Henning Mankell - El chino

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Sture Hermansson le pasó la revista, llena de caracteres chinos y de fotografías con exteriores y personas chinas. Intuyó que se trataba de una publicación de presentación de alguna empresa, no una revista propiamente. En la contraportada habían garabateado con bolígrafo algo en caracteres chinos.

– Puedes llevártela si quieres -le dijo Sture Hermansson-. Yo no sé chino.

Birgitta se la guardó en el bolso, dispuesta a marcharse.

– Gracias por tu ayuda.

Sture Hermansson le sonrió.

– De nada. ¿Te ha servido?

– Bastante.

Ya se dirigía a la salida cuando oyó a su espalda la voz de Sture Hermansson.

– ¡Ah! Quizá tenga algo más para ti. Aunque parece que tienes prisa y tal vez no puedas esperar.

Birgitta Roslin volvió al mostrador. Sture Hermansson sonrió y señaló un punto detrás de su cabeza. Birgitta Roslin no sabía qué quería mostrarle. Allí no había más que un reloj y un almanaque de un taller de coches que prometía un servicio rápido y eficaz en todos los modelos de Ford.

– No entiendo a qué te refieres.

– En ese caso, tienes peor vista que yo -aseguró Sture Hermansson.

Sacó una varilla que tenía debajo del mostrador.

– Este reloj se atrasa -le explicó-. Y utilizo la varilla para colocar bien las agujas. No es bueno subirse a una escalera con estos temblores.

Dicho esto señaló con la varilla hacia la pared, junto al reloj. Birgitta sólo veía una válvula, y seguía sin comprender lo que pretendía mostrarle. De pronto, cayó en la cuenta de que no era una válvula, sino una abertura en la pared, tras la que se ocultaba una cámara.

– Quizá podamos averiguar cómo es ese hombre -declaró Sture Hermansson claramente satisfecho.

– ¿Es una cámara de vigilancia?

– Exacto. Que instalé yo mismo. Resulta carísimo contratar a una empresa para que instale su equipo en un hotel tan pequeño. ¿A quién se le ocurriría la absurda idea de venir a robarme a mí? Sería tan necio como robarle a alguno de los tristes sujetos que se dedican a emborracharse en los parques de la ciudad.

– En otras palabras, que tienes fotografiados a todos los que se alojan en el hotel, ¿no es eso?

– Los filmo. Ni siquiera sé si es legal, pero debajo del mostrador puse un botón para empezar a grabar, y así los filmo. -Hermansson la miró divertido-. Ahora, por ejemplo, acabo de filmarte a ti -explicó-. Además, te has colocado de modo que la película quedará estupenda.

Birgitta Roslin lo acompañó detrás del mostrador hasta una habitación donde, evidentemente, tenía tanto el despacho como el dormitorio. A través de una puerta entreabierta vio una antigua cocina en la que una mujer fregaba los platos.

– Es Natascha -explicó Sture Hermansson-. En realidad, se llama de otra manera, pero yo pienso que Natascha es el nombre más apropiado para una rusa.

De repente, miró a Birgitta visiblemente preocupado.

– No serás policía, ¿verdad?

– No, en absoluto.

– No creo que tenga los papeles en regla, pero supongo que lo mismo sucede con gran parte de la población inmigrante, si no me equivoco.

– No, no creo -objetó Birgitta Roslin-. Pero no te inquietes, no soy policía.

Sture Hermansson empezó a rebuscar entre las cintas de vídeo, marcadas con la fecha.

– Esperemos que mi sobrino no se olvidase de apretar el botón… No he comprobado las grabaciones de primeros de enero, pues entonces apenas teníamos huéspedes.

Tras un intenso trajín, que impacientó a Birgitta hasta el punto de desear arrancarle las cintas de las manos, el hombre encontró la que buscaba y encendió el televisor. La mujer a la que llamaba Natascha pasó por la habitación como una muda sombra.

Sture Hermansson pulsó el botón de reproducción. Birgitta Roslin se acercó a la pantalla con vivo interés. La claridad de la imagen era sorprendente. Al otro lado del mostrador se veía a un hombre con un gran gorro de piel.

