido tesoros culturales de valor incalculable; lo más terrible era la destrucción total de gran número de archivos. Así, las lagunas que existían en el árbol que ahora contemplaba no podrían llenarse jamás.
Aun así, contenía los nombres más importantes. Y, ante todo, el del hombre que había escrito el diario que tenía sobre la mesa.
Ya Ru quiso encontrar la casa en la que su antepasado había redactada el diario a la luz de una vela, pero nada quedaba ya de ella, pues en el lugar en que Wang San vivió se extendía ahora una inmensa red de carreteras.
San dejó dicho en el diario que escribía para el viento y para sus hijos. Ya Ru no alcanzaba a comprender lo que quería decir con que el viento fuese uno de los destinatarios de su diario. Probablemente, su antepasado San fue, en el fondo de su corazón, un romántico, pese a la brutalidad de la vida que se había visto obligado a llevar y a la necesidad de venganza que nunca lo abandonó. Sin embargo, allí estaban sus hijos. Ante todo, uno llamado Guo Si, nacido en 1882. Perteneció a la cúpula del Partido Comunista y había sido asesinado por los japoneses durante la primera guerra contra China.
Ya Ru pensaba a menudo que San había escrito aquel diario para él precisamente; pese a que había transcurrido más de un siglo desde su redacción hasta la noche en que empezó a leerlo, tenía la sensación de que San le hablaba a él y a nadie más. El odio que sintió entonces su antepasado seguía vivo en Ya Ru. En primer lugar San, después Guo Si y ahora él mismo.
Había una fotografía de Guo Si tomada a principios de la década de 1930. Se encuentra con un grupo de hombres que posan ante unas montañas. Ya Ru la había escaneado en el ordenador. Mientras la observaba, sentía un vínculo muy estrecho con Guo Si, que se encontraba justo detrás de un hombre que sonreía con una verruga en la mejilla. «Estuvo tan cerca del poder absoluto», pensó Ya Ru. «Igual que yo, su descendiente.»
Se oyó un leve carraspeo del altavoz que tenía sobre la mesa. La señora Shen le avisaba discretamente de la llegada de la primera visita; pero Ya Ru pensaba hacerla esperar. Hacía ya mucho tiempo leyó acerca de un líder político que tenía perfectamente ordenados a sus amigos o enemigos políticos según el tiempo que debían esperar antes de verse con él. Así, los visitantes podían comparar el tiempo de espera y concluir si estaban más o menos cerca del favor del mandatario.
Ya Ru apagó el ordenador, que desapareció del tablero con el mismo ronroneo. Se sirvió agua de la jarra en un vaso procedente de Italia, especialmente fabricado para él por una empresa de la que era copropietario gracias a sus muchas filiales.
«Agua y aceite», se dijo. «Estoy rodeado de fluidos. Hoy aceite, mañana quizá derechos sobre el suministro de aguas de ríos y lagos.»
Se acercó de nuevo a la ventana. Era la hora de la noche en que muchas luces empezaban a apagarse. Pronto sólo arrojaría sus destellos sobre la ciudad la iluminación de los edificios oficiales.
Dirigió la mirada a la zona donde se hallaba la Ciudad Prohibida. Le gustaba ir allí a visitar a sus amigos, aquellos cuyo dinero él administraba y hacía crecer. En la actualidad, el trono del emperador estaba desierto; pero el poder seguía alojándose entre los viejos muros de la ciudad imperial. En alguna ocasión, Deng le había dicho que las viejas dinastías imperiales habrían envidiado el poder del Partido Comunista Chino. No existía otro país en el mundo con una base de poder similar. Una de cada cinco personas dependían de las decisiones que tomaban esos líderes políticos poderosos como emperadores.
Ya Ru sabía que había tenido mucha suerte. Nunca lo olvidaba. En el momento en que lo diese por supuesto, perdería su influencia y su bienestar. Él formaba parte de esa élite de poder como una especie de eminencia gris. Era miembro del Partido Comunista, donde contaba con buenos contactos en los círculos donde se adoptaban las decisiones más importantes. Además, era su consejero y se esforzaba sin cesar por detectar con sus tentáculos dónde estaban las trampas y dónde las vías seguras.
Hoy cumplía treinta y ocho años y sabía que le tocaba vivir la época más subversiva de China desde la Revolución Cultural. De ser un país involucionista, pasaría a dirigir su atención al exterior. Pese a que en el seno del estamento político se libraba una dramática lucha por seleccionar la vía correcta para ello, Ya Ru estaba bastante seguro de cuál sería el resultado. China ya no podría cambiar el camino elegido. Cada día que pasaba, sus compatriotas vivían un poco mejor; aunque el abismo entre los habitantes de la ciudad y los campesinos era cada vez mayor, parte del bienestar redundaba incluso en los más pobres. Sería una insensatez intentar cambiar el curso de ese desarrollo en una dirección que recuperase el pasado. De ahí que aumentase sin cesar la búsqueda de nuevos mercados y materias primas.
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