– Hay una cámara de vigilancia en el hotel. Sture Hermansson solía fotografiar a sus huéspedes. No es cierto que el hotel estuviese vacío anoche. Había un huésped.
– ¿Con quién hablo?
– ¿Eres policía?
– Sí.
– Ya me has oído. No importa quién soy yo.
Birgitta colgó el auricular. Ya eran las ocho y media. Se marchó de la casa en un taxi que la llevó a la estación y, poco después de las nueve, iba en un tren camino de Copenhague. El pánico empezaba a transformarse en una especie de defensa de sus actos. Estaba convencida de que el peligro no era fruto de su imaginación. En el momento en que mostró la fotografía del hombre que se había alojado en el hotel Eden, removió sin saberlo un hormiguero poblado de agresivas hormigas cazadoras. La muerte de Hong era una alarma irrevocable. Su única salida en aquel momento consistía en utilizar la ayuda ofrecida por Ho.
Ya en la terminal de Kastrup, leyó en la pantalla que había un vuelo para Heathrow al cabo de dos horas. Se dirigió a la oficina de ventas y compró un billete con la vuelta abierta. Después de facturar se sentó a tomarse un café y llamó una vez más a Karin Wiman, pero colgó antes de que su amiga pudiese contestar. ¿Qué iba a decirle? Karin no lo comprendería, pese a lo que Birgitta le había contado cuando se vieron días antes. En el mundo de Karin no sucedía el tipo de cosas que venían caracterizando la vida de Birgitta. Y, en realidad, también en su propio mundo resultaban extrañas, se dijo. Una inverosímil cadena de acontecimientos la había ido arrastrando hasta el rincón donde ahora se encontraba.
Llegó a Londres con una hora de retraso; el caos reinaba en el aeropuerto y poco a poco comprendió que habían dado la alarma por la amenaza de un ataque terrorista, pues se había encontrado un bolso sin dueño en una de las salas de embarque. A última hora de la mañana consiguió llegar al centro y hacerse con una habitación en un hotel aceptable situado en una de las calles perpendiculares a Tottenham Court Road. Una vez instalada en la habitación, y después de tapar con un jersey las rendijas de la ventana que daba a un desolado jardín trasero, se tumbó exhausta en la cama. Había echado una cabezada en el avión, pero la despertaron los gritos de un niño que no dejó de llorar hasta que las ruedas del avión descansaron sobre el asfalto de Heathrow.
La madre, demasiado joven, terminó por estallar en lágrimas ella también.
Cuando se despertó sobresaltada, vio que había estado durmiendo tres horas y que ya atardecía. Tenía pensado ir ese mismo día en busca de Ho a su casa de Chinatown. Ahora, en cambio, decidió esperar al día siguiente. Dio un corto paseo por Picadilly Circus y entró en un restaurante. De repente, un nutrido grupo de turistas chinos cruzó las puertas del local. Los observó con creciente pánico antes de conseguir tranquilizarse. Después de comer, regresó al hotel y se sentó en el bar a tomarse un té. Cuando fue a buscar la llave de su habitación, vio que el recepcionista de la noche era chino. Empezó a preguntarse si Europa se había llenado de chinos de repente o si ya estaban allí antes sin que ella hubiese reparado en el fenómeno.
Pensó en lo sucedido, en el regreso del chino al hotel Eden y en la muerte de Sture Hermansson. Estuvo tentada de llamar a Vivi Sundberg para que la pusiera al corriente, pero se abstuvo. Si el registro había desaparecido, la fotografía de la cámara casera instalada por Sture no impresionaría en lo más mínimo a la policía. Por otro lado, si la policía no veía un asesinato sino un accidente, una simple llamada telefónica no surtiría el menor efecto. Lo que sí hizo fue llamar al hotel, aunque nadie respondió. Ni siquiera había un contestador que informase de que el hotel estaba cerrado por el momento. No durante la temporada, sino probablemente para siempre.
Sin poder liberarse del pavor que sentía, atrancó la puerta con una silla y comprobó bien los pestillos de las ventanas. Se fue a la cama, pasó durante un rato de un canal de televisión a otro pero terminó por admitir que lo que veía ante sí era un velero que surcaba las aguas de Madeira, y no lo que pasaba por la pantalla.
