Henning Mankell - El chino

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– Muy bien. Sin ti no salimos adelante. Ya puedes irte a dormir.

San no les contó nunca a Elgstrand y a Lodin que Qi se había quitado la vida. Contrataron a otra joven. San se guardó su inmenso dolor y, durante muchos meses, continuó siendo el criado indispensable de los misioneros. Nunca revelaba lo que pensaba ni que la atención con que ahora escuchaba sus prédicas había cambiado.

Fue por aquel entonces cuando se le ocurrió que ya dominaba suficientes signos como para empezar a dar forma a su historia y la de sus hermanos. Seguía sin saber a quién dirigirla. Tal vez sólo al viento, pero, de ser así, obligaría al viento mismo a prestarle oídos.

Escribía por las noches, cada vez dormía menos, sin descuidar por ello sus obligaciones. Siempre era amable, siempre estaba dispuesto a prestar ayuda, a tomar decisiones, a organizar a los criados y a facilitar los trabajos de evangelización de Elgstrand y Lodin.

Había pasado un año desde su llegada a Fuzhou. San constató que llevaría mucho tiempo crear el Reino de Dios con el que soñaban los misioneros. Después de doce meses, tan sólo diecinueve personas se habían convertido y gozaban de la misericordia cristiana.

San escribía sin cesar, retrotrayéndose a los orígenes de su huida del pueblo.

Entre sus cometidos se incluía el de limpiar el despacho de Elgstrand. Ninguna otra persona podía entrar allí para ejecutar esa tarea y mantener la habitación limpia de polvo y suciedad. Un día en que San, con sumo cuidado, pasaba un paño por la mesa, se cayeron unos documentos y vio por casualidad una carta que Elgstrand le había escrito en caracteres chinos a uno de sus amigos misioneros de Cantón con el que solía practicar el idioma.

Elgstrand le hablaba a su amigo con toda confianza y le decía que «los chinos son como ya sabes muy trabajadores y capaces de soportar las penurias como los burros y los mulos soportan los palos y los azotes. Sin embargo, tampoco hay que olvidar que son simples y astutos mentirosos y estafadores, son altivos y avariciosos y tienen un instinto animal que a veces me repugna. Son, por lo general, personas despreciables y sólo cabe esperar que el amor de Dios venza un día su terrible maldad y crueldad».

San volvió a leer la carta. Después terminó de limpiar y salió del despacho.

Continuó trabajando como si nada hubiese ocurrido, escribía por las noches y, durante el día, escuchaba los sermones de los misioneros.

Una noche de otoño de 1868 abandonó la misión sin ser visto. En una sencilla bolsa de tela llevaba sus pertenencias. Llovía y soplaba el viento cuando partió. El vigilante dormía junto al portón y no lo oyó trepar. Cuando llegó a la parte superior del portón se sentó sobre él a horcajadas y derribó los tablones en los que se leía que aquélla era la puerta del Templo del Dios Verdadero. Los arrojó al barro, fuera del recinto.

La calle estaba desierta. Llovía a mares.

Lo engulló la oscuridad y desapareció.

17

Elgstrand abrió los ojos. Por la celosía de madera que cubría los cristales de la ventana se filtraba en su dormitorio una tenue luz matinal. Oyó que fuera estaban barriendo la explanada. Era un sonido que había aprendido a apreciar, un momento imperturbable en aquel orden de cosas a menudo tan quebradizo. El sonido de la escoba, en cambio, pertenecía a lo inamovible.

Aquella mañana, como de costumbre, se quedó un rato en la cama dejando vagar el pensamiento hacia tiempos pretéritos. Un maremágnum de imágenes de sus sencillos orígenes en la pequeña ciudad de Småland llenó su conciencia. Jamás se había imaginado que llegaría a vivir la revelación de tener una vocación, la de partir como misionero para ayudar a la gente a experimentar la única fe verdadera.

