Henning Mankell - El chino

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– Hong le había hablado de la jueza sueca, la señora Roslin, amiga suya desde hacía muchos años. Y le contó el lamentable suceso del robo y la investigación policial.

– ¿De verdad que fue eso lo que dijo?

– Te estoy citando la carta. Palabra por palabra. Además, Hong hablaba de la fotografía que le habías mostrado.

Birgitta Roslin dio un respingo.

– ¿Es eso cierto? ¿Le habló de la fotografía? ¿Dijo algo más?

– Sí, que creías que era de un chino que tenía algo que ver con unos asesinatos en Suecia.

– ¿Qué dijo del hombre?

– Hong estaba preocupada. Al parecer, había descubierto algo.

– ¿Qué?

– No lo sé.

Birgitta Roslin guardó silencio. Intentaba interpretar el mensaje de Hong. No podía tratarse más que de un grito de advertencia lanzado desde el silencio. ¿Abrigaría Hong la sospecha de que a ella pudiese ocurrirle algo? ¿O sabía que Birgitta estaba en peligro? ¿Habría averiguado quién era el hombre de la fotografía? Y, de ser así, ¿por qué no se lo contó?

Birgitta sentía crecer el malestar. Callaba y miraba a Ho, a la espera de que dijese algo más.

– Hay algo que necesito saber. ¿Quién eres tú?

– Llevo en Londres desde principios de 1990. Llegué como secretaria de la embajada. Luego me nombraron directora de la Cámara de Comercio anglochina. En la actualidad soy independiente y trabajo como asesora de empresas chinas que quieren establecerse en Inglaterra. Aunque no sólo allí. También colaboro en la construcción de un gran complejo para exposiciones que se edificará en las afueras de una ciudad sueca llamada Kalmar. Mi trabajo me obliga a recorrer Europa.

– ¿Cómo conociste a Hong?

La respuesta sorprendió a Birgitta.

– Éramos parientes. Primas. Nos conocíamos desde la juventud, aunque ella era diez años mayor que yo.

Birgitta pensó en por qué habría dicho Hong que eran viejas amigas. Aquello implicaba algún tipo de mensaje oculto que no pudo interpretar más que diciéndose que, para Hong, su breve amistad había alcanzado gran profundidad. Que era posible hacerse grandes confidencias. O, más bien, necesario.

– ¿Qué decía de mí la carta?

– Hong quería que se te informara cuanto antes.

– ¿Qué más?

– Ya te lo he dicho. Debías saber de mi existencia, dónde encontrarme, por si sucedía algo.

– Ya, bueno, ahí es donde no me cuadra la cosa. ¿Qué iba a suceder?

– No lo sé.

Algo en el tono de voz de Ho puso en guardia a Birgitta. «Hasta ahora me ha dicho la verdad, pero en este punto… no es sincera. Sabe más de lo que dice», concluyó para sí.

– China es un país grande -dijo Birgitta-. Para un occidental resulta fácil mezclar las cosas y asociar su extensión al misterio. La falta de conocimiento hace que todo resulte misterioso. Seguro que yo cometo el mismo error. Y, de hecho, así veía a Hong. No importaba qué me decía, nunca llegaba a comprender realmente qué quería decirme.

– China no es más misteriosa que cualquier otro país del mundo. Eso de que nuestro país es incomprensible es un mito occidental. Los europeos jamás han aceptado el hecho de no poder comprender cómo pensamos. Ni tampoco que hiciéramos tantos descubrimientos decisivos ni que inventáramos tantas cosas antes que vosotros. La pólvora, la brújula, la imprenta, todo es chino, en su origen. Ni siquiera en el arte de medir el tiempo fuisteis los primeros. Mil años antes de que empezaseis a fabricar relojes mecánicos, nosotros ya teníamos relojes de agua y de cristal. Es algo que jamás podréis perdonarnos. De ahí que nos consideréis incomprensibles y misteriosos.

– ¿Cuándo viste a Hong por última vez?