De pronto, a medianoche, la despertó el ruido del televisor aún encendido que mostraba una antigua película en blanco y negro de James Cagney en el papel de gángster, y apagó la lámpara cuya luz le daba directamente en la cara. Intentó dormirse otra vez pero sin éxito, de modo que permaneció despierta el resto de la noche.
Cuando se levantó para tomarse un café sin comer nada, caía una fina llovizna. Tras pedir prestado un paraguas en recepción, atendida ahora por una joven de aspecto asiático, tal vez de Filipinas o de Tailandia, salió a la calle. Bajó hacia Leicester Square y siguió hasta dar con Chinatown. La mayoría de los restaurantes no había abierto aún. Hans Mattsson, que se dedicaba a viajar por todo el mundo en busca de lugares que pudieran ofrecerle auténticas experiencias culinarias, le contó en una ocasión que el mejor método para encontrar los restaurantes más genuinos, ya fuesen chinos, iraquíes o italianos, era buscar aquellos que estuviesen abiertos por la mañana. Eso indicaba que no sólo abrían para los turistas y, por esa razón, eran preferibles. Memorizó varios que tenían abiertas sus puertas y siguió buscando la dirección de Ho. En la planta baja del edificio había, en efecto, un restaurante, pero pertenecía al grupo de los que cerraban por la mañana. El edificio, construido en ladrillo rojo oscuro, estaba flanqueado por dos callejones sin nombre. Decidió llamar a la puerta que conducía a las viviendas del edificio.
En el último instante, sin embargo, algo la hizo dudar y retirar el dedo del timbre. Cruzó la calle, entró en una cafetería y pidió una taza de té. En realidad, ¿qué sabía ella de Ho? ¿Y qué sabía de Hong? Hong apareció un buen día junto a su mesa en el restaurante, como surgida de la nada. ¿Quién la había enviado? ¿Fue Hong quien mandó a uno de sus corpulentos espías a vigilarlas a ella y a Karin Wiman durante su visita a la Muralla? Tanto Ho como Hong estaban bien informadas de quién era ella, de eso no cabía la menor duda. Y todo por una fotografía. El robo del bolso no se le antojaba ya un hecho aislado, sino parte de el engranaje de cuanto había sucedido hasta el momento. Y cuanto más se esforzaba por sacar algo en claro, más se adentraba en el laberinto.
¿Tenía razón cuando pensó que Hong apareció en su camino para apartarla del hotel? Incluso cabía la posibilidad de que fuese mentira que Hong hubiese muerto en un accidente de coche. En realidad, ¿qué contradecía la hipótesis de que Hong y el hombre que se hacía llamar Wang Min Hao no estuviesen involucrados en los sucesos de Hesjövallen? Y Ho, ¿acaso habría ido a Helsingborg por las mismas razones? ¿Sabría ella que un chino estaba a punto de reaparecer en el hotel Eden? Esos ángeles amables y solícitos tal vez no fuesen más que ángeles caídos cuya misión era alejarla de sus posibilidades de defenderse.
Birgitta Roslin intentó recordar lo que le había contado a Hong a lo largo de las diversas conversaciones que mantuvieron. Demasiado, concluyó. La sorprendía no haber actuado con más cautela. Hong le había ido sonsacando las respuestas. Una observación inocua sobre la atención que los medios de comunicación chinos le habían prestado al asesinato múltiple de Hesjövallen. ¿Acaso eso tenía algún sentido? ¿O la habría arrastrado hasta una placa de hielo donde observaría cómo se resbalaba para luego ayudarle a salir de allí, una vez obtenida suficiente información?
¿Y por qué se habría pasado Ho un día entero sentada en una sala de vistas cuando no entendía ni una palabra de sueco? ¿O acaso sí conocía el idioma? Y después, de repente, le entraron las prisas por volver a Londres. ¡Y si Ho permaneció allí todo ese tiempo sólo para comprobar que ella no abandonaba la sala? Quizás había ido a Suecia en compañía de alguien que se pasó muchas horas registrando su casa mientras ella estaba en el juicio.
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