Hacía ya mucho de eso, pero aun así, justo después de despertar, sentía aquel recuerdo muy cercano. En especial ese día, un día en que volvería a recorrer el río hasta el barco inglés que, como era habitual, esperaba que le trajese dinero y correspondencia para la misión. Aquél sería el cuarto viaje que emprendía con tal objetivo. Él y Lodin llevaban más de año y medio en Fuzhou. Pese a sus esfuerzos y su tesón, la misión aún topaba con muchos problemas. Su mayor fuente de decepción era el número todavía insignificante de personas que se habían convertido. Eran muchos los que se habían declarado cristianos, pero, a diferencia de Lodin, que era menos crítico, Elgstrand veía que la fe de muchas de las almas ganadas para la salvación era hueca, y que quizá sólo esperaban recibir algún presente de los misioneros, ropa o comida.

A lo largo de todo aquel tiempo hubo momentos en que Elgstrand se sintió flaquear. En esas ocasiones escribía en sus diarios sobre la falsedad de los chinos, sobre su despreciable politeísmo que nada parecía poder erradicar. Los chinos que acudían a sus prédicas le parecían animales, muy por debajo de los miserables campesinos que encontraba en Suecia. La sentencia bíblica de no arrojar perlas a los cerdos había adquirido allí una nueva dimensión inesperada. Sin embargo, los momentos de abatimiento solían pasar. Rezaba y hablaba con Lodin. En las cartas que enviaba a Suecia, a la sede de la misión que apoyaba su trabajo y recaudaba el dinero necesario, nunca ocultaba las dificultades a las que se enfrentaban; pero él repetía una y otra vez que era preciso tener paciencia. La Iglesia cristiana necesitó en sus orígenes de cientos de años para difundir su mensaje. La misma paciencia había que exigirles a los enviados a aquel país gigantesco y atrasado que era China.

Se levantó de la cama, se lavó y empezó a vestirse despacio. Invertiría la mañana en escribir una serie de cartas que debía entregar para que se las llevara el barco inglés. También sentía la necesidad de escribirle una carta a su madre, ya muy anciana y de memoria endeble. Una vez más, deseaba recordarle que tenía un hijo dedicado a llevar a cabo el trabajo cristiano más importante que pudiera imaginarse.

Alguien dio unos golpecitos en la puerta. Cuando abrió, comprobó que era una de las sirvientas con la bandeja del desayuno, la dejó sobre la mesa y volvió a salir por la puerta sin decir palabra. Mientras Elgstrand se ponía la chaqueta, se colocó junto a la puerta entreabierta y admiró la explanada recién limpia. Era un día húmedo, caluroso, con un cielo cubierto de nubes que anunciaban lluvia. El viaje por el río exigiría ropa apropiada y paraguas. Saludó con la mano a Lodin, que limpiaba sus gafas ante la puerta de su dormitorio.

«Sin él, habría sido muy difícil», se dijo Elgstrand. «Es ingenuo y no destaca por su inteligencia, pero es bueno y trabajador. En cierta medida, lleva consigo la sencilla felicidad de la que habla la Biblia.»

Elgstrand bendijo brevemente los alimentos y se sentó a desayunar. Al mismo tiempo, se preguntaba si ya estaría listo el grupo de remeros que había de llevarlos hasta el barco y traerlos de vuelta a la misión.

En ese instante echó de menos a San. Desde que llegaron a la misión, San se había ocupado de todos aquellos menesteres y todo estaba bien organizado. Desde la noche en que, de repente, desapareció, Elgstrand no había logrado encontrar a nadie capaz de ocupar el lugar de San a su total satisfacción.

Se sirvió el té mientras, una vez más, se preguntaba qué lo habría movido a marcharse. La única explicación plausible era que la sirvienta Qi, de la que se había enamorado, se hubiese fugado con él. Elgstrand lamentaba profundamente haber tenido a San en tan alto concepto. El que los chinos normales siempre lo engañasen o lo decepcionasen era algo que podía soportar. Eran falsos por naturaleza; pero que San, del que tan buena opinión tenía, hubiese actuado del mismo modo fue el mayor desengaño que vivió desde que llegó a Fuzhou. Fue preguntando a todos sus conocidos, pero nadie sabía qué había podido suceder aquella noche de tormenta en que varios de los ideogramas del templo del dios verdadero cayeron derribados por el viento. Los ideogramas habían vuelto a su lugar, pero no San.

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