– Hace cuatro años. Viajó a Londres y pasamos varias tardes juntas. Fue en verano. Quería dar largos paseos por Hampstead Heath y preguntarme sobre cómo veían los ingleses la evolución de China. Me hizo preguntas difíciles de responder y se mostraba impaciente cuando mis respuestas no le parecían claras. Por lo demás, quería ver un partido de criquet.

– ¿Por qué?

– Pues no me lo dijo. Hong tenía unos gustos muy interesantes.

– A mí los deportes no me interesan demasiado, pero el criquet me resulta un deporte del todo incomprensible, en el que parece imposible decidir quién es el ganador.

– Yo creo que su entusiasmo era bastante infantil y que se basaba en su deseo de comprender cómo funcionan los ingleses estudiando su deporte nacional. Hong era una persona muy obstinada.

Ho miró el reloj.

– Tengo que volver a Londres desde Copenhague dentro de unas horas.

Birgitta Roslin dudaba si plantearle una pregunta que había ido madurando poco a poco.

– Por cierto, no serías tú quien entró en mi casa anteanoche, ¿verdad? En mi despacho…

Ho no pareció comprender y Birgitta repitió la pregunta. Ho negó con un gesto.

– Me alojo en un hotel, ¿por qué iba a entrar en tu casa como una ladrona?

– Era sólo una pregunta. Me despertó un ruido.

– Pero ¿entró alguien en tu casa?

– No lo sé.

– ¿Echas en falta algo?

– No, pero me dio la impresión de que mis documentos estaban desordenados.

– Pues no -reiteró Ho-. Yo no estuve allí.

– ¿Y has venido sola?

– Nadie sabe que he venido a Suecia. Ni siquiera mi marido ni mis hijos. Creen que estoy en Bruselas, pues viajo allí a menudo.

Ho le dio a Birgitta una tarjeta de visita con su nombre completo, Ho Mei Wan, su dirección y varios números de teléfono.

– ¿Dónde vives?

– En Chinatown. En verano hay mucho ruido en la calle, a veces durante toda la noche, pero prefiero vivir allí. Es una pequeña China en medio de Londres.

Birgitta Roslin se guardó la tarjeta en el bolso. Acompañó a Ho a la estación y se aseguró de que tomaba el tren adecuado.

– Mi marido es conductor de trenes -le explicó Birgitta-. ¿A qué se dedica el tuyo?

– Es camarero -respondió Ho-. También por eso vivimos en Chinatown. Trabaja en el restaurante de la planta baja de nuestro edificio.

Birgitta vio cómo el tren con destino a Copenhague desaparecía en el túnel.

Se marchó a casa, preparó la comida y fue consciente de lo cansada que estaba. Decidió ver las noticias, pero se durmió frente al televisor en cuanto se echó en el sofá. Staffan llamó desde Funchal. La conexión era pésima y tenía que gritar para hacerse entender, pero Birgitta comprendió que todo estaba en orden y que lo estaban pasando de maravilla. De pronto, se interrumpió la conversación. Esperaba que llamasen otra vez, pero no fue así, de modo que volvió a tumbarse en el sofá. El que Hong estuviese muerta le resultaba tan irreal que le costaba asimilarlo. Sin embargo, desde que se lo oyó contar a Ho, tuvo la sensación de que algo no encajaba.

Empezó a lamentar no haberle hecho a Ho más preguntas. Claro que estaba demasiado agotada después de aquel juicio tan complicado y no tenía fuerzas. Ahora era demasiado tarde. Ho iba camino de su casa inglesa en Chinatown.

Birgitta Roslin encendió una vela por Hong y buscó entre los mapas y planos de la estantería hasta localizar uno de Londres. El restaurante estaba junto a Leicester Square. En cierta ocasión, ella estuvo sentada en aquel pequeño parque con Staffan, viendo pasar a la gente. Fue un año, a finales de otoño, y salieron de viaje sin prepararlo de antemano, así, de un día para otro. El caso de la mujer que había maltratado a su madre no era tan complejo como el que había tramitado contra los cuatro vietnamitas, pero no podía permitirse el lujo de estar cansada cuando ocupase su asiento en el tribunal. El respeto que sentía por sí misma se lo impedía. A fin de asegurarse el sueño, se tomó medio somnífero antes de apagar la luz.

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