Así pues, la misión se cerró. Y a los diecinueve chinos convertidos les recomendaron que se dirigiesen a la misión alemana o la americana, que también trabajaban cerca del río Min.
Y los informes de Elgstrand sobre la misión, que ya no interesaban a nadie, quedaron archivados.
Unos años después de que Lodin llegase a Suecia, un chino muy bien vestido llegó a Cantón en compañía de sus sirvientes. Era San, que regresaba a la ciudad tras haber llevado una vida discreta en Wuhan.
Por el camino, se detuvo en Fuzhou. Mientras sus criados esperaban en una fonda, San se dirigió al lugar junto al río en que estaban enterrados su hermano y Qi. Encendió incienso y estuvo largo rato sentado en la hermosa colina. Habló con los muertos en voz baja sobre la vida que por entonces llevaba. No obtuvo respuesta alguna, pero estaba seguro de que ellos lo habían escuchado.
En Cantón alquiló una pequeña casa a las afueras de la ciudad, lejos de los barrios extranjeros y de aquellos en que vivían los chinos normales y pobres. Llevaba una existencia sencilla y apartada. Cuando alguien preguntaba a sus sirvientes quién era su amo, éstos respondían que vivía de sus rentas y que dedicaba su tiempo al estudio. San saludaba siempre respetuosamente, pero se abstenía de mezclarse demasiado con los demás.
En su casa brillaba siempre la luz de los candiles hasta muy tarde. San seguía escribiendo sobre lo que le había sucedido desde el día en que sus padres se quitaron la vida. No omitía ningún detalle. No necesitaba invertir sus días en trabajar, puesto que lo que contenía el maletín de Elgstrand era más que suficiente para la vida que llevaba.
La idea de que se tratase del dinero de la misión le producía una satisfacción enorme. Era una venganza por haberse visto defraudado por los cristianos durante tanto tiempo, pues quisieron hacerle creer que existía un dios justo que trataba igual a todos los hombres.
Pasaron muchos años antes de que San encontrara a otra mujer. Un día, durante una de sus visitas regulares a la ciudad, vio a una joven que caminaba por la calle con su padre. Empezó a seguirlos y, cuando vio dónde vivían, le encargó a su sirviente de más confianza que se informase de quién era el padre. El criado averiguó que era uno de los servidores del mandarín de la ciudad, aunque de bajo rango. San comprendió que el hombre lo consideraría un pretendiente adecuado para su hija. Lo abordó poco a poco, se presentó y lo invitó a una de las casas de té más célebres de Cantón. Poco después, San fue invitado a la casa del funcionario y pudo finalmente conocer a la joven, que se llamaba Tie. La muchacha resultó de su agrado y, cuando empezó a mostrarse menos tímida, San comprobó que tampoco era necia.
Un año más tarde, en mayo de 1881, San y Tie se casaron. En marzo de 1882 tuvieron un hijo al que llamaron Guo Si. San no se cansaba de contemplar al bebé, y por primera vez en muchos años sintió la alegría de vivir.
Su ira, no obstante, no se había atenuado. Cada vez dedicaba más tiempo a colaborar con las sociedades secretas que trabajaban para ahuyentar del país a los blancos. La pobreza y el sufrimiento de su país jamás encontrarían alivio mientras los blancos controlasen los ingresos del comercio y obligasen a los chinos a consumir opio, aquel odioso medio para embriagarse.
Pasó el tiempo. San envejecía, su familia aumentaba. Por las noches solía retirarse a leer el ya extenso diario que había seguido escribiendo. Ahora sólo esperaba que sus hijos creciesen lo suficiente como para comprender y, tal vez, poder leer el libro en el que él llevaba tantos años trabajando.
Ante la puerta de su hogar veía el fantasma de la pobreza deambulando por las calles de Cantón. «Aún no es el momento», se decía. «Pero, un día, todo esto desaparecerá de repente, como si el río se lo llevara consigo al desbordarse.»
San continuó llevando una vida sencilla, dedicando la mayor parte de su tiempo a sus hijos.
Sin embargo, cuando salía a pasear por la ciudad, siempre lo hacía armado con un afilado cuchillo que llevaba oculto entre su ropa, buscaba a Zi.
A Ya Ru le gustaba estar solo en su despacho por la noche. El alto edificio del centro de Pekín, cuya planta superior le pertenecía y en la que había enormes ventanas panorámicas con vistas a la ciudad, se encontraba a aquellas horas prácticamente vacío. Sólo estaban los vigilantes de la planta baja y el personal de la limpieza. En una habitación contigua aguardaba su secretaria, la señora Shen, que se quedaba todo el tiempo que él quisiera, a veces incluso hasta la madrugada, si era necesario.
Justo aquel día de diciembre de 2005, Ya Ru cumplía treinta y ocho años. Estaba de acuerdo con aquel pensador occidental según el cual un hombre a esa edad se encontraba en la mitad de su vida. A muchos de sus amigos les preocupaba sentir la vejez como un frío soplo en la nuca a medida que se aproximaban a la cuarentena. Para Ya Ru, en cambio, no existía tal temor. Ya de joven, mientras estudiaba en una de las universidades de Shanghai, decidió no perder el tiempo y la energía preocupándose por aquello que, después de todo, no tenía remedio. El paso del tiempo constituía una fuerza mayor, inconmensurable y misteriosa, frente a la cual el ser humano perdía la batalla sin remisión. El único modo en que el hombre podía oponer resistencia era intentar estirar el tiempo, aprovecharlo, nunca pretender detener su avance.
Ya Ru rozó el frío cristal con la nariz. Siempre mantenía baja la temperatura en la gran suite donde se encontraba su despacho, amueblado en un elegante estilo y en colores rojo y negro. La temperatura debía mantenerse constante, en diecisiete grados, ya fuese en la estación más fría del año o cuando el calor y las tormentas de arena invadían Pekín. Para él era perfecto. Siempre había profesado la fría reflexión. Hacer negocios o adoptar decisiones políticas era una especie de estado de guerra en el que sólo importaban el cálculo frío y racional. Por algo lo llamaban Tie Qian Lian, el Hombre Frío.
También había quienes pensaban que era peligroso. Y era cierto que, en algunas ocasiones, hacía tiempo, había perdido los nervios y había maltratado físicamente a la gente; pero eso había terminado. No le afectaba lo más mínimo el hecho de infundir temor. Mucho más importante para él era haber dejado de perder el control sobre la ira que a veces lo inundaba.
De vez en cuando, por la mañana muy temprano, Ya Ru dejaba el apartamento por una puerta trasera para mezclarse con la gente del parque cercano, casi todos mayores que él, y se ejercitaba en el Tai Chi. Entonces se sentía como una parte insignificante de la gran masa anónima del pueblo chino. Nadie lo conocía ni sabía cómo se llamaba. Era como someterse a una catarsis, pensaba. Después, cuando regresaba a su casa y volvía a adoptar su identidad, siempre se sentía más fuerte.
Era cerca de medianoche, estaba esperando dos visitas. Le divertía convocar en su despacho a medianoche o al alba a la gente que quería pedirle algo o a aquellos con quienes, por alguna razón, debía reunirse. El hecho de administrar el tiempo correctamente le daba una suerte de ventaja. En una fría habitación y a primeras horas de la mañana le resultaba más fácil conseguir lo que pretendía.
Contempló la ciudad cuyas luces lanzaban destellos. Ya Ru nació en 1967, coincidiendo con el periodo más violento de la Revolución Cultural, en algún hospital de allá abajo. Su padre no estuvo presente, pues, por su condición de catedrático de universidad, había sido víctima de una de las terribles depuraciones de la guardia roja y había sido obligado a vivir en el campo como porquero. Ya Ru jamás lo conoció, pues desapareció para siempre. Después, con los años, Ya Ru envió a varios de sus colaboradores de confianza a donde se suponía que lo habían desterrado, aunque sin resultado. Ya nadie lo recordaba. Tampoco en los caóticos archivos de aquella época halló rastro de su padre, cuya memoria había quedado sepultada en el maremoto político ocasionado por Mao.
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