Henning Mankell - El chino

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– Es una mujer de clase muy sencilla que no sabe nada de lo que tú has aprendido. Y no muestra el menor interés por el mensaje cristiano.

– Aún es muy joven.

– Hay quien dice que roba.

– Nadie se libra de los chismorreos que circulan entre los criados. Todos acusan a todos de cualquier cosa. Yo sé lo que es verdad y lo que no lo es. Qi no roba.

Elgstrand se volvió hacia Lodin. San no entendió una palabra de lo que se decían en aquella lengua extranjera.

– Creemos que debes esperar -declaró Elgstrand-. Y si os casáis, queremos que lo hagáis en una ceremonia cristiana. Será la primera que celebremos aquí. Pero ninguno de los dos está maduro aún. Queremos que aguardéis.

San hizo una reverencia y se marchó. Estaba profundamente decepcionado; sin embargo, Elgstrand no había dado un no rotundo, de modo que un día él y Qi se casarían.

Meses más tarde, Qi le contó a San que iba a tener un hijo. San sintió un inmenso gozo en su interior y decidió que, si era un niño, se llamaría Guo Si. Al mismo tiempo, comprendió que la nueva situación podía representar un grave problema. En sus prédicas diarias a la gente que acudía a la explanada de la misión, Elgstrand y Lodin repetían unos mensajes con más frecuencia que otros. Entre otras cosas, San había comprendido que la religión cristiana exigía que las parejas estuviesen casadas antes de tener hijos. Mantener relaciones sexuales antes del matrimonio se consideraba un pecado grave. San pensó durante mucho tiempo qué hacer, pero no halló una solución. Podrían ocultar el vientre de Qi unos meses aún, aunque San se vería obligado a tratar el tema antes de que la verdad quedase de manifiesto.

Un día le dijeron que Lodin necesitaba un equipo de remeros para hacer una visita a una misión fundada por misioneros alemanes situada río arriba. Y como de costumbre en las travesías con remeros, San debía acompañarlo. Calculaban que el viaje y la visita a la misión durarían unos cuatro días. San se despidió de Qi la noche anterior a su partida y le prometió que dedicaría el tiempo a pensar una solución al grave problema que tenían.

Cuando, cuatro días después, volvió con Lodin, Elgstrand lo llamó, pues quería verlo enseguida y hablar con él. El misionero estaba sentado a la mesa de su despacho. En condiciones normales, siempre le pedía a San que tomase asiento, pero en esta ocasión no lo hizo. San barruntaba que algo había sucedido.

– ¿Cómo ha ido el viaje?

– Todo ha ido según los planes.

Elgstrand asintió reflexivo y clavó en San una mirada inquisitiva.

– Estoy decepcionado -confesó-. Hasta el último momento quise creer que los rumores que había oído no eran ciertos. Finalmente, me vi obligado a intervenir. ¿Sabes de qué te hablo?

San lo sabía, pero lo negó.

– Eso no hace sino aumentar mi decepción -contestó Elgstrand-. Cuando una persona miente, el diablo ha entrado en su alma. Por supuesto te hablo de que la mujer con la que querías casarte está embarazada. Te daré otra oportunidad para que me digas la verdad.

San bajó la cabeza, pero no respondió. El corazón se le salía del cuerpo.

– Por primera vez desde que nos conocimos en el barco que nos trajo aquí has provocado que me sienta abatido contigo -prosiguió Elgstrand-. Tú nos diste a mi hermano y a mí la sensación de que los chinos también podían ascender a un nivel espiritual más elevado. Han sido días difíciles. He rogado por ti y he decidido que puedes quedarte. Ahora bien, debes esforzarte con más ahínco y tesón que nunca para que llegue el día en que abraces la fe en nuestro Señor.

San seguía con la cabeza baja, aguardando una continuación que no se produjo.

– Eso es todo -le dijo Elgstrand-. Vuelve a tus tareas.

Ya en la puerta, oyó la voz del misionero a su espalda.

– Comprenderás que Qi no podía quedarse aquí. Ya se ha marchado.