– Lundgren, de Järvsö -explicó Sture Hermansson-. Viene aquí una vez al mes para estar en paz y beber tranquilamente en su habitación. Cuando se emborracha, entona salmos. Después, vuelve a casa. Un hombre amable, comerciante de chatarra. Se aloja en mi hotel desde hace casi treinta años. Le hago descuento.

La pantalla parpadeó, y cuando volvió a verse con claridad, mostró a dos mujeres de edad madura.

– Las amigas de Natascha -explicó Sture en tono sombrío-. Vienen de vez en cuando. Prefiero no imaginarme qué hacen en la ciudad, pero en el hotel no les permito recibir visitas. Sin embargo, sospecho que lo hacen de todos modos, mientras yo duermo.

– ¿Ellas también tienen descuento?

– A todo el mundo le hago descuento. No tengo precios fijos. El hotel lleva con pérdidas desde finales de los años sesenta. En realidad, vivo de una pequeña cartera de acciones que tengo. Confío en la madera y en la industria pesada. Es el consejo que siempre les doy a mis amigos de confianza.

– ¿Cuál?

– Acciones de fábricas suecas. Son insuperables.

En la pantalla volvió a verse a alguien y Birgitta Roslin dio un respingo. Se distinguía al hombre perfectamente. Un hombre chino que llevaba un abrigo oscuro. Por un instante, el sujeto alzó la vista hacia la cámara. Fue como si mirase a Birgitta a los ojos. «Joven», se dijo. «Poco más de treinta años, si la grabación no engaña. Toma la llave y desaparece del campo de visión.»

La pantalla quedó a oscuras.

– No veo muy bien -confesó Sture Hermansson-. ¿Es la persona que buscas?

– Sí, eso creo; pero ¿podría comprobar en el registro si se inscribió después de nuestras amigas las rusas?

El hombre se levantó y entró en la pequeña recepción. Entretanto, Birgitta Roslin volvió a pasar varias veces el fragmento de grabación del hombre chino. Detuvo la imagen en el instante en que él miraba a la cámara. «Adivinó que la cámara estaba ahí, filmándolo», se dijo Birgitta Roslin. «Luego bajó la vista y volvió la cara. Incluso cambió de posición para que no se le viese el rostro.» Todo fue muy rápido. Volvió a pasar la cinta para verla una vez más. Y le dio la impresión de que el hombre estaba alerta en todo momento, como buscando la cámara. Volvió a congelar la imagen. Un hombre con el cabello muy corto, mirada intensa y labios apretados. Movimientos rápidos, vigilante. Tal vez mayor de lo que pensó en un primer momento.

En ese instante volvió Sture Hermansson.

– Parece que tenías razón -confirmó-. Dos damas rusas se registraron con nombres falsos, como de costumbre. Y después vino el caballero chino, el señor Wang Min Hao, de Pekín.

– ¿Se podría hacer una copia de esta grabación?

Sture Hermansson se encogió de hombros.

– Puedes llevártela. Total, ¿para qué la quiero? En realidad, yo sólo instalé la cámara de vídeo para entretenerme y suelo regrabar un par de veces al año. Quédatela.

Hermansson guardó la cinta en la funda y se la tendió a Birgitta. Salieron al rellano de la escalera cuando Natascha estaba limpiando las tulipas de las lámparas que iluminaban la entrada del hotel.

Sture Hermansson pellizcó el brazo de Birgitta con amabilidad.

– Tal vez ahora sí puedas contarme por qué te interesa tanto ese chino, ¿no? ¿Te debe dinero?

– No, ¿por qué iba a deberme dinero?

– Todos le debemos algo a alguien. Si preguntamos por alguien, suele ser por cuestiones de dinero.

– Yo creo que este hombre puede responder a algunas preguntas -aclaró Birgitta Roslin-. No puedo decir más, lo siento.

– ¿Y dices que no eres policía?

– No.

– Pero tampoco eres de por aquí, ¿verdad?

– No, no lo soy. Me llamo Birgitta Roslin y soy de Helsingborg. Si volviera a aparecer, te agradecería que me avisaras.

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