Henning Mankell - El chino

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Interrumpió sus razonamientos cuando se dio cuenta de que Birgitta Roslin se levantaba para marcharse. Después de haberla seguido todo el día, no cabía duda de que la mujer tenía miedo. No dejaba de mirar a su alrededor y parecía inquieta en todo momento, tenía la cabeza llena de extraños presentimientos. Él podría aprovechar esa circunstancia, aunque aún no había decidido cómo.

Pero la mujer se levantó y Ya Ru aguardó al abrigo de las sombras.

De repente sucedió algo para lo que no estaba en absoluto preparado. Birgitta Roslin dio un respingo, lanzó un grito, tropezó y cayó hacia atrás, golpeándose la cabeza contra un banco. Un chino se detuvo y se agachó para comprobar qué había sucedido. Y varias personas se congregaron en el lugar. Ya Ru salió de su oscuro escondite y se acercó al grupo que rodeaba a la mujer tendida en el suelo. Dos policías que hacían su ronda por allí se apresuraron a acudir. Ya Ru se adelantó pasando entre la gente para poder ver mejor. Birgitta Roslin estaba sentada. Al parecer, había sufrido un desmayo que le duró varios segundos. Oyó que la policía le preguntaba si necesitaba una ambulancia, pero ella respondió que no.

Aquélla era la primera vez que Ya Ru oía su voz y la registró en su memoria: una voz bastante grave y muy expresiva.

– Debí de tropezar -la oyó decir-. Tuve la sensación de que se me acercaba alguien y me asusté.

– ¿La han atacado?

– No, ha sido mi imaginación.

El hombre que la había asustado seguía allí. Ya Ru pensó que existía cierto parecido entre Liu y aquel hombre que, por casualidad, había entrado en una historia con la que no tenía nada que ver.

Ya Ru sonrió para sí. «No es poca la información que me proporciona con sus reacciones. En primer lugar, su miedo y su actitud de alerta. Y ahora me demuestra clarísimamente que lo que le causa temor es la posibilidad de que un hombre chino se le acerque de pronto.»

Los policías acompañaron a Birgitta a su hotel. Ya Ru se mantuvo a cierta distancia. Ya sabía dónde se alojaba. Después de cerciorarse una vez más de que se encontraba bien y podía quedarse sola, los policías se marcharon mientras ella entraba en el hotel. Ya Ru vio cómo le entregaban la llave, que el recepcionista tomó de uno de los casilleros superiores. Aguardó unos minutos y entró. El recepcionista era chino. Ya Ru le hizo una reverencia y le mostró un papel.

– A la señora que acaba de entrar se le cayó esto en la calle.

El recepcionista tomó el papel y lo guardó en un casillero vacío, el correspondiente a la habitación seiscientos catorce, en la última planta del hotel.

Era un papel en blanco, no había nada escrito. Ya Ru intuía que Birgitta Roslin le preguntaría al recepcionista quién lo había dejado. «Un chino», sería la respuesta. Y se asustaría mucho más aún, pero también estaría más alerta. Pero puesto que él ya lo sabía, no suponía ningún riesgo.

Ya Ru fingió leer un folleto del hotel mientras reflexionaba sobre cómo averiguar cuánto tiempo se alojaría Birgitta Roslin en el hotel. Se le presentó la ocasión cuando el recepcionista chino se marchó a una habitación trasera y una joven inglesa vino a sustituirlo. Ya Ru se acercó al mostrador.

– La señora Birgitta Roslin -dijo-. De Suecia. Tengo que recogerla para llevarla al aeropuerto, pero no está claro si partirá mañana o pasado mañana.

La recepcionista no cuestionó sus palabras y tecleó el nombre en el ordenador.

– La señora Roslin había reservado tres días -explicó-. ¿Quiere que la llame para que puedan aclarar cuándo han de venir a buscarla?

– No, lo arreglaré con la oficina. Nosotros no molestamos a nuestros clientes sin necesidad.

Cuando Ya Ru salió del hotel, había empezado a caer de nuevo una fina lluvia. Se subió el cuello del chaquetón y se encaminó a Garrick Street para tomar un taxi. Ya no tenía que preocuparse por el tiempo de que disponía. «Ha pasado un tiempo indecible desde que todo esto empezó», se dijo. «Así que puede continuar unos días antes de que llegue el implacable final.»

Llamó a un taxi y le dio al taxista la dirección de Whitehall, donde su empresa de Liechtenstein poseía un apartamento en el que él solía quedarse cuando iba a Inglaterra. En más de una ocasión pensó que traicionaba la memoria de sus antepasados al quedarse en Londres y no en París o en Berlín. Y en ese momento, mientras iba en el taxi, decidió venderlo y comprarse uno en París.

Ya era hora de terminar también con aquello.

Se tumbó en la cama y escuchó el silencio. Había insonorizado todas las paredes nada más comprar el apartamento y así no oía siquiera el lejano murmullo del tráfico. El único ruido era el leve zumbido del aire acondicionado. Y eso le daba la sensación de encontrarse a bordo de un barco. Sentía una gran paz.

– ¿Cuánto tiempo hace? -preguntó en voz alta-. ¿Cuánto tiempo hace del principio de lo que ahora debe llegar a su fin?

Calculó mentalmente. Corría el año de 1868 cuando San se instaló en la habitación de la misión. Y ahora era 2006. Hacía ciento treinta y ocho años. San se sentaba a la luz de su vela para escribir despacio carácter tras carácter hasta componer su historia y la de sus dos hermanos, Guo Si y Wu. Empezó el día en que abandonaron su miserable hogar para emprender el largo camino hacia Cantón. Allí, un espíritu maligno se les apareció bajo la persona de Zi. A partir de ahí, la muerte los siguió adondequiera que fueran. El único que quedó al final fue el propio San, con su férrea voluntad de contar su historia.

«Murieron de la forma más humillante que pueda imaginarse», pensó Ya Ru. Los distintos emperadores y los mandarines seguían el consejo de Confucio y sometían al pueblo a un yugo tan duro que hacía imposible la rebelión. Los hermanos huyeron hacia lo que creían una vida mejor, pero, del mismo modo en que los ingleses trataban a la gente en sus colonias, los americanos torturaron a los dos hermanos mientras éstos participaban en la construcción del ferrocarril. Al mismo tiempo, los ingleses intentaban convertir a los chinos en drogadictos inundando China de opio. Así veo yo a esos salvajes mercaderes ingleses, como traficantes de droga que, en una esquina, les venden narcóticos a unas personas a las que odian y desprecian como seres de una clase inferior. No hace tanto que los chinos aparecían caricaturizados como monos con rabo en los dibujos europeos y americanos. Y la caricatura se ajustaba a la realidad. Fuimos creados para ser esclavizados y humillados. No éramos humanos. Éramos animales. Con rabo.»

Cuando Ya Ru paseaba por las calles de Londres, solía pensar que muchos de los edificios que lo rodeaban habían sido construidos con el dinero de la gente esclavizada, con su sudor y su sufrimiento, con el dolor de sus espaldas y con su muerte.

¿Qué había escrito San? Que construyeron el ferrocarril en el desierto americano con sus propias costillas como traviesas bajo los raíles. Del mismo modo, los gritos y los padecimientos de los hombres esclavizados estaban fundidos en los puentes de hierro que se extendían sobre el Támesis o en los gruesos muros de los grandes edificios que poblaban los antiguos y célebres centros de las finanzas de Londres.

El sueño apartó a Ya Ru de sus pensamientos. Cuando despertó, salió de la sala de estar, amueblada exclusivamente con piezas fabricadas en China. Sobre la mesa que había delante del sofá de color rojo oscuro había una bolsa de seda azul claro. La abrió, no sin antes haber puesto debajo un papel blanco sobre el que esparció una delgada capa de finísimo polvo de vidrio. Era una costumbre inveterada, un método antiquísimo para matar a una persona, echar el invisible polvo cristalino en un plato de sopa o una taza de té. No había salvación para quien lo bebía. Miles de granos microscópicos cortaban los intestinos. Antiguamente se llamaba «la muerte invisible», puesto que se presentaba de forma súbita e inexplicable.

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