San estaba paralizado de terror cuando salió a la explanada, sentía algo similar a lo que se apoderó de él cuando murieron sus hermanos. Ahora se veía otra vez por tierra. Buscó a Na, la agarró del cabello y la sacó de la cocina. Era la primera vez que San recurría a la violencia con alguno de los criados. Na se tiró al suelo dando gritos. San comprendió enseguida que no fue ella quien delató a Qi, sino la criada de más edad, que había oído a la joven cuando ésta le confiaba a Na su secreto. San logró dominar el impulso de ir a buscarla a ella también; si lo hacía, se vería obligado a abandonar la misión. Se llevó a Na a su habitación y la sentó en un taburete.

– ¿Dónde está Qi?

– Se fue hace dos días.

– ¿Adónde?

– No lo sé. Estaba muy triste y se fue corriendo.

– Alguna pista debió de darte sobre adónde pensaba ir.

– Creo que ni ella lo sabía. Tal vez ha bajado a la orilla del río para aguardar allí tu regreso.

San se levantó resuelto y salió a la carrera de la habitación, cruzó el portón y bajó al puerto; pero no la encontró. Siguió buscándola casi todo el día, preguntándoles a unos y a otros, pero nadie la había visto. Habló con los remeros, que le prometieron que le avisarían si la veían.

De nuevo en la misión, cuando volvió a ver a Elgstrand, le dio la impresión de que éste ya había olvidado lo sucedido. El misionero estaba preparando el oficio del día siguiente.

– ¿No crees que deberíamos barrer la explanada? -preguntó Elgstrand en tono amable.

– Me ocuparé de que se haga mañana temprano, antes de que lleguen los fieles.

Elgstrand asintió y San le hizo una reverencia. Era evidente que, a juicio del misionero, Qi había cometido un pecado tan grave que la joven no tenía salvación.

San no alcanzaba a comprender que hubiese personas que jamás podían gozar de la gran misericordia, aunque su pecado no hubiese consistido más que en amar a otra persona.

Observó a Elgstrand y a Lodin mientras conversaban ante la oficina de la misión.

Experimentó la sensación de estar viéndolos realmente por primera vez.

Dos días después, San recibió un recado de uno de sus amigos del puerto. Se apresuró a acudir y, una vez allí, se vio obligado a abrirse paso a través de la muchedumbre. Qi yacía sobre un madero. Pese a que llevaba una gruesa cadena de hierro alrededor de la cintura, su cuerpo había vuelto de las profundidades. La cadena se había enganchado en un remo que izó el cadáver hasta la superficie. Tenía la piel violácea, los ojos cerrados. Sólo San sabía que llevaba un niño en su vientre.

Una vez más, se había quedado solo.

Le dio unas monedas al hombre que había mandado el aviso, una cantidad de dinero suficiente para quemar el cadáver. Dos días después enterró sus cenizas en el mismo lugar donde descansaban los restos de Guo Si.

«Esto es lo único que he conseguido en mi vida», se lamentó. «Construyo y voy poblando mi propio cementerio. Aquí descansan los restos de cuatro personas, una de las cuales ni siquiera llegó a nacer.»

Se arrodilló y tocó el suelo con la frente varias veces. Oleadas de dolor arrasaban su alma sin que él pudiese hacerle frente. Como un animal, aulló de ira ante lo sucedido. Jamás se había sentido tan indefenso como en ese momento. Él, que un día se creyó capaz de proteger a sus hermanos, había quedado reducido a la sombra de un hombre destrozado.

Cuando, ya avanzada la tarde, volvió a la misión, el vigilante le dijo que Elgstrand había estado buscándolo. San llamó a la puerta del despacho, donde el misionero escribía a la luz de su candil.

– Te andaba buscando -le dijo Elgstrand-. Has estado fuera todo el día. Le pedí a Dios que no te hubiese ocurrido nada.

– No, no es nada -respondió San con una breve inclinación-. Me dolía una muela que ya me he curado con unas hierbas.

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