Henning Mankell - El chino

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– ¿Recuerdas si había alguien aquí sentado en Año Nuevo?

La camarera meneó la cabeza.

– Ésta es una buena mesa. Siempre hay alguien aquí sentado. Hoy estás tú, mañana será otro.

Birgitta Roslin comprendió lo absurdo de unas preguntas tan vagas e imprecisas. Tenía que concretar. Tras vacilar unos minutos, cayó en la cuenta de cómo podía formularla.

– En Año Nuevo -repitió-. Un cliente al que no habías visto nunca antes.

– ¿Nunca?

– Nunca, ni antes ni tampoco después.

Vio que la camarera se esforzaba por hacer memoria.

Los últimos clientes ya salían del restaurante cuando el teléfono que había junto a la caja empezó a sonar. La camarera atendió la llamada y tomó nota de un pedido para llevar. Después, volvió a la mesa. Entretanto, alguien que trabajaba en la cocina había puesto un disco de música china.

– Bonita música -dijo la camarera sonriendo-. Música china. ¿Te gusta?

– Bonita, sí -convino Birgitta Roslin-. Muy bonita.

La camarera dudaba, hasta que al fin asintió, al principio algo insegura, después, cada vez más convencida.

– Un hombre chino -dijo.

– ¿Que se sentó aquí?

– En la misma silla que tú. Vino a cenar.

– ¿Cuándo?

La joven reflexionó un instante.

– En enero. Pero no en Año Nuevo, sino después.

– ¿Cuánto después?

– Nueve o diez días, quizá.

Birgitta Roslin se mordió el labio. «Podría cuadrar», se dijo. «La trágica noche de Hesjövallen fue la del doce al trece de enero.»

– ¿Pudo ser unos días después?

La camarera fue a buscar el libro de pedidos en que anotaban las reservas.

– El doce de enero -afirmó-. Se sentó ahí. No había reservado mesa, pero recuerdo a otros clientes que estuvieron la misma noche.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Chino. Delgado.

– ¿Qué dijo?

La camarera respondió tan rápido que a Birgitta le sorprendió.

– Nada. Sólo señaló lo que quería.

– Pero ¿era chino?

– Intenté hablar con él en chino, pero me dijo «Calla», y siguió señalando. Pensé que querría estar en paz. Comió. Tomó sopa, rollitos de primavera, nasi goreng y postre. Tenía mucha hambre.

– ¿Bebió algo?

– Agua y té.

– ¿Y no dijo nada durante toda la cena?

– Quería estar tranquilo.

– ¿Qué ocurrió después?

– Pagó. Con moneda sueca. Y se fue.

– ¿Y no volvió por aquí?

– No.

– ¿Fue él quien se llevó la cinta roja?

La camarera se echó a reír.

– ¿Por qué iba a hacer algo así?

– ¿Significan esas cintas algo especial?

– Son simples cintas rojas, ¿qué iban a significar?

– ¿Sucedió algo más?

– ¿Como qué?

– Me refiero a después de que se marchase.

– Haces unas preguntas muy raras. ¿Eres de Hacienda? Ese hombre no trabaja aquí. Y nosotros pagamos los impuestos. Todos los que trabajan aquí tienen sus papeles en regla.

– No, es sólo curiosidad. De modo que no volviste a verlo más, ¿no?

La camarera señaló la ventana del restaurante.

– Se fue hacia la derecha. Estaba nevando. Y desapareció para siempre. No lo he vuelto a ver más. ¿Para qué quieres saberlo?

– Puede que lo conozca -respondió Birgitta Roslin.

Pagó y salió a la calle. El hombre que había estado sentado a aquella mesa se dirigió a la derecha al salir. Ella hizo lo mismo. En el cruce, miró a su alrededor. Había unas tiendas y un aparcamiento a un lado. La perpendicular que iba en otra dirección desembocaba en un callejón sin salida. Había un pequeño hotel con el cartel luminoso resquebrajado. Volvió a mirar a su alrededor y posó nuevamente la mirada en el cartel luminoso del hotel. Una idea empezó a forjarse en su mente.

Regresó al restaurante chino. La camarera estaba sentada fumándose un cigarro y se sobresaltó cuando ella abrió la puerta. Apagó el cigarrillo de inmediato.

– Tengo otra pregunta que hacerte -dijo Birgitta Roslin-. El hombre que ocupó esa mesa, ¿llevaba ropa de abrigo?

La camarera reflexionó unos minutos.

– Pues no, lo cierto es que no -respondió-. ¿Cómo lo sabías?

– No lo sabía. Sigue fumándote el cigarro. Gracias por tu ayuda.

La puerta del hotel estaba estropeada. Alguien había intentado forzarla y la reparación era provisional. Subió media planta, hasta una recepción que no se componía más que de un mostrador abatible. Estaba vacía. Llamó, pero nadie acudió. Vio que había una campanilla, tiró y se sobresaltó cuando, de repente, descubrió que había alguien a su espalda. Un hombre casi esquelético, como un enfermo terminal. Llevaba unas gafas de lentes muy gruesas y olía a alcohol.

– ¿Desea una habitación?

Birgitta Roslin detectó un leve residuo dialectal en su forma de hablar, como de Gotemburgo.

– No, sólo quería hacer un par de preguntas; sobre un amigo mío que estuvo aquí alojado.

El hombre fue arrastrando las zapatillas de casa hasta que apareció detrás del mostrador. Con mano temblorosa, logró sacar el libro de registro. Birgitta jamás se habría imaginado que aún existiesen hoteles como aquél. Tenía la sensación de haber viajado hacia atrás en el tiempo, como en una película de la década de 1940.

– ¿Cómo se llama el huésped?

– Sólo sé que es chino.

El hombre apoyó lentamente el registro sobre el mostrador mientras la miraba sin dejar de mover la cabeza. Birgitta Roslin supuso que tendría Parkinson.

– Por lo general, uno sabe el nombre de sus amigos. Aunque sean chinos.

– Bueno, es amigo de un amigo. Un chino.

– Sí, de eso ya me he enterado. ¿Cuándo se supone que se alojó aquí?

«¿Cuántos huéspedes chinos has tenido?», pensó Birgitta. «Si se alojó aquí, debes recordarlo.»

– A principios de enero.

– Por entonces yo estaba ingresado en el hospital. Un sobrino mío se hizo cargo del hotel entretanto.

– ¿Podrías llamarlo por teléfono?

– Pues no, porque está de crucero por el Ártico.

El hombre se puso a escrutar el registro con ojos miopes.

– Vaya, aquí tenemos a un huésped chino -dijo de pronto-. Un tal señor Wang Min Hao, de Pekín. Se alojó aquí una noche. Entre el doce y el trece de enero. ¿Es la persona que buscas?

– Sí -respondió Birgitta incapaz de ocultar su excitación-. Es él.

El hombre le dio la vuelta al registro para que ella pudiese leerlo. Birgitta Roslin sacó del bolso un trozo de papel y anotó los datos que figuraban en el libro. Nombre, número de pasaporte y algo que, supuso, sería una dirección de Pekín.

– Gracias -le dijo al hombre-. Has sido de gran ayuda. ¿Se dejó algo olvidado en el hotel?

– Me llamo Sture Hermansson. Mi mujer y yo hemos llevado este hotel desde 1946. Ahora está muerta. Y yo no tardaré en morir. Éste es el último año que tengo el hotel abierto. Van a derribar el edificio.

– Es una lástima.

Sture Hermansson lanzó un gruñido displicente.

– ¿Qué es una lástima? La casa está hecha una ruina. Y yo también. Es normal que muera la gente mayor. En fin, lo cierto es que creo que el chino ese se dejó algo aquí.

Sture Hermansson entró en la habitación que había detrás del mostrador. Birgitta Roslin aguardaba impaciente.

Ya empezaba a preguntarse si no se habría muerto allí dentro, cuando por fin volvió a salir con una revista en la mano.

– Cuando volví del hospital, esto estaba en una papelera. Tengo una rusa que viene a limpiar. Como sólo dispongo de ocho habitaciones, se las arregla sola, pero no es muy concienzuda. Así que, cuando volví del hospital, lo repasé todo. Y hallé la revista en la habitación del chino